Reinas
Una niña vista de espaldas sobre una tarima, con los brazos abiertos y una batuta en la mano derecha. El Instituto de la Mujer emprendió una campaña en los años ochenta del siglo pasado, para afirmar que la niña de la foto, de mayor, sería lo que ella quisiera. En aquella época, yo aún no tenía hijas, pero al ver aquel cartel, me emocionaba pensar en su futuro.
El paso del tiempo me ha dado la ocasión de ver a españolas dirigiendo orquestas sinfónicas y, a cambio, la oportunidad de comprobar, una vez más, que el progreso es un azar improbable. Ahora, cuando demasiadas niñas, de mayores, quieren ser Cenicienta, confieso que la pompa y circunstancia de la pequeña Kate me abochorna menos que el éxito de una mujer madura que ni siquiera es la consorte del emir de Catar, porque comparte su harén con otras dos esposas legítimas y, supongo, un número indeterminado de ilegítimas. Vestida de alta costura, admirablemente operada y pintada como una puerta, la jequesa Mozah se nos propone como otro modelo publicitario, el de la nueva mujer árabe. Las antiguas deben ser todas las demás, millones de mujeres desprovistas de cualquier derecho, confinadas en hogares como cárceles y tiranizadas por dos clases de monarcas absolutos, sus propios maridos y maridos como el de Mozah, mientras ella las representa viajando sin parar, para dar lecciones de glamour en medio mundo.
Tal y como están las cosas, a veces no sé para qué escribo esta columna. Hoy sí. Hoy la escribo para recordar que cualquier protagonista de un cuento de hadas, ya haya nacido Cenicienta o princesa del guisante, guapa o fea, en Oriente o en Occidente, es ante todo el útero en el que un hombre, que ostenta el título de rey porque sus antepasados proclamaron haber recibido el poder de las manos de Dios, engendra un heredero. Todo lo demás, aunque sea de Chanel, es accesorio.
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