Ni un paso más
Veo a Luis Roldán fuera de la cárcel y me digo, ¡quieta ahí! No des ni un paso más. Me acuerdo, eso sí, de la Caja de Huérfanos. ¿Se puede ser más chorizo, más indeseable y más desaprensivo que un director general de la Guardia Civil que roba los fondos de una caja donde los guardias ingresan voluntariamente, cada mes, una parte de su sueldo para asegurar el porvenir de los hijos de sus compañeros muertos? No se puede ser peor persona, y sin embargo, está en la calle. Por eso, cuando le veo, tengo que decirme, ¡quieta ahí! Y no doy ni un paso más.
Más allá de la justicia y de la injusticia, de la indignación y del millonario botín que tiene escondido en alguna parte, Roldán ha cumplido su condena. Parece evidente, pero hay que repetirlo. Lo mismo ocurre con El Rafita, o con el asesino confeso de una muchacha cuyo cadáver no aparece, para evocar, en condiciones muy dolorosas, un viejo axioma: sin cuerpo del delito, no hay delito. Entiendo la frustración, la desesperación, la rabia de los que piden mano dura, pero no se pueden cambiar las leyes que garantizan una oportunidad de futuro a la mayoría por un solo fracaso, por muy sangriento que sea su crimen, por muy insultante que resulte su libertad.
Corren malos tiempos para sostener estos principios, y más cuando los jueces, lejos de dar ejemplo, suscitan a diario sospechas de arbitrariedad irresponsable. Pero peor sería vivir en un país donde existieran la pena de muerte y la cadena perpetua, donde se condenara a un imputado sin evidencias, donde una denuncia bastara para encarcelar a una persona. No pienso en Roldán, en El Rafita, en Carcaño, sino en los futuros inocentes a quienes el endurecimiento de las penas obligaría a tratar injustamente. Y comprendo que es difícil estarse quieto, pero un Estado de derecho no se mide en la facilidad, sino en las dificultades.
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