Díganme cómo
No se puede estar tres años echando leña al fuego del Apocalipsis para obtener estos resultados de mierda. Ni las manifestaciones masivas ni las banderas al viento ni los informativos de Telemadrid ni los himnos patrióticos ni el crujir y rechinar de dientes ni la Conferencia Episcopal ni las homilías radiofónicas ni el titadyn ni la mochila ni la furgoneta Kangoo ni los paseos de De Juana Chaos ni el tronante Acebes ni el diabólico Zaplana, ni el temible Aznar... He perdido un huevo de territorio, que es como perder masa muscular (la encefálica está secuestrada en FAES), a cambio de una calderilla de votos. A dónde vamos con ciento cincuenta mil votos que además he de agradecer a Gallardón, cuya factura tengo ya encima de la mesa. Si la gente no se ha creído un fin del mundo tan bien narrado, ¿cómo convencerla de que ese puñado de papeletas representa un hito mariano, un éxito histórico, una victoria sin precedentes? ¿Qué sacamos a la calle en el año escaso que nos queda? ¿Vendemos más catástrofe, más religión, más inseguridad, más terrorismo? No es cierto, maldita sea, que el pesimista siempre tenga razón. ¿Acaso no he derrochado pesimismo? Si hay en el partido alguien capaz de hacer pronósticos más negros que los míos, le cedo el puesto desde ya. Auguré que el Sol se oscurecería, que las tinieblas caerían sobre España, que la tierra se abriría bajo nuestros pies, que la balanza de pagos se volvería loca, que el producto interior bruto se iría al carajo, que nos invadirían los moros, que los niños serían utilizados en ritos diabólicos, que la sequía se prolongaría mientras el anticristo de Zapatero permaneciera en la Moncloa... Mis asesores dicen que quizá haya llegado el momento de sacar las siete plagas de Egipto. Pero si a los votantes les importa un pito Navarra, que es tan nuestra, ya me dirán lo que les puede preocupar un país árabe. Tal vez, me digo, si no funciona el miedo, funcione la ilusión. Tenemos un año para transmitir una imagen de optimismo, de fe en el futuro, de confianza en nuestras posibilidades. ¿Pero quién se imagina a Zaplana repartiendo flores, a Acebes predicando la paz, a Aznar tocando el violín, a Rouco Varela abrazando al cura Castro, o a mí mismo pidiendo a los electores que no se cabreen? ¿Se puede vivir sin estar permanentemente cabreado? Díganme cómo.
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