La importancia de las cosas
SI DE la lectura de la prensa francesa se desprendiera que el vecino país se encuentra obsesionado con la concesión o denegación de pasaporte a Pierre Lagaillarde o con la aparición de banderas bretonas o con el aumento de la práctica del top-less en las playas de Niza, estimaríamos que el francés es un pueblo demente o, como poco, de gente escasamente seria.Pues bien, en España, de una u otra forma, con mayor o menor atención en la prensa son a la postre grandes temas nacionales la concesión de pasaportes a un reducido grupo de exiliados, la retirada de «ikurriñas» o la persecución del nudismo en Ibiza y Formentera.
Causa sonrojo que un centenar de exiliados españoles ocupen nuestro consulado en París como protesta por la lentitud en la tramitación de sus pasaportes. De alguna manera se ha dado pie para esa protesta. En París puede haber a lo sumo medio millar de refugiados sin pasaporte. Esos documentos bien podían haber sido tramitados en veinticuatro horas. Pues no. Cierta vocación por las pequeñas cosas parece obligar a altos funcionarios a construir una montaña con un grano de arena, a demorar los trámites, a entrar en la casuística de cada futuro recipiendario, a complicar, en suma, las cosas sencillas.
El tema del pasaporte a Santiago Carrillo ha devenido en otra de las grandes cuestiones nacionales por obra y gracia de la política de pequeñeces que aún priva en el país. No existe razón jurídica que avale la denegación de pasaporte al señor Carrillo -ciudadano español que, por lo demás, se confecciona y prueba los trajes en su sastre de Madrid al que acude cuando lo cree conveniente-. Entregar al señor Carrillo su pasaporte no implica más que su llegada legal a Barajas donde será recibido por sus partidarios; -al día siguiente esos partidarios le ofrecerán una cena-homenaje en un restaurante de Madrid y a partir de ese momento será lo que es: un político con la importancia que le confiere su rango de secretario general de un partido. Nada más.
Pues tampoco. Los tenaces forjadores de mitos parecen empeñados a la ardua tarea de convertir el retorno del señor Carrillo en un tema de Estado.
En un momento de aguda crisis turística, mientras centenares de empresas y millares de trabajadores ven cómo se acerca el riesgo de la quiebra, nuestras autoridades tienen por necesario enviar a las fuerzas de orden público a vigilar tras los pinares de las contraplayas ibicencas a las pacíficas familias extranjeras o españolas que toman baños de sol integral.
Todo esto, que no es más que una somera sintomatología de cosas y sucesos más numerosos e importantes, resulta difícil de entender. Cuando tenemos problemas acuciantes de paro, de endeudamiento nacional y de inestabilidad política, no pocos de nuestros gobernantes parecen empeñados en invertir el orden de gravedad de los acontecimientos.
Este parece ser un país donde algún gobernador civil, al ser cesado, se despide con discursos y proclamas que podrían superar la letra de la «Cabalgata de las Walkirias». De ahí para arriba el escalafón estatal depara toda la gama de las sorpresas de la dignidad del poder mal entendida, la vacuidad, la cortedad de miras, la falta de imaginación, la suficiencia de los ignorantes y la impotencia de unos administradores que no parecen capaces de deslindar lo que es importante de lo que no lo es.
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