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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El viraje del PCE

LAS NUEVAS orientaciones que ha introducido en su línea política el PCE, después de su legalización el pasado mes de abril, han causado desconcierto tanto a los que piensan que los comunistas son una avanzadilla de las hordas tártaras como a quienes atribuyen un carácter sagrado a las palabras de sus dirigentes. Los cambios afectan a tres aspectos tácticos: la actitud frente a la amnistía total y la legalización de todos los partidos políticos, la aceptación de la bandera bicolor y de la institución monárquica, y la reacción frente a la presentación del señor Suárez como candidato en las elecciones de junio.Ciertos sectores de la izquierda reprochan al PCE su progresivo enfriamiento en la lucha por la excarcelación de los presos y la inscripción en el registro de los grupos situados a su izquierda. Para algunos, las protestas puramente verbales de los comunistas a este respecto son una simple forma de salvar la cara; su deber sería participar activamente en los movimientos huelguísticos y las movilizaciones de calle. No parece que esas críticas sean justas en un momento en el que las alteraciones de orden público pueden brindar el pretexto a quienes desean interrumpir el proceso democrático.

El reconocimiento de la bandera bicolor y la aceptación de la forma de Estado, condicionada a su contenido democrático, también son criticadas a la derecha y a la izquierda del PCE. Sin embargo, son opciones razonables. Tal vez el motivo mayor de sorpresa sea la exasperación e insistencia con las que los máximos dirigentes del PCE explican esa decisión. Ciertamente el celo del converso suele llevar a multiplicar inútilmente o a simplificar indebidamente los argumentos. La renuncia a la bandera tricolor no exige sumarlas e injustas condenas de la II República y menos aún identificar a ésta con el Gobierno que, entre noviembre de 1933 y febrero de 1936, hizo la contra-reforma agraria, sofocó el levantamiento de Asturias y encarceló a militantes socialistas (entre otros, al señor Carrillo), comunistas y cenetistas. Tampoco es aceptable que arbolar banderas republicanas, en mítines públicos y abiertos del PCE, dé lugar a tan enérgicas intervenciones del servicio de orden; bastaría con que los oradores advirtieran que esa enseña no compromete a los organizadores del acto.

Por último, se echa de menos en las explicaciones la inclusión de una autocrítica de los dirigentes que, antes del 20 de noviembre de 1975, descartaron simplificadora y dogmáticamente la posibilidad histórica y política de que la Corona rompiera las ataduras del franquismo y se convirtiera en el motor del cambio. El grave error de análisis implícito en las desgraciadas declaraciones del señor Carrillo a Oriana Fallaci, en vísperas de la muerte de Franco, sobre la inviabilidad de la salida monárquica, quedará como una prueba más de que el método para estudiar la realidad del PCE o es deficiente en sí mismo o está mal aplicado por quienes lo utilizan.

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Finalmente, el PCE ha mantenido una ambigua postura a la hora de juzgar la irrupción del presidente Suárez en la arena electoral. Por un lado, el señor Carrillo declaró en RTV E que la decisión del señor Suárez entraba en la «lógica de la política», expresión que en labios de un dirigente político suena más a valoración positiva que a simple explicación; porque la «lógica de la política» puede también dar cuenta de la permanencia en el poder durante cuarenta años del general Franco. Por otro, el señor Tamames, en el mitin de San Blas, y otros candidatos comunistas han criticado a la UCD en términos indistinguibles de los que emplean el señor González o el señor Gil Robles.

Pero, a menos que estas últimas actitudes sean el anuncio de una rectificación de la postura inicial del PCE, las palabras de su secretario general tienen mayor autoridad que los discursos de otros militantes. El señor Carrillo, al escatimar las críticas a la UCD y exagerar al máximo las posibilidades electorales de Alianza Popular, refuerza el argumento básico de los defensores de la candidatura del señor Suárez. De esta forma, el PCE se separa ostensiblemente de la Federación Demócrata Cristiana, del PSOE y de los partidos no legalizados, los cuales, aun considerando también a Alianza Popular como su «enemigo principal», se muestran escépticos respecto a su éxito en las urnas, temen que el apoyo gubernamental a la UCD ensucie las elecciones y en ningún caso admiten que la derrota del neofranquismo justifique la utilización de cuñas de la misma madera. La UCD gubernamental morderá indudablemente sobre la clientela electoral del centro y del centro-izquierda, arrebatando votos a democristianos y socialistas y no incidiendo apenas sobre el electorado comunista. El PCE nada pierde en esa operación; y gana incluso la posibilidad de constituirse en el futuro como la fuerza hegemónica de la izquierda, en un modelo más cercano al italiano que al francés.

Por lo demás, las intervenciones públicas de la señora Ibárruri tras su regreso a España arrojan ciertas interrogantes acerca de la unanimidad del grupo dirigente sobre dos importantes virajes anteriormente dados por el PCE.

Por un lado, la revisión «eurocomunista» de algunos postulados básicos del leninismo, que hace no muchos años hubiera supuesto la fulminante expulsión del militante que se hubiera atrevido a proponerla, no parece compatible con la «unidad de la doctrina» preconizada por la señora Ibárruri. Por otro, los estereotipados elogios de la Unión Soviética pronunciados por la presidenta del PCE tampoco encajan muy bien con la nueva valoración que hacen los comunistas españoles de los llamados países socialistas

El afloramiento de estas discrepancias no es sorprendente. Al fin y al cabo, la profunda revisión de la teoría y la estrategia del PCE está siendo llevada a cabo por el mismo grupo dirigente -procedente en su mayoría de las Juventudes Socialistas Unificadas-, que a lo largo de varias décadas defendió con idéntico celo y aplomo posiciones diferentes y aún opuestas. No sólo el equipo político de las clases dirigentes cambia de doctrina para mantenerse en el poder. Y si bien esa especial combinación de solidaridad y disciplina que mantiene unidos a quienes combatieron durante tantos años contra el franquismo ayuda a explicar su aceptación de tesis anteriormente heterodoxas, tampoco puede extrañar que se produzcan resistencias o simples desfases en quienes no terminan de comprender cómo lo que ayer era una traición al marxismo, hoy es una aplicación creadora del mismo.

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