Sombras
¿Y no habría preferido usted fracasar como arquitecto en vez de haber fracasado como actor de cine?, pregunta, en la mesa de al lado a la que yo apuro el gin-tonic de media tarde, una chica joven a un hombre maduro. Entre ambos, un magnetofón encendido. Observo de reojo al hombre maduro, pero no me suena su cara. Tampoco la de la reportera. En cualquier caso, la pregunta, por diabólica, me obliga a reflexionar. Si yo tuviera que elegir una forma de fracaso alternativa a las que me han sido impuestas, ¿por cuál optaría? Se trata de un ejercicio extraño, como elegir el número de la lotería con el que me gustaría perder o la jugada de póquer con la que preferiría arruinarme. Siempre me gustó San Manuel Bueno, el personaje de Unamuno que tras dejar de creer en Dios, y quizá por eso, se convertía en un sacerdote ejemplar. He ahí un fracaso noble.
Continúo atento a la conversación. El actor de cine fracasado tarda en responder a la reportera pérfida. Finalmente dice que si pudiera elegir optaría por fracasar como fracasado. Parece un juego de palabras, un ardid para escapar de la encerrona, pero quizá en la respuesta haya alguna sustancia. Me pregunto si fracasar como fracasado equivale a un fracaso doble y me viene a la memoria un título de Julio Ramón Ribeyro: La tentación del fracaso. ¿Acaso es esta tentación más fuerte que la del éxito? ¿Es más sana, más estimulante? ¿Nos previene de algún tipo de desengaño? Un amigo de juventud aseguraba que el éxito era una forma de traición. ¿Sería entonces el fracaso un modo de fidelidad? ¿Y de fidelidad a qué? Oscurece al tiempo que se deshacen los hielos en mi vaso. La calle se llena de sombras poco a poco. Pido otro gin-tonic. La reportera mira el reloj y decide rematar la entrevista preguntando al actor fracasado por su vida actual. Cuido de una nieta, dice él.
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