Invitados
El televisor es un electrodoméstico que transforma cualquier rostro, espectáculo o tragedia en un conjunto de algodones azules y rosas. Entronizado en el salón o en la intimidad del dormitorio, este aparato tiene un mando a distancia en forma de cetro de Agamenón, que le da un poder absoluto a su dueño, quien con sólo apretar el dedo hace desaparecer de la pantalla, lo que equivale a borrar del mundo, a cualquier tipo que se ponga pesado, ya se trate del rey de oros o el de bastos. Cuando un político aparece en televisión convocado por el mando a distancia se convierte en un invitado que el dueño recibe en casa. El hogar es el refugio donde uno se siente a salvo. Con mejor o peor gusto suele estar decorado con lámparas dulces, visillos con puntillas, sofás con peluches y camas con un embozo amoroso, que constituye la última barricada frente a todos los enemigos imaginarios. Estos enseres se hallan dispuestos de forma que sobre ellos reine siempre el televisor. Este aparato tiene una regla de oro, que no viene en el folleto de instrucciones: la persona que asoma el rostro por la pantalla se incorpora al ambiente de la familia, por tanto deberá comportarse a tono con la cortesía del anfitrión. Cualquier grito o insulto que emita este invitado lo convertirá automáticamente en un intruso maleducado. Nadie, y menos un político, puede permitirse el grave error de montar una reyerta tabernaria en una casa ajena. Si este principio televisivo se aplica a la política, se puede comprender que Rajoy perdiera el debate con Zapatero no por los argumentos que expuso, sino por el rechazo que generaron sus improperios al adversario. Los insultos se soportan con mucha dificultad en el Congreso o en los mítines, pero en la tranquila armonía del hogar suenan como esos disparos que asustan y hacen ladrar a los perros. En su debate por televisión Rajoy y Zapatero eran dos invitados a nuestra casa. Más allá de la dureza y el rigor que los espectadores deseaban, Zapatero siguió la regla de oro de la televisión: diluyó sus palabras nada agresivas en el suave clima familiar y en la luz amarilla que desprendía la tortilla de patatas; en cambio Rajoy se comportó como el energúmeno salido de madre, que derriba todas las lámparas.
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