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Columna
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La misa

Al tiempo que las iglesias pierden feligreses, una vez al año, por Navidad, se celebra en la calle algo que no parece un oficio religioso sino un mitin político, un acto público de resistencia. Desde un punto de vista puramente católico resulta algo incongruente, más propio de una organización que se siente amenazada y responde histéricamente que de una fe que congrega a sus fieles y les invita al hermanamiento espiritual. El hecho mismo de que la gran misa por la supervivencia de la familia se celebre en navidades en un país donde los lazos familiares son tan poderosos (en creyentes y no creyentes, en católicos y no católicos) convierte a las autoridades eclesiásticas en cegatas, en defensoras de una España que ya no existe y que hace mucho tiempo que quedó atrás, porque instituir como ejemplo familiar esos clanes de nueve hijos es algo irreal ahora pero cuando yo nací ya se trataba de algo excepcional. La familia está en peligro, dicen, pero las estadísticas lo desmienten: la protección familiar en nuestro país funciona como un resorte allá donde fallan los mecanismos de protección públicos y merma a diario el azote de la crisis.

Más bien parece que la Iglesia utiliza la supuesta crisis familiar como estandarte para defender la supervivencia de su propia institución, que tampoco creo que esté en peligro, pero que muestra una feroz resistencia a admitir su anacronismo respecto al país que tiene delante de los ojos, en el que la fe católica ya no es la única, los que no profesan ninguna fe son ciudadanos de primera y lo sensato es un Estado laico en el que los sentimientos religiosos se expresen en privado.

¿Qué de malo hay en eso? ¿No son los templos los lugares ideales para el recogimiento? Los obispos han decidido azuzar a su sector más fanático. De momento, esa táctica no les ha llevado más fieles a sus iglesias.

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