El mejor de todos los viajes
El nombre de uno de los narradores más altos del siglo XIX no se encuentra nunca en los manuales de literatura. A un lector de Dickens, de Flaubert, de Galdós, de Tolstói, rara vez se le ocurrirá que un constructor de mundos de palabras tan asombroso como cualquiera de ellos fue Charles Darwin, cuya vida larga y fértil coincide con la gran edad de las novelas, y cuya prosa, que cambió para siempre la comprensión científica de la vida sobre la tierra, posee una fuerza narrativa que sólo pueden compararse con las de las grandes novelas. Balzac quería que la novela compitiera con el registro civil en su fecundidad de personajes; Tolstói, en Guerra y Paz, levantó una enciclopedia de las mínimas aventuras humanas y de los grandes oleajes de la historia desatados por las guerras de Napoleón; en Casa desolada Dickens empieza contando el cuento tortuoso de un proceso judicial que no se resuelve nunca y termina abarcando en casi mil páginas todo el hervidero de la vida en Londres: la ciudad entera emerge de una niebla alumbrada por faroles de gas tan poderosamente como la tierra surge del caos en los mitos primitivos.
Casa desolada se publicó en forma de libro en 1853. Hace ahora ciento cincuenta años justos, en 1859, Darwin se decidió a publicar El origen de las especies, que exploraba la pululación y las genealogías de la vida sobre la Tierra con una ambición abarcadora que iba más allá de la de cualquier novelista. El arte paradójico de la novela es revelar una verdad acerca del mundo y de los seres humanos que se basa en observación aguda de lo real pero a la que sólo puede llegarse a través de la ficción. Nada queda en apariencia más lejos de la invención novelesca que el conocimiento experimental de un científico; pero en ambos casos la revelación sucede en el choque de lo observado con lo intuido, en el modo en que ciertas briznas muy limitadas de experiencia obtenidas gracias a la búsqueda y también al azar cobran la forma deslumbrante de una teoría, o la de una novela. El taller quimérico del novelista es un desorden de objetos a menudo inútiles y descabalados que ha ido recogiendo por ahí tan sin propósito como recogía Picasso tuercas o clavos o trozos de metal por la calle; fragmentos de recuerdos, de historias escuchadas, imágenes sueltas, fotografías, canciones, rescoldos de antiguos entusiasmos, libros leídos y medio olvidados, nombres que le llamaron la atención sin saber por qué. De manera primero inconsciente, luego más o menos calculada, siempre en un equilibrio inestable entre el empeño y la casualidad, entre el desaliento y el fervor, todos esos materiales de origen tan diverso y en principio tan ajenos entre sí acaban confluyendo en la textura unitaria de una novela, como un estallido que da lugar a una forma. La duración concreta de su escritura tiene una importancia secundaria: sin que uno lo supiera la novela ha estado escribiéndose mucho antes de surgir como una posibilidad en la conciencia. Darwin publicó El origen de las especies cuando tenía cincuenta años, pero el libro, ignorado todavía por él, había empezado a escribirse hacía más de media vida, en 1831, cuando ese anciano con barba de patriarca bíblico y boscosas cejas blancas que ahora asociamos con el nombre Charles Darwin era un muchacho de veintidós años, algo atolondrado, sin una vocación muy precisa, de clase alta, aficionado a la Historia Natural, religioso sin mucha convicción, con vagos proyectos de estudiar para párroco de alguna confortable rectoría en el campo. En septiembre de 1831 recibió una invitación para unirse al viaje del Beagle, un velero del Almirantazgo que iba a recorrer durante dos años las costas de América del Sur en una expedición entre científica y colonial. Darwin no viajaba en calidad de naturalista: tan sólo como caballero acompañante del capitán del buque, ya que éste, por razones de estricta etiqueta de clase, no tenía permitido codearse con los oficiales y la marinería. El viaje que iba a ser de dos años se dilató en una vuelta al mundo que acabó durando cinco. Darwin odiaba el mar -odiaba cada ola, escribió en una carta, una por una- y estaba siempre mareado. Al cabo de cinco años de viaje el muchacho era un hombre en la plenitud de su inteligencia y había atesorado toda clase de muestras y especímenes recogidos por él en las tierras australes y en las islas del Pacífico, y además había escrito un diario que al cabo de poco tiempo se convirtió en su primer libro. Lo que no publicó fue un cuaderno en el que había anotado los primeros bocetos de una idea todavía en germen que tituló cautelosamente: On transmutation of species, como un novelista que apunta una primera idea improbable sobre la que aún no dice nada a nadie.
En la colección de Clásicos de Espasa acaba de salir una edición espléndida del Voyage of the Beagle, con un título tentador como de novela de Julio Verne, Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo, traducida por Juan Mateos. Yo no me canso de leer ese libro. Tan gustoso es bebérselo de la primera página a la última como abrirlo al azar y dedicarle unos minutos. No creo que hubiera habido desde Herodoto un viajero tan curioso como Charles Darwin. A Darwin le interesa todo, se fija en todo, lo describe todo. La riqueza del mundo se despliega ante él como una catarata de tesoros que no se acaban nunca: los cambios de color de un pulpo; la anatomía de una babosa encontrada en la isla de Cabo Verde; un árbol solitario en la pampa que es sagrado para los indios nómadas; las formas diversas de los picos de los pinzones en cada una de las islas Galápagos; el cuidado con que una araña mantiene viva a la avispa a la que ha apresado en su tela, de modo que puede seguir más tiempo alimentándose de ella; un baile de sociedad en Tasmania; los cantos de los esclavos antes del amanecer en una hacienda de Brasil; el horror y la vergüenza de la esclavitud; los matices de gris verdoso y de azul oscuro en las nubes que se forman a la caída de la tarde sobre la montaña del Pan de Azúcar; la danza de una tribu llamada de Las Cacatúas Blancas en una playa del Pacífico, a la luz de las hogueras; un islote donde la única forma de vida terrestre son ciertos ácaros caídos tal vez de las plumas de los grandes pájaros viajeros...
En una época en la que las imágenes de lo no directamente familiar eran muy escasas Darwin describe lo desconocido haciéndolo visible. Por los mismos años en los que él escribía Flaubert se exasperaba buscando la palabra justa. Juan Ramón Jiménez le pide a la inteligencia que le diga el nombre exacto de las cosas: las palabras de Darwin tienen la precisión de la poesía y de la ciencia. Con cada una de sus observaciones infinitesimales estaba tanteando, construyendo sin saberlo aún, la teoría de la evolución, la trama de novela más colosal y verdadera que nadie ha inventado nunca. -
Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo. Charles Darwin. Traducción de Juan Mateos de Diego. Espasa-Calpe. Madrid, 2008. 504 páginas. 26 euros.
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