Tarancón y el final de una era
RAZONES DE edad explicaron la dimisión del cardenal Vicente Enrique y Tarancón como arzobispo de Madrid, diócesis a la que la capitalidad del Estado y la cercanía al poder confieren una importancia añadida. El cardenal Tarancón, que fue además presidente de la Conferencia Episcopal desde 1971 hasta 1982, simboliza la etapa de apertura de la jerarquía española, en sintonía con el espíritu del Concilio Vaticano II, hacia las nuevas realidades religiosas, culturales, sociales y políticas surgidas en nuestro país. En su haber, a la hora del relevo, deben anotarse la superación del espectro sangriento de la guerra civil por parte de amplios sectores del catolicismo español, la voluntad de reconciliación de la Iglesia que bendijera la Cruzada franquista y el proceso de aggiornamento más importante experimentado por la Iglesia española en todo lo que va de siglo.Al cardenal Tarancón le correspondió así la responsabilidad de llevar a cabo, con habilidad y valentía, esa transición desde la Iglesia franquista, embadurnada de intolerancia hacia los discrepantes, hasta la Iglesia autocrítica, impulsora del respeto para con otras confesiones, defensora de la laicidad del Estado, dialogante con las filosofías marxistas y con los agnósticos. Sin el hasta ayer arzobispo de Madrid, iniciativas tan importantes como el documento eclesial que revisó críticamente las vinculaciones de la jerarquía española con el bando vencedor de la guerra civil y con la dictadura difícilmente hubieran podido prosperar. Los gritos de ¡Tarancón al paredón! con que fue abundantemente agredido el entonces presidente de la Conferencia Episcopal eran la expresión grosera y violenta de los nostálgicos de Trento enfrentados a un hombre que, desde su particular y peculiar visión de creyente, hizo esfuerzos impresionantes por mejorar la convivencia política y religiosa de este país.
La homilía pronunciada en la iglesia de los Jerónimos por el cardenal Tarancón ante el Rey, inmediatamente después de su coronación, fue interpretada por los españoles como la señal inequívoca de que la jerarquía eclesiástica apoyaba la decisión de la Corona de devolver a los ciudadanos las libertades y al pueblo la soberanía. A lo largo de la transición, el arzobispo de Madrid siguió propiciando el proceso de reconciliación nacional, normalización democrática e institucionalización de la tolerancia que culminó en la Constitución de 1978. La voz del cardenal Tarancón nunca faltó para exhortar a los creyentes a la participación electoral, al respeto a las convicciones ajenas y a la aceptación de los valores y principios del pluralismo político e ideológico. Se puede afirmar, sin temor a exagerar, que la contribución del hasta ayer arzobispo de Madrid hizo más fácil y menos dramático el curso de la vida española, seguramente inevitable, hacia la concordia, la paz y las libertades. No sólo los ciudadanos se beneficiaron de ello, también los correligionarios del propio cardenal, que vieron transformarse en unos años, gracias al esfuerzo de las comunidades cristianas de base y a las nuevas líneas pastorales y doctrinales, la imagen de una Iglesia arcaica y obsoleta, distanciada, cuando no enfrentada al pueblo. Es obvio que la jerarquía española ha padecido tensiones en los últimos años, que no siempre la línea Tarancón, en franca pérdida en el último lustro, ha prevalecido, y que no todas las veces Tarancón mismo ha sido adalid de modernidad y apertura. Pero su mesura de ánimo, su buen hacer como hombre público, su independencia de criterio, le configuran como uno de los españoles importantes de este siglo, y le proyectan sobre el todavía prudente posicionamiento político de la jerarquía en cuestiones que pudieran ser altamente conflictivas -como las de la enseñanza y el aborto- con el poder del Estado y el Gobierno socialista.
Quizá, por contraste con la figura del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, la opinión pública no dejará de quedar negativamente impresionada por la designación de Ángel Suquía y Goicoechea, arzobispo de Santiago de Compostela desde 1972, para sustituirle en la sede madrileña. Monseñor Suquía, para cuyo nombramiento todo indica que ha sido decisiva la influencia del actual nuncio del Vaticano, representa a los sectores del episcopado más vinculados con el conservadurismo referido a las costumbres, la doctrina y la política que el Opus Dei y el Vaticano están impulsando desde la elección de Juan Pablo II. El nombramiento de Suquía ha sido precedido de innumerables tensiones intraeclesiales, en las que ha privado el interés político sobre las cuestiones concretas de la diócesis madrileña, acerca de las cuáles nadie se ha interesado, según portavoces de la propia diócesis. En los terrenos en los que Tarancón supo poner prudencia, Suquía parece un heraldo del dogmatismo y el autoritarismo. Ni siquiera el nombramiento de monseñor Torrella como arzobispo de Tarragona, que parece generar un saludable equilibrio en las decisiones de Roma, hará olvidar este carácter de retroceso en la cabeza visible de la primera diócesis del Estado. En efecto, Ramón Torrella ha aparecido siempre vinculado a los movimientos de vanguardia de la Iglesia, tanto en el sector obrero (JOC) como en el diálogo con los discrepantes -Secretariado para la Unión de las Iglesias- Colaborador estrecho de Pablo VI, montiniano de convicción, su imagen es la de un progresista en su origen, tamizado por su permanencia en la curia romana durante muchos años. Su designación parece dar respuesta a las tensiones generadas en Cataluña respecto a la necesidad o no de nombrar obispos catalanes para las diócesis de aquella autonomía de forma bastante ecléctica. Nadie le discutirá a monseñor Torrella su condición de catalán, ni aun de catalanista, que le acerca sutilmente a Jordi Pujol (un católico montiniano, según declaración propia).
Para decirlo con palabras de un observador cualificado de la propia Iglesia, entre Madrid y Tarragona, han salido ganando los catalanes con los nombramientos de ayer. El peso de la diócesis madrileña es, sin embargo, de tal naturaleza, y la ausencia definitiva de Tarancón de tal calibre, que sería ingenuo no suponer que, una vez más, los sectores más reaccionarios de la Iglesia han hecho valer su poder y su capacidad de influencia ante Juan Pablo II.
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