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Columna
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Niños y libros

De entre los muchos placeres que comporta el privilegio de vivir una jornada como la de hoy desde el otro lado del mostrador, desde el punto de vista de quien escribe, quizá el más exquisito sea el de observar a los niños.

Vivo el Sant Jordi desde que era cría, y sin duda en esas actitudes a veces tímidas, a veces chulescas -la gracia chula de no querer confesarse intimidados-, me veo a mí misma en su situación, y al hacerlo recuerdo una de las mejores aventuras que me deparó mi niñez: aprender muy pronto a comprender el sentido de las palabras que contienen los libros.

Mientras atiendo a los adultos y firmo, miro a los niños que les acompañan por el rabillo del ojo. Mientras no firmo, les contemplo con desfachatez, y me dejo observar por ellos con esa valentía que parecen reservar para enfrentarse a alguien que hace cosas raras, cosas que los adultos parecen apreciar mucho, pero que dónde vas a parar, son muy poco si las comparamos con ser bombero o salvavidas en una playa o cirujano o especialista en autopsias.

De esa curiosidad con que van de una caseta a otra, zarandeados por la muchedumbre, tironeados cariñosamente por sus padres, aleccionados... De ese trajín rescato a veces un gesto mínimo -un movimiento de cejas, un brusco cerrar de párpados, una sonrisa dirigida sólo a sí mismos-, rescato emociones mías muy tempranas, y veo en esos pequeños concretos atisbos del mundo propio que están empezando a construirse con su imaginación y sus lecturas.

No hay espectáculo más hermoso que ver a un pequeño -o a una pequeña- feliz. Pero ¡adivinar que lo es porque ya ha descubierto que entre la literatura y sus secretos existe un puente de ida y vuelta! Eso es lo mejor de todo.

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