Hablar demasiado
EL CARDENAL Enrique y Tarancón, cuyas palabras en la iglesia de los Jerónimos, en una incierta mañana de noviembre de 1975, le hicieron acreedor de la admiración y el respeto de buena parte de la sociedad civil española, tiene fama de hombre socarrón y bien humorado. También acompaña a su figura el prestigio de haber sido el presidente de la Conferencia Episcopal, máximo organismo de la Iglesia española, durante lcis años en que la Jerarquía de nuestro país tomó distaricias respecto al régimen anterior, rompió con la pesada herencia de ese nacionalcatolicismo que sirvió de coartada moral a tantas y tan condenables conculcaciones de los derechos humanos bajo el franquismo e inició el acercamiento hacia ese mundo de humillados y ofendidos, de pobres, marginados, perseguidos y encarcelados que la resaca de la guerra civil había creado dentro de nuestras fronteras.Tal vez sea esa simpática y positiva imaigen del cardenal Tarancón la que lleve a interpretar su comentario sobre el ministro,de Justicia -«de cuando en cuando habla demasiado»- como una simple broma. Y a ello ayuda la comprobación de que, por lo menos ahora, los que están charlando por los codos a propósito del tema del divorcio no son tanto los políticos como los arzobispos, obispos y miembros del clero regular y secular. Por desgracia, además, la voz de esos pastores de la Iglesia católica no se dirige única y ni siquiera fundamentalmente a sus feligreses para ocuparse de cuestiones relacionadas con el cuidado de sus almas, sino que, lamentablemente, trata de entremeterse en la elaboración y promulgación de una norma que no obliga a nadie a realizar determinados actos, sino que permite a quienes lo deseen romper un vínculo matrimonial fracasado para poder anudar otro nuevo. La opinión pública divorcista es tan respetuosa con las parejas casadas y estables que consideran indisoluble el lazo sacramental, como despreciativa respecto a los organizadores y beneficiarios de fraudes como el de Zaire (y, en general, de todas las comedias de siniulación y no consumación que se hallan en la base de tantas nulidades decretadas por tribunales eclesiásticos) y hostil frente a quienes, sin haber sido elegidos en Ias urnas por los electores y sin tener experiencia personal y directa de los problemas matrimoniales, pretenden imponer sus criterios antidivorcistas a los legisladores designados por los ciudadanos en comicios libres.
Posiciones como las adoptadas por el primado de Toledo resultan tan anacrónicas, irracionales y estrechas, que pueden incluso llegar a justificar las sospechas de que esta batalla contra el divorcio, simplemente absurda en el contexto internacional en el que vivimos y abiertamente contradictoria con la herencia de humanismo cristiano que invocan los países divorcistas -del mundo occidental, se inscribe en realidad en el marco de una batalla política en la que un sector de la jerarquía eclesiástica española se halla comprometido en favor de opciones involucionistas, cuyos intereses hunden también sus raíces en el reino de este mundo. Monseñor Enrique y Tarancón ha desautorizado de hecho las posiciones extremistas de monseñor González y de otros prelados al insistir que el texto de la Conferencia Episcopal de noviembre de 1979 es la única voz oficial de la jerarquía y al reducir a «matices» e « interpretaciones » que no son «dogmas de fe» el documento hecho público por el arzobispo de Toledo. También ha hecho gala de su sentido común y de su conocida capacidad para la escritura entre líneas al señalar que en las posiciones de la Iglesia sobre estos temas, además de «investigación teológica» y de «investigiciones científicas», resultaría necesario tener en cuenta «las experiencias de fe de los matrimonios, porque esto último no lo tenemos». Lamentablemente, y como ya tuvimos ocasión de comentar en su día (vése EL PAIS del 27-11-1979), en aquella ocasión la Asamblea Plenaria Episcopal no se limitó a enunciar -como era su derecho- criterios religiosos y éticos en relación con la indisolubilidad del matrimonio, sino que invadió ámbitos sobre los que sólo el poder civil tiene competencia. El ministro de Justicia dijo en sus últimas declaraciones cosa tan sensatas y prudentes como que hay muchas voces, a veces contradictorias entre sí, en el seno de la Iglesia, y que es preciso evitar a todo trance esa guerra de religión en torno al divorcio que podrían desencadenir los sectores integristas y reaccionarios de la Iglesia, tal vez deseosos, para su propio beneficio, de tener de nuevo enfrente a los anticlericales energuménicos de La Traca o Fray Lazo. Evidentemente, esa guerra entre extremistas iría en perjuicio de la paz civil y de la convivencia cívica entre los españoles, y nadie en su sano juicio puede considerarla conveniente. Ahora bien, parece de justicia señalar que la iniciativa de ese eventual e indeseable conflicto en ningún caso provendría del ministro de Justicia de un Gobierno elegido en las urnas, Gobierno al que los electores pueden criticar más bien por sus silencios que por sus manifestaciones públicas, sino de ese locuaz sector ultramontano que no ha terminado de reconciliarse ni con la secularización y modernización de la sociedad civil ni con los artículos de la Constitución que amparan y protegen la libertad de ideología y de creencias de los ciudadanos. A ese sector, que compromete a la Iglesia con sus intemperencias y extremismos, es al que monseñor Enrique y Tarancón puede exhortar, en todo caso, a la discreción y a la continencia verbal.
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