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En torno al eusquera

Para quienes desde fuera, efusivamente espoleados por incentivos intelectuales o sentimentales, han seguido las regiones de vascólogos celebradas en este caluroso verano ha quedado flotantando una cuestión antigua y apasionante: la de los orígenes, historia y futuro del euskera, con todas las implicaciones que quieran buscársele en estas horas de aturdido alumbramiento del Estado de las autonomías.El euskera -o vascuence, como solía denominársele por la mayoría de los españoles- fue casi siempre un idioma polémico. Las primeras controvcrsias surgieron nada más plantearse la interrogación acerca de sus orígenes. Eso que se ha dado en llamar «las tinieblas de la Historia» -con expresión más lírica que crítica-, envolvía sus germinaciones e lnicios con centelleos mitológicos. A su antigüedad, divisable a través de las primitivas y confusas adivinaciones de «la noche de los tiempos», le iba bien el legendario empaque del mito.

Durante siglos, y a falta de asideros más científicos y comprobables, se le asignó la bíblica prosapia de una cuna. babélica. Hasta la Península habría de traerle, desde el costado de la arrogante e inacabada torre de Babel, el esforzado Tubal, quinto hijo de Japheh y adelantado poblador de la fabulosa del de toro de Iberia. Tubal llegaba a las tierras misteriosas y lejanas con una de las 72 lenguas otorgadas por el Creador a los hombres tras la confusión que se abatiera sobre los orgullosos constructores de la fábrica descomunal concebida para alcanzar los cielos.

Lo mitológico acompañaba, pues, al eusquera desde sus mismas fuentes. El posterior enriscamiento entre los picos abruptos y los cerrados valles de la cordillera cántabro-pirenaica contribuiría aún más al espesamiento de las redes de lo legendario. Y tras la leyenda, sobrevendrían los enfrentamientos de estudiosos, adivinadores y banderizos radicalizados.

La ausencia de una arcaica literatura escrita y del acompañamiento de serios trabajos científicos favoreció durante siglos las especulaciones fantásticas, producto, por lo general, de una ignorante obstinación en la hora de los enjuiciamientos. Las apreciaciones sobre la lengua vascongada iban a producirse entre bandazos de exaltación y menosprecio, poco congruentes con una contrastable realidad. Sin embargo, la verdad del eusquera estaba ahí, con su antigüedad venerable, con su noble contumacia por mantener vivo el más antiguo idioma peininsular, además de constituir el vínculo expresivo de un pueblo ejemplar, esforzado y trabajador.

¿De dónde, pues, procedía -y procede- ese viento de beligerancia que suele transformarse en tormenta de pasiones en cuanto sale a plaza la que debiera ser académica y apacible cuestión del eusquera? Porque, ¿cómo es posible encenderse en la disputa -y, si a mano viene, en la diatriba- frente a un hecho incontrovertible que, en último extremo, con que más tiene que ver es con una enriquecedora faceta de la historia del espíritu?

La respuesta nos sale al paso apenas iniciada la inquisición: la política. El hecho no es reciente, razón por la cual se torna difícil un deslinde objetivo de las arborescencias que enmascaran los problemas auténticos del vascuence. Hay que reconocer -y el hecho no es privativo de los últimos años- que muchos de los que se acercan a las cuestiones y planteamientos del eusquera lo hacen bajo la presión de una sólida carga de prejuicios. Por ello es más de agradecer que un intelectual estudioso del fuste de Antonio Tovar se haya decidido a brindarnos un resumen tan clarificador de sus investigaciones como el que contiene su obra Mitología e ideología sobre la lengua vasca.

El título del libro adelanta bastante respecto a los propósitos de Tovar, a quien no se le oculta que, por más vigilan ela científica que ponga en sus pisadas, ha de dar cara a los riesgos de cruzar sobre un campo minado. A quienes hemos vivido, desde la infancia, entrañados con la tierra y las gentes de Vasconia, se nos hace muchas veces poco menos que incomprensible la enconada superficialidad con la que se opina sobre sus problemas. Superficialidad que suele transferirse dramáticamente de la opinión a la acción.

Tovar persigue, con su pasión filológica por el vascuence, conducimos, con equilibrada voluntad crítica, a través de la Historia procelosa de los juicios y consideraciones en torno a la lengua vascongada. ¡Aleccionadora carrera! Recorriéndola, puede uno percatarse de la extremosidad del español de todos los tiempos y de sus estilos radicalizados al enjuiciar a base de prejuicios e ideas recibidas.

La politización de enjuiciamientos y actitudes referidos al eusquera es un hecho incuestionable y de bien desdichados frutos. Claro que para no proseguir por las vías vitandas hay que comenzar por algunas aclaraciones. La primera de ellas, la de precisar que la politización de cuestiones en torno a una lengua tiene muy poco que ver con lo que denominamos política del idioma. Todo idioma posee, naturales o instigadas, unas creadoras tensiones expansivas cuyo desarrollo suele acompanar a su virtual crecimiento como expresión y vehículo de las más diversas creaciones y tareas culturales. Uiia seria política del idioma ha de ser la que atienda, en equilibradas proporciones, tanto las vías de difusión y ensanchamiento -es decir, la que preste su ayuda y consciente orientación a partir de las fluctuantes fronteras lingüísticas- como la vigilancia de lo que constituye la autenticidad de su genio. sin estrecheces ni purificaciones esterilizadoras. En una inteligente política del ídioma valen por igual la flexible conservación de su genuino casticismo que el lúcido cuidado y alimentación de la propia dinámica expresiva y reveladora.

Uno de los dramas del eusquera -y no de los menores- ha consistido no sólo en la carencia casi absoluta de una política real del idioma, producto de múltiples y a veces dolorosas razones, sino de algo peor: de haber visto cómo el vascuence iba convirtiéndose en un arma política, empleada y abusada por beligerantes apasionados, tan ingenuos y entusiastas algunas veces como maliciosos e intencionados en otras.

Para el pueblo vasco, que, tras la peripecia racista, ha erigido al idioma en una de las claves determinantes de su identidad, tiene que, ser sumamente penoso ver al venerable y veneradoeusquera sometido a los forcejeos de espeelosas manipulaciones. El vascuence es un tesoro filológico y popular al que hay que proteger de humillaciones y particulares aprovechamientos. Ser víctima de la politización -en un sentido o en otro- encierra graves riesgos para el ejercicio de una política real. En las conclusiones de su libro, Antonio Tovar se pronuncia sin ambages. Después de estatilecer que «el País Vasco, tan industrializado, tan atractivo come, ha sldo para emigrantes, ha llegado a una crisis de identidad », dictamina que cualquier solución pacificadora en los problemas vascongados «pasa por la política lingüística».

Pero una política de este género descubre difíciles exigencias y encrucijadas. En el mundo de hoy, «donde no puede haber analfabetos, porque la economía lo prohíbe, la transmisión de la lengua ya no es predominantemente oral ni ocurre en el tranquilo y secular regazo de los caseríos en las montañas». El tema, al llegar a este punto de la transmisión y conservación, se problematiza más todavía. Ya no basta con amar el idioma aborigen -a lo que parece, en contra de tantas mitologías, comenzando por la torre de Babel-, con arrullarlo en la entrañable intimidad hogareña y campesina, con mantenerlo en la tibia y nostálgica pureza ancestral, tesoro casi particular de cada valle. La, multiplicación y el particularismo, al igual que en otros muchos aconteceres, conspira contra la propia existencia. La política del vascuence encara un angustioso dilema: o se unifica, con todo lo que esta operación supone, o el eusquera camina hacia su extirición, o, en último extremo, a mantenerse en reverenciada y milenaria reliquia. Una rigurosa política de la lengua ha de decidir pronto el camino. Pero olvidándose de aquello tan repetido de que «la letra con sangre entra». En las tierras vascongadas hay que comenzar a pensar que las palabras no pueden nunca ser proyectiles ensangrentados ni pretextos para las pistolas.

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