Sexo turbio
Para la Iglesia católica un clérigo pederasta, que corrompe a 20 monaguillos, sólo es un pecador, no un delincuente propiamente dicho. Si se descubre su vicio nefando, el jerarca superior preocupado por el escándalo que pueda causar entre los fieles su conducta desordenada, tratará en primer lugar de encubrirlo, luego lo llamará en secreto a consulta para rogarle con más o menos ahínco que pida confesión y si el caso ha sido muy sonado, le obligará a cambiar de parroquia. Por muy execrable que haya sido su pecado, si se arrepiente, quedará absuelto mediante una penitencia simbólica, como pueda ser un padrenuestro y tres avemarías. El clérigo pederasta será perdonado tantas veces como vuelva a echarse otro monaguillo al plato, siempre que repita el acto de contrición después de cada caída, puesto que la Iglesia tiene una ilimitada comprensión hacia la debilidad de la carne, sobre todo si la carne es la eclesiástica. En derecho canónico la pederastia no es un delito que haya de denunciar a la justicia ordinaria para que el clérigo responsable dé con sus huesos en la cárcel. Sólo habla de pecados que pueden llevarle al infierno y una vez en el infierno, échele un galgo. Por otra parte, ningún escándalo de sexo o de sangre ha podido con la Iglesia católica. A lo largo de su historia hubo papas incestuosos como Alejandro VI, quien en los casos en que no podía asesinar directamente a puñal, impartía con suma pericia el sacramento mortal del veneno; hubo inquisidores que convirtieron en teas humanas a grandes científicos y humanistas; hubo cardenales que castraron a los niños de la escolanía y los convirtieron en eunucos para mantener sus voces blancas. Todo lo que no mata, engorda. En el fondo este es el argumento que esgrimen los apologistas para demostrar el origen divino de la Iglesia, puesto que este cúmulo de crímenes, cismas y guerras de religión no ha podido con ella. Pero la jerarquía eclesiástica debe saber que hoy, antes de hablar de la fe, hay una cosa muy elemental que cumplir: en lugar de encubrir, absolver y mandar al clérigo corruptor de menores a un convento para que haga penitencia, su deber es entregarlo a la justicia ordinaria con el mismo celo con que lo hace con el ladrón que descerraja un sagrario y roba un copón.
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