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El prestigio de la muerte

Fernando Savater

La opinión pública inglesa discute estos días un problema delicado: qué ha de hacerse con los muertos británicos en la guerra de las Malvinas. Según la tradición secular del Ejército de su majestad, han sido enterrados en la tierra misma donde cayeron; pero los familiares, con dolorosa y comprensible solicitud, reclaman su traslado de nuevo a casa para que resposen cerca de quienes los amaron. Que el muerto en combate pertenezca a la tierra donde vertió su sangre y en ella quede parece algo digno y respetable: sea huésped para siempre de la batalla quien a ella entregó la vida. Los lugares se cargan así de sobria melancolía por todo lo que se perdió en las locuras del pasado: yo mismo he jugado de niño entre las tumbas del cementerio inglés en el monte Urgull, de San Sebastián, uno de los lugares más románticamente bellos de esa ciudad ideal. Pero los familiares sólo ven abandono en este comportamiento y quieren recuperar a sus muertos para honrarles como se merecen: ¿no son, al fin y al cabo, héroes? El caído ya no es de nadie, salvo del cielo que le vio luchar y morir, salvo de la tierra que llenó su boca, hermano anónimo que compartió la desventura y ahora comparte la serenidad con sus compañeros y sus enemigos; pero el héroe muerto pertenece a la comunidad, a su viuda y a su párroco, al diputado de su distrito electoral. El cementerio del campo de batalla nos recuerda que los hombres buscan y aceptan la muerte, lo que es frenesí y demencia, pero también un profundamente noble misterio; el monumento público a los caídos, las primera página del periódico que cuenta la ejemplar vida familiar del héroe, el discurso o la proclama en la que los muertos se enumeran para reclamar más sangre, nos revelan que la muerte es socialmente utilizada como legitimación, hechizo o mercancía. La sociedad vampiriza a los muertos heroicos, absorbe de ellos su vitalidad y su justificación. Lo más indefendible deja de serlo cuando un número suficiente de personas ha muerto por ello: así lo arbitrario o lo injusto se hace respetable. Por eso el autócrata está siempre dispuesto a favorecer la hecatombe, de donde le vendrá el prestigio y la honradez de que carece. Un general argentino ha dicho que, pierdan o ganen en el conflicto de las Malvinas, siempre saldrán con provecho, pues "ahora el resto del mundo tomará a Argentina en serio". Los muertos regalan su seriedad enigmática, la sangrienta ridiculez del poder desnudo.Lo cierto es que va siendo más fácil encontrar hombres dispuestos a morir dignamente que a vivir dignamente. Al leer las noticias de los heroísmos -tan forzados, ay, por circunstancias odiosas- de los campos de batalla de cualquier rincón del mundo, sentimos quizá una morbosa exaltación y un cierto alivio: a fin de cuentas aún queda gente dispuesta a morir por sus ideas, sean éstas cuales fueren, la patria, la liberación nacional o la revolución. Y lo cierto es que nunca hubo idea, por estúpida o cruel que fuese, que no haya encontrado a alguien decidido a morir y a matar por ella. En modo alguno quisiera yo vivir en un mundo en que nadie fuese capaz de dar su vida por una idea; pero sigue siendo infinitamente más deseable dar vida con la idea y en la idea en lugar de resolverlo todo muriendo o matando por ella. A veces la lucha a muerte es inevitable, nos dicen los realistas que defienden la paz armada o la revolución sangrienta, y añaden con cierto regodeo: pues este mundo no es un lecho de rosas. La mayoría de los que empiezan su discurso político asegurando que el mundo es plena miseria, violencia y engaño suele buscar así coartada para proponer luego nuevas formas de engaño, violencia y miseria como corolario y contrapartida de las existencias. Ciertamente, el mundo no es, ni nunca ha sido, ni quizá jamás tenga por qué ser un lecho de rosas, pero el entusiasmo realista con que se acepta la lección de muerte que quiere deducirse de tal constatación ha formado parte en todas las épocas de la legitirnación del honor y la inhumanidad.

Las grandes palabras se avienen mejor con la muerte que con la vida. La muerte las prestigia, la vida las degrada; morir por la patria es un himno inapelable, vivir para la patria suele ser comercio y bribonería que responde más bien a vivir de la patria; morir por la revolución es entrar en un martirologio laico, pero no menos sagrado, mientras que vivir para la revolución significa trepar hasta un secretario general o ejercer de comisario político; morir con honor es irreprochable, vivir con honor puede ser imponerse a la comunidad como casta intocable u ofrecerle su protección amenazadora como cualquier gángster marsellés. ¿Y quién no sabe que es más fácil morir de amor que vivir plenamente el amor., dar la vida por otro que soportar la vida de otro y hasta colaborar con ella? Y es que la muerte es clara, nítida, irrevocable, tajante y dogmática como cualquier gran idea: no tolera las medias tintas ni los compromisos, borra de un sablazo la contradicción y despoja en tinieblas lo incomprensible. La vida, en cambio, es tibia, obscena, confusa, contradictoria y balbuceante: se aviene con el escepticismo y la componenda, termina antes o después por desdecirse y pactar. La muerte se precipita de golpe y para siempre, la vida tantea y retrocede. La primera descansa en lo irrefutable, la segunda se fatiga en lo discutible. Y, sin embargo, aquí reside precisamente el heroísmo que siempre pone al esfuerzo de la vida por encima de la cirugía moral de la muerte: puesto que lo único cierto de la vida es la muerte, hay que alimentar a la vida de incertidumbre para que no muera. El valor de la vida estriba en su fragilidad, y es esa fragilidad de todo orden lo que la hace impresentable y a menudo indigna frente a la marmórea ejemplaridad de la muerte. Pero en esa fragilidad se encierra también lo posible, mientras que en la muerte todo se hace ya irremediable. Combatir en todos los campos el prestigio dogmático de la muerte es luchar por afirmar la improbable, absurda, dolorosa y burlona vida. Contradicción y perplejidad, picardía y arrobo que se centran en el lenguaje amoroso, cuando llamamos al ser querido vida mía. Vida mía: ahí está el jubiloso tormento y el irónico éxtasis.

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