Los guardianes del límite
Hace un par de años, la editorial Funambulista publicaba las memorias de infancia que Stanislaw Lem escribiera en 1966, El castillo alto. El epílogo de aquel libro lo iniciaba una frase que al lector, consciente de lo que sucedió en Polonia a partir de 1939, se le antojaba tan hermosa y serena como inquietante: "Cuando yo era niño, no murió nadie". Pues bien, la que fuera primera novela del más afamado de los novelistas polacos de posguerra, El hospital de la transfiguración, sucede en 1940 y lo que jamás se podrá afirmar tras su lectura es que en ella no se levante alguna que otra acta de defunción. Sin embargo, el relato se halla muy por encima de esos productos charcuteros, envasados al vacío, donde abundan los gruppenführer y los obergruppenführer casi tanto como el regocijo en la meticulosa descripción del vandalismo nazi en la retaguardia de su frente oriental. Esta novela está escrita por el artista que Lem ya era en 1948, año en que se fecha una obra no publicada por motivos de censura hasta 1955.
El hospital de la transfiguración
Stanislaw Lem
Traducción de Joanna Bardzinska
Impedimenta. Madrid, 2008
328 páginas. 21,95 euros
Pero hablábamos de la muerte. La historia empieza con una, la única natural. Stefan, el joven médico protagonista, se traslada a Nieczawy para asistir al funeral de uno de sus tíos en representación de su padre enfermo. La dinámica de los personajes en ese rito ya delata la extrañeza de las conductas que se derivan de la humillante ocupación. Por esos azares de la vida, una vez acabado el protocolo fúnebre Stefan encuentra a un condiscípulo de facultad que le ofrece un puesto en un manicomio cercano. Stefan acepta, más por mantenerse alejado del fracaso general que por desenfrenada pasión hacia la psiquiatría. Ya en el sanatorio, conoce a locos y a cuerdos. Y aunque ese lugar parezca una isla -nada paradisiaca, ciertamente-, el lector percibe cómo el campo magnético de la ocupación trastorna de algún modo a los cuerdos, mientras los locos, como una tribu primitiva y remota que desconoce la existencia de algo llamado Historia, viven ajenos a cualquier inquietud civilizada. Pero la Historia llega en forma de pelotón de las SS y caen las máscaras de los cuerdos. De ese modo, si el mediocre director del sanatorio resulta al fin un ser humano lleno de responsabilidad y coraje, la heterodoxia del eminente neurocirujano era sadismo, y el pomposo y genial poeta se nos antoja un pomposo cabronazo del montón. "Altura de las circunstancias" no es una expresión vacía; sobre todo cuando las circunstancias arrollan de un modo salvaje, impredecible y absurdo. Para Stefan ya sólo tiene sentido el latido del corazón de una mujer apenas conocida.
Así contada, El hospital de la transfiguración sólo sería otro ejemplo de la avalancha de réplicas de La montaña mágica que abundó, como caracol tras la tormenta, en la última posguerra mundial. Algo de eso hay, no vamos a negarlo. Como también se deja ver esa violencia secundaria, indirecta, casi rebotada, que deriva de una violencia de superior magnitud y que, por nuestros pagos, creó aquella manera, el tremendismo, que hoy es una nota al pie en los manuales. De todos modos, se establece con facilidad la diferencia entre esta joya y sus tremebundas coetáneas. Y lo haremos mediante un acto de imaginación y una cita. El acto de imaginación es hacer nuestra la excitada alegría del editor al leer el manuscrito de un escritor novel y la inmediata frustración al reparar en que no debe publicarlo, al menos de momento, porque su carga oculta es mucho más subversiva que las obvias descripciones de matanza y degüello. Y las citas hablan solas. Así, tras un entierro: "La gente fue desprendiéndose poco a poco de aquella seriedad ceremoniosa que le había embargado hasta el momento, de aquella lentitud en gestos y miradas. Un espectador no muy avisado pensaría que se hallaba ante un grupo obligado a caminar de puntillas hasta que de repente se ha cansado de hacerlo".
Además de su estilo y magnífica estructura -no arrolladora, pero muy astuta, una alternativa que a veces escapa al gusto de cierto lector impaciente o malcriado por el cine- en la novela abundan cualidades muy notables. Y no es tanto el contraste que se organiza entre los inesperados bandazos en el "mundo cuerdo" y los cambios impasibles en el paisaje según se suceden las estaciones, en esa Naturaleza que, como la locura, es siempre ajena y siempre idéntica a sí misma: lo excepcional es la mirada sutil que enfoca esos cambios, la inteligencia que los concibe y la gradación del humor con que son expresados.
En esta ópera prima ya está Lem al completo: la incapacidad de la razón humana para asumir sus limitaciones. Un ser humano es un ente mucho más complejo y, a un tiempo, más simple. En la novela encontramos diversas variantes del dicho: "Si rascas la superficie del hombre, encontrarás a la fiera". Y esas variantes serían: "Encontrarás lo pasional, lo ridículo, el pánico... y hasta el ansia de que ciertas intuiciones sobrenaturales nos obsequien con su perfil bondadoso". A partir de este libro, y para esquivar la censura, Lem trasladó su asunto y el modo magistral de tratarlo al género de ciencia-ficción. ¿Qué decir ante esa paradoja que induce a pensar que ese paso hacia lo fantástico hizo popular a Lem, pero quizá desvió su intención original? Pues no hay mucho que decir. Lem no rebajó su ambición artística, encontró más lectores y siguió escribiendo -y ustedes ya me entienden- la misma espléndida novela. -
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