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Tribuna:La razón histórica / 1
Tribuna
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La invención creadora

El 22 de noviembre de 1975, apenas ayer, inició su reinado Juan Carlos I; exactamente veinte meses después, el 22 de julio de 1977, el Rey ha declarado abiertas las primeras Cortes democráticas que España tiene desde 1936: un Congreso y un Senado compuestos de miembros de todos los partidos, después de unas elecciones libres, pacíficas, conciliadoras y alegres.¿Cómo ha sido posible? ¿No es inverosímil, increíble? Recuérdese cómo estaba planteada la cuestión: España había padecido una guerra civil de extremada violencia y dureza, que había terminado con la destrucción política total de uno de los dos beligerantes, sin conservar ni siquiera un residuo de él, ni aun en calidad de vencido; el régimen victorioso se había instalado en el poder para siempre, sin admitir siquiera que después de él pudiera haber otra cosa; y cuando estableció una Ley de Sucesión, lo hizo con la pretensión de que ella sirviera para perpetuar la misma concepción del Estado; cuando quiso dar al país una Ley Fundamental (algo así como una Constitución), la hizo aclamar de una vez y sin más trámite que escuchar su lectura por las que entonces se llamaban Cortes Españolas; no se admitía ni la existencia de partidos políticos, para no hablar de toma de posesión del Poder, ni aun de participación en él. La única alternativa a este estado de cosas sería, naturalmente, la subversión, la destrucción del Estado, probablemente la revolución. Así se repetía por unos y por otros, quiero decir por los partidos de ambas alternativas.

Pues bien, veinte meses después nos encontramos con que no queda nada de lo que ha sido la vía pública española durante cuatro decenios; empezando por lo más grave y elemental: que hay vida pública, precisamente lo que había faltado en tan largo tiempo. Nada de lo que podía decirse que caracterizaba políticamente a España entre 1939 y 1975 (en rigor, desde 1936) es válido hoy.

Pero, al mismo tiempo, hay que añadir que ninguna de las previsiones -aterradas o esperanzadas- se ha cumplido: no se ha hundido nada, no ha habido colapso del Estado, no ha habido subversión ni revolución ni nada parecido. Entonces, ¿qué ha pasado? Acaba de suceder ante nuestros ojos, y públicamente, a la luz del día. Parece algo obvio. Y, sin embargo, no lo es. Creo que muchos españoles y casi todos los extranjeros, si son sinceros, confesarán que no lo comprenden. Y como esta confesión cuesta mucho, la mayoría prefieren hacer otra cosa; mejor dicho, otras dos: unos tienen la impresión de que han sido objeto de una experiencia de magia: que se les ha escamoteado, por arte de prestidigitación, toda la escenografía en que habían creído vivir políticamente, decenio tras decenio, y hasta el suelo en que tenían puestos los pies; otros, como no entienden lo que ha pasado, piensan que no ha pasado, que es todo engaño o alucinación, que eso que no se parece nada a lo anterior, a pesar de ello es lo mismo, porque así tiene que ser. Como ni unos ni otros tienen mucha imaginación, ni gran talento denominativo, cuando quieren definir la situación en que vivimos suelen emplear curiosas palabras: unos hablan de «traición»; los otros, de «neofranquismo». Yo creo que lo que ha pasado en los últimos veinte meses se entiende muy bien. Basta con mirar y dejar que se dibuje en la mente la figura de lo que realmente ha acontecido, no lo que se suponía que debería suceder. Es la realidad misma la que debe explicarse. Y no se la entiende si se la deforma con esquemas abstractos que nada tienen que ver con ella. Lo que ha pasado -lo que está pasando- en España es muy claro, pero es mucho más asombroso que lo que suele pensarse; yo lo formularía así: en la vida pública española ha funcionado la razón histórica.

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Hay que volver al tema -para mí siempre decisivo- de la legitimidad social, más importante que la mera legitimidad jurídica. En 1936 se perdió, por supuesto en el bando que consistió en su quebrantamiento, pero en seguida también en el otro, porque en él se «aprovechó» la rebelión militar y el comienzo de la guerra civil para romper con lo que hasta aquel momento era la República y empezar «otra cosa» (una revolución, o acaso dos). Indicio de ello es que el 18 de julio fue celebrado, y en el Madrid de la guerra la calle del Príncipe de Vergara (el general liberal Espartero) se llamó avenida del 18 de Julio (antes de llamarse, desde 1939, General Mola).

Durante la guerra en ambas zonas, y en toda España después de la victoria militar, se gobernó en una forma que consistía en ilegitimidad social, porque su principio era precisamente la exclusión del consenso de gran parte del país. Me explicaré, porque la cosa no puede ser más grave.

En mi Introducción a la Filosofía (1947) hablaba yo de las formas políticas en que «una fracción importante del país, como tal, ejerce una dominación coactiva sobre la totalidad, sin contar, ni siquiera hipotéticamente, con el asentimiento del resto de la población, sino al contrario, nutriéndose más bien de su oposición y resistencia». Los que se sienten titulares de ese poderío se consideran virtualmente «dominadores» del resto de la población, «cuya oposición y repulsa del poder constituido resulta esencial. Por eso se trata de formas políticas en las que el consenso general está excluido formalmente y por principio, pues tan pronto como se produjese dejarían de existir como tales». Esta es la situación existente en España de 1936 a 1975, y es la que hoy domina en unas dos terceras partes del mundo, afectadas de lo que pudiéramos llamar ilegitimidad social esencial. El «partido único» (o sus equivalentes) es la expresión política de estas formas de gobierno.

Pero, aunque faltase esa legitimidad social, lo que en España había es legalidad: un sistema de leyes, sobre todo civiles, pero también criminales, incluso de derecho público, con arreglo a las cuales trancurría la vida de individuos y corporaciones. Negar esto sería el mayor absurdo. Los españoles nos hemos inscrito en el registro civil, nos hemos casado, hemos testado, hemos firmado contratos válidos, hemos constituido sociedades, hemos tenido documentos y pasaportes, se nos han reconocido -y a veces negado- ciertos derechos; ha habido, sobre todo en los últimos años, toda una serie de instituciones políticas que han regido la vida del país. Su fundamento era, sin duda, discutible, su legitimidad, precaria o nula -según los casos-, pero su legalidad era notoria.

Esta era la situación que vino a alterar profundamente la muerte del hasta 1975 jefe del Estado y fuente de todo poder político. Nadie destruyó el sistema, nadie «triunfó» sobre él; se extinguió naturalmente, y los mecanismos legales previstos funcionaron; se mantuvo la estructura del Estado, la Monarquía nominal prevista por las leyes vigentes llegó a ser efectiva.

Conviene recordar cuáles fueron los esquemas mentales con que la opinión política reaccionó a la nueva situación. Se pueden resumir en las dos palabras más repetidas en periódicos y discursos durante los primeros seis u ocho meses: reforma y ruptura.

Creo que ninguna de estas dos expresiones era muy afortunada ni inventiva. La primera fue usada por las fuerzas políticas que pretendían mantener lo más posible el régimen que había terminado irreversiblemente, que confundían la legalidad jurídica con la legitimidad social y creían que en política la que cuenta es aquélla. El propósito era reformar el régimen existente. Algunos, lo menos posible; otros, ampliamente y bastante a fondo.

La segunda palabra, «ruptura», fue usada monótonamente, con algunos adjetivos de recambio («democrática», «pactada», etcétera) por la que se llamó -con inaceptable pretensión de exclusivismo- «oposición democrática». Su significación tenía un núcleo bien claro: dar por supuesto que había ocurrido lo que no había ocurrido (la destrucción o derrota del régimen vigente), interrumpir la continuidad del poder, empezar en cero, es decir, sustituir el poder establecido (socialmente ilegítimo) por otro sin títulos claros, que sería una nueva ilegitimidad.

Todos sabemos que no ha prosperado ninguna de estas soluciones: ni ha habido «reforma» ni «ruptura». Se ha mantenido una estricta continuidad de poder, que no ha estado abandonado ni un solo día; no se ha quebrantado la legalidad vigente, no ya en la vida privada, sino ni siquiera en la vida pública; han funcionado los mecanismos legales existentes: Cortes, Consejo del Reino, Ley de Sucesión, etcétera. Pero no para conservar el régimen anterior, simplemente reformándolo, sino para transformarlo radicalmente, para alumbrar otro nuevo y bien distinto. Se ha incorporado así el parcial consenso de los que se sentían solidarios del antiguo -y tenían derecho a ello- para movilizar el proceso innovador al que estamos asistiendo, y que va mucho más allá de lo que los «rupturistas» imaginaban: porque no se trata de una mera sustitución o inversión de lo que existía, con otro equipo y distinta coloración, pero a última hora con análogos principios, sino de la creación de algo nuevo, irreductible a la posición que era el punto de partida y a su contraria.

En efecto, lo que en estos veinte meses se ha llevado a cabo ha sido algo cuya originalidad encuentro asombrosa.

No se ha perpetuado la ilegitimidad social que es la exclusión del consenso, el dominio de una parte del país por otra; no se la ha sustituido por otra análoga, es decir, el relevo de la fracción dominadora por una fracción de la mayoría dominada. Se han utilizado los recursos enteros del país, sin exclusiones, para lograr una transformación radical de las estructuras existentes, sin solución de continuidad, sin saltos ni retrocesos, sin inversión mecánica del cuerpo social. Y digo «radical» no en el sentido de «extremista» -precisamente es lo que se ha evitado-, sino en el sentido literal y fecundo de la palabra: una transformación desde la raíz, de dentro a fuera, sin arrancar nada del suelo nutricio, sin pérdida de la estabilidad, mediante una profunda renovación de la vitalidad. Raíz es sinónimo de origen: cuando digo que ha funcionado la razón histórica, es lo mismo que si dijera que ha funcionado la originalidad creadora que es propia de la historia humana. Tendremos que verlo en su prodigioso detalle.

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