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Peter Sagan proclama en Revel la verdad de la generosidad

El campeón del mundo, segundo en un sprint que dio la victoria al australiano Matthews

Carlos Arribas
Matthews celebra su victoria en la 10ª etapa del Tour de Francia.
Matthews celebra su victoria en la 10ª etapa del Tour de Francia.Kim Ludbrook (EFE)

En territorio cátaro irredento, un martes de tramontana, Peter Sagan sentó las bases de su fe herética, y en la meta de Revel, donde no había ganado, se multiplicaban los fieles. Eusebio Unzue fue uno de los primeros en proclamar su fe, llegando a asegurar que si el eslovaco luminoso en su maillot arcoíris hubiera llegado a ganar la etapa se habría arrodillado ahí mismo, junto a su autobús, sobre el sucio y el áspero asfalto, sin importarle mancharse o herirse las rodillas, y rezarle a San Pedro Sagan, fuerte y noble. Y bravo y juguetón, hasta pareció no afectarle que le derrotara en el sprint final el rápido australiano Michael Matthews, uno que quiere ser como él.

El mistral soplará hasta la cima del Ventoux

Según el pelotón viaja hacia el este, hacia la Provenza del Mont Ventoux y los campos de lavanda, la tramontana que hizo grande a Sagan en el país cátaro pasa a llamarse mistral, y seguirá soplando fuerte, lo que el pelotón teme. En la etapa de hoy, llana hasta Montpellier, el miedo dominante generado por el viento frío del norte será a los abanicos, que a veces, en otros Tous, han tenido carácter violento, como aquel que le organizó Armstrong a Contador en 2009.

En el Ventoux, el mistral no soplará mañana de lado, sin o de cara en los últimos kilómetros, los descarnados y desprotegidos desde el bosque que se deja en Chalet Reynard hasta la cima azotada: quien ataque, lo tendrá que hacer desde lejos.

Al ritmo del color del cielo y de Sagan, y todos sus colores en su maillot, y una respuesta para cada condición, el pelotón ascendió hasta el techo del Tour, los 2.400 metros de Envalira, en la frontera andorrana, y descendió con suavidad hacia la llanura, donde el viento. El azul claro de la ascensión lo animó, con Sagan, Valverde, quien con el ánimo infantil de quien se divierte jugando al escondite inglés (ahora que no me ves, me muevo; ahora que miras, me paro) se movió entre los innumerables atacantes de primera mañana y puso de los nervios, un día más, a Froome y sus Sky, que se mueven a ciegas como quien no sabe por dónde le puede llegar el peligro, y desconfían. Y cuando coronaron la cima Henri Desgrange a unos segundos de su conquistador, Rui Costa (5.000 euros para él) y se vieron de repente congelados en una nube inmóvil en la ladera del descenso que no dejaba ver el cielo, una niebla en la que no se veía ni escupir, y Sagan siempre bullidor en cabeza, a la memoria visual de Froome le asaltaron imágenes televisivas de Nairo lanzándose entre la nieve del Stelvio y la niebla para ganar el Giro del 14. Pese a que para meta quedaban más de 150 kilómetros sin relieve ascendente, el inglés inseguro y fantasiosos llegó a temer que Nairo le hiciera un Stelvio allí mismo, y así lo confesó, y no pudo disfrutar, como contó Kreuziger en la meta aún alucinado, de la sensación hipnótica de bajar entre algodón a ciegas y sin dar pedales, como suspendidos en el aire. Entre la niebla Sagan, San Pedro padre de los cielos, no disfrutó de las lisérgicas sensaciones de sus colegas, sino que pedaleó fuerte y decidido para estabilizar la fuga de más de una docena de corredores que se había forjado a su alrededor y enfrentarse con tiempo en el llano a su siguiente desafío, el viento que había dejado el cielo azul fuerte sin nubes, luz de mediodía.

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Sometido al embrujo del eslovaco y movido al son de las peleas intestinas entre equipos con sprinters y sin sprinters, con fugados y sin fugados, en la que el Katusha de Kristoff tenía la peor jugada, con y sin, y el IAM suizo la más tonta, sin y sin, el pelotón persiguió por rachas. Cuando el Katusha se cansó de que nadie le ayudara, y viendo cercano el riesgo de caer en la melancolía a la que conduce el esfuerzo inútil, fue el IAM castigado el que le sustituyó con éxito también escaso, y todos, más tarde se rindieron a la tramontana, el viento con el que se alió Sagan para proclamar su magnificencia.

A 25 kilómetros de la meta, con el viento secándole la mejilla izquierda con fuerza, pues entraba del oeste de cara a tres cuartos, casi de perfil, el campeón del mundo se pegó a la cuneta derecha y forzó la marcha en progresión organizando un abanico unipersonal. En fila detrás de él resistían como podía los que pudieron, media docena. Entre ellos había tres Orica, el equipo de Matthews, que se organizaron para acabar, con saña y método, con Sagan, quien como un toro de aplauso nunca temió el castigo, Uno de ellos, Durbridge. Aceleró; otro, Impey, le atacó tres, cuatro, veces, y Sagan le respondió hasta no poder más, y el tercero, Matthews, le remató en la última recta. Y aun así, Sagan increíble con su herejía de ciclismo generoso en tiempos de egoísmo y miedo, terminó segundo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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