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Reportaje:Primer plano

Sobre crisis, retrasos y reforma laboral

La crisis económica agudiza la necesidad de introducir cambios en el mercado de trabajo y reorientar con urgencia muchas de las políticas aplicadas hasta ahora

Es un sentir ya muy extendido que el impacto de esta crisis sitúa a la economía española en una nueva encrucijada que demanda reformas estructurales. Una de las más aludidas es la reforma laboral.

El milagro español se basó en la creación de unos 7,5 millones de empleos en unos 12 años. La tasa de empleo aumentó en cerca de 18 puntos porcentuales, llegando casi al 67% de la población en edad laboral. Podíamos albergar la esperanza de cumplir con los objetivos de pleno empleo marcados por la Agenda de Lisboa para 2010 (70%), al haber superado de largo a un país como Italia, e incluso, ligeramente a Francia. Seguir creciendo suponía tener como próxima meta ilusionante intentar alcanzar incluso a los países con tasas de empleo superiores al 70%, como los países escandinavos, Reino Unido y Holanda.

El 'milagro español' se basó en crear unos 7,5 millones de empleos en 12 años
Nuestros mayores están entre los menos preparados para el cambio
La recesión hace ya más que cualquier reforma por reducir la temporalidad
El fondo de inversión local es sólo una política pasiva de empleo
La estructura de la negociación colectiva apenas ha cambiado
Suecia y Alemania han aprobado medidas orientadas a la 'flexi-seguridad'
Urge establecer diferencias por edades en el salario mínimo

Los primeros datos de la crisis y las predicciones a corto plazo podrían reflejar que esta época dorada terminó y que se sustentó en parte en un espejismo. ¿Por qué no darle la vuelta a esta visión tan pesimista? Nuestros argumentos se sustentan en que lo que hoy podemos considerar como espejismo (el sobrepeso del sector de la construcción, por ejemplo), la baja productividad de nuestra economía y la excesiva precariedad de los empleos forman parte endógena del rápido e intenso crecimiento que ha experimentado la economía española partiendo de un considerable retraso. Que podamos llegar a conseguir el objetivo de pleno empleo-productividad y calidad-cohesión social en el largo plazo pasa por tener como referencia los países que los han alcanzado. Dejemos de lado lemas como "España es diferente" y "no queremos ser suecos ni holandeses", porque, en realidad, son los únicos que cumplen con estos objetivos. Para ello tenemos que reconocer y administrar nuestro retraso, para que no sea perpetuo, y paliar, en la medida de lo posible, sus efectos colaterales, más visibles que nunca en este periodo de crisis. Ponernos mano a la obra requiere rediseñar urgentemente una mejor combinación de los tres tipos de políticas de empleo: la regulación del mercado de trabajo, las políticas activas y las políticas pasivas. Dar este paso al frente requiere "una reforma laboral de las de verdad", ajustada a las necesidades de los nuevos tiempos, caracterizados por el cambio técnico y la globalización, y con el objetivo esperanzador de vivir otra época dorada algo más sostenible.

La crisis nos recuerda que seguimos siendo un país en transición y que los retrasos acumulados durante el siglo XX no se recuperan en dos décadas. Hemos vivido de forma acelerada el cambio educativo, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y la llegada masiva de inmigrantes, fenómenos interrelacionados que se iniciaron con 30 años de adelanto en muchos países de la UE-15. Hay algunos datos que confirman este retraso hasta justo antes del inicio de la crisis.

En primer lugar, después de Irlanda, España era el país de la UE-27 con mayor peso del sector de la construcción entre la población en edad laboral. Por el contrario, era el segundo (sólo por encima de Rumania) con el menor peso del sector educativo: 8,7%, frente al 3,6%, en 2007, respectivamente. Lo contrario que en Suecia: 4,7% en la construcción y 8% en el sector educativo.

En segundo lugar, España seguía siendo el país con más empleo en ocupaciones que no requieren de calificación: 9,9% de la población en edad laboral. Por el contrario, la proporción de técnicos y profesionales (20,7%) seguía siendo parecida a la de Grecia o Polonia, por ejemplo, y entre 10 y 15 puntos por debajo de los países escandinavos, Holanda o Reino Unido. Un simple cálculo indicaría que para tener una tasa de empleo y una estructura ocupacional como la holandesa, España debería crear aproximadamente 4,7 millones de empleos de técnicos y profesionales, y unos 4 millones se requerirían para parecernos a los suecos o daneses.

En tercer lugar, en el uso de ordenadores en los hogares, nos situamos 18 puntos por debajo de la UE-27 en el rango de edad de 55 a 64 años, y entre 40 y 50 puntos si nos comparamos con los países de referencia.

Y en último lugar, en la formación a lo largo de la vida también acumulamos un retraso importante: 18 puntos porcentuales por debajo de la UE-15 y una media de 50 puntos respecto de los países escandinavos.

Lo ocurrido en esta última década en España con la construcción se puede explicar en parte, aunque no en exclusiva, como resultado o componente endógeno del crecimiento. La intensa creación de empresas y empleo y el aumento de la actividad laboral [cerca de 5,5 millones más de activos, de los cuales 3 son inmigrantes, es decir, nuevos residentes] han requerido una actividad intensiva de la construcción para poner en pie las infraestructuras necesarias. También ha ocurrido en Irlanda en tiempos similares, o en la mayoría de los países de la UE-15 en décadas anteriores, aunque quizá no tan acelerada. Si nos comparamos con estos países, el exceso de personas empleadas en este sector se podría cifrar entre 3 y 4 puntos porcentuales de la tasa de empleo. Muchas personas han abandonado el sistema educativo atraídas por las oportunidades ofrecidas por la construcción, sin necesidad de tener formación previa. Hacer frente a la crisis con medidas tales como el Fondo Estatal de Inversiones Locales deben considerarse sólo como una política pasiva, destinada a aliviar los problemas acuciantes de los desempleados de la construcción durante unas semanas, lo que dure la reparación de miles de aceras municipales.

Parece evidente que sólo se pueden gestionar los efectos colaterales mediante políticas activas que permitan la movilidad ocupacional de estos colectivos. Los más jóvenes pueden volver al sistema educativo reglado llegando a ser técnicos de apoyo o, por qué no, titulados universitarios. Pero los demás, con una oferta de trabajo más inelástica, ¿qué tipo de formación deberían adquirir?, ¿está nuestro sistema de formación profesional preparado para facilitarles la transición una vez aparcada la crisis?

España se está enfrentando al cambio técnico y a la globalización con importantes diferencias educativas intra- e intercohortes en comparación con los países con los que queremos competir. Tenemos la mayor proporción de titulados universitarios entre nuestros jóvenes y también la mayor proporción de abandono escolar en edad temprana. Adicionalmente, por el retraso en el cambio educativo y los déficits acumulados en formación continua, nuestros mayores están entre los menos preparados para el cambio técnico. El ajuste ocupacional que requiere este cambio implica que tengamos que amortizar a mayor velocidad los puestos de entrada de los salientes y crear nuevas ocupaciones para los entrantes. El cambio se presenta pues más costoso que en otros países. Existen varios frenos para que se produzca este ajuste, y todos ellos pueden ser aún más importantes con el cambio demográfico que se producirá en la próxima década.

Entre esos frenos destaca la aún considerable oferta de jóvenes entrantes con escaso bagaje educativo, que pueden relevar a los salientes sin que se amorticen sus puestos de trabajo. La abundancia de empleos disponibles de baja cualificación ocupados por personas de edad avanzada, así como el bajo rendimiento del capital humano, son, a su vez, incentivos para el abandono escolar.

Otro freno es el envejecimiento demográfico de los nativos previsto para la próxima década, lo que, combinado con la brecha educativa entre jóvenes nativos e inmigrantes, reducirá el número de titulados universitarios entrantes en más de un millón en comparación con la anterior y disminuirá, por tanto, en igual cuantía la oferta de trabajadores para ocupaciones de técnicos y profesionales.

Además, la edad media del votante mediano no sólo aumentará en las elecciones sindicales, sino también en las generales, reduciendo los incentivos para llevar a cabo las reformas necesarias para el cambio técnico. En otras palabras, se considerará aún más rentable en términos electorales abordar el tema de las pensiones y jubilaciones (anticipadas) que el mileurismo.

Con este panorama, parece evidente que urge que se pongan en práctica medidas que permitan soltar los frenos y acelerar el cambio técnico: invertir de forma decidida en formación continua, intensificar la lucha contra el fracaso escolar, reducir la brecha educativa entre alumnos nativos e inmigrantes, planes para la inmigración de técnicos y profesionales y reformas institucionales que permitan una mejora de las condiciones laborales (salariales y no pecuniarias) de los trabajadores con educación superior. Por otro lado, amortizar puestos de trabajo de las personas en edad laboral avanzada no debería significar el fomento de la jubilación anticipada. La consecución del pleno empleo requiere que sigan activos, aunque sea a tiempo parcial o en otro tipo de empleos. De hecho, consta que gran parte de los prejubilados lo son de forma irregular.

Son ya múltiples las propuestas que están sobre la mesa para un enésimo cambio en la regulación de los contratos. Por ejemplo, el contrato único con indemnizaciones por despido a coste creciente. El escaso éxito de las reformas anteriores hace sospechar, en cualquier caso, que no será fácil aplicar la fórmula definitiva mediante un acuerdo social. Además, en la situación actual y con los retos que tenemos por delante, parece insostenible que se continúe incentivando la contratación indefinida a golpe de subvenciones y rebajas de las cotizaciones a la Seguridad Social, sin una evidencia clara de sus efectos indirectos (redundantes o de peso muerto y sustitución de otros colectivos no beneficiarios).

Siguiendo esos argumentos, es más que probable que las altas tasas de temporalidad en España sean también producto o efecto colateral del rápido e intenso crecimiento económico. Por el efecto composición y con la aplicación de medidas que permitan acelerar el cambio técnico, la tasa de temporalidad debería caer sustancialmente en el futuro. De hecho, si no se aumentasen más los empleos temporales en España y tuviésemos una tasa de empleo y una estructura ocupacional algo más parecida a la sueca, nuestras tasas de temporalidad no serían tan dispares. En este sentido, la recesión y el redimensionamiento de la construcción están haciendo ya más que cualquier reforma para que se reduzca la tasa de temporalidad.

Una causa de las altas tasas de temporalidad es la proporción de empleos no cualificados que no aumentan su productividad con el paso del tiempo en la empresa, aunque sí aumentan los costes por complementos de antigüedad negociados en convenios colectivos. El desajuste educativo de los jóvenes titulados favorece la temporalidad de los empleos, al aceptar puestos de trabajo de baja cualificación de forma transitoria. El sector público, sobre todo localmente, también ha sido en parte responsable de que no cayera más la tasa de temporalidad. Resulta paradójico destinar cantidades ingentes de dinero público para la contratación indefinida en el sector privado, aumentando luego la temporalidad en el sector público. Por otro lado, la mayor parte de la temporalidad y otros aspectos que inciden en la precariedad de los empleos recae en estos momentos en la población inmigrante, colectivo que debería ser referencia en cualquier tipo de reforma, al margen de planes de retorno incentivado ineficaces e ineficientes.

Es bastante incomprensible que la estructura de la negociación colectiva no haya cambiado casi desde la época franquista. Entre finales de los años cincuenta y mediados de los setenta se fueron configurando gran parte de los ámbitos de determinación salarial (antes, "acuerdos", y ahora, "convenios" colectivos) que han permanecido prácticamente inalterados desde entonces, resultando en una estructura esencialmente de sector provincial, que es la peor de todas desde un punto de vista de los resultados macroeconómicos. Nuestra estructura de la negociación colectiva es ineficiente, al no reaccionar de forma endógena ante los cambios en las estructuras de los mercados, al responder más a un poder de negociación local (especialmente en lo referente a salarios) que no se quiere ceder y que genera efectos externos interprovinciales.

La reforma se ha ido posponiendo y está aparcada en un rincón. Como ya es habitual en momentos de recesión, los expertos recomendamos bien una mayor centralización, o, alternativamente, descentralización de la negociación colectiva. Esta última es difícil de implementar sin que una parte sustancial de nuestro tejido empresarial (las pymes) se enfrente a un vacío en la cobertura de la negociación colectiva. Una mayor centralización se intentó con el acuerdo de 1999, con escaso éxito y con la intención equivocada de centralizar la negociación colectiva de todo tipo de condiciones laborales, excepto las salariales. En estos momentos parece más necesario que nunca flexibilizar la aplicación de los convenios colectivos y diseñar un mejor mecanismo para el descuelgue de empresas que experimenten crisis específicas severas.

Este problema se podría resolver con una negociación colectiva dinámica en la que los sacrificios realizados hoy por una de las partes se puedan recuperar en el futuro, cuando la situación económica de la empresa se revierta. La Administración podría actuar como garante de este proceso de negociación a largo plazo, estableciendo las reglas del descuelgue y las recuperaciones de poder adquisitivo. En cualquier caso, la negociación colectiva de salarios y empleo de forma conjunta siempre se revela como una solución eficiente. Por ello, y al menos de forma transitoria, también sería conveniente que desde los convenios sectoriales se permitiera el descuelgue salarial en aquellas empresas en las que se llegara a acuerdos para el mantenimiento del empleo.

Por otra parte, en la gran mayoría de los convenios, los salarios relativos se siguen manteniendo desde hace décadas, al preocuparse sólo por la indización salarial y haciendo que las tarifas pactadas sólo sean vinculantes para trabajadores de baja o media cualificación y, sobre todo, para los entrantes. Un aspecto importante es que se fijan por categorías profesionales, en lugar de por niveles educativos, fomentando la sobreeducación a todos los niveles vía desplazamiento. Si los costes salariales de un titulado universitario o de una persona con formación profesional (FP) son los mismos para trabajar de auxiliar administrativo, siempre se primarán las preferencias por el universitario, desplazando al que esté en posesión de la FP.

También deberíamos cuestionar el rol del salario mínimo interprofesional (SMI) en la determinación de los salarios, y en este sentido se entiende la preocupación de los empresarios por los efectos contagio que pueda generar en la estructura salarial el hecho de que se duplique o triplique en escaso periodo de tiempo, acercándose o superando a las tarifas mínimas de muchos convenios. Urge un mecanismo que impida estos efectos, y en Francia existe desde hace tiempo. En cualquier caso, el SMI español es el único de la OCDE que no se diferencia por edades. Si se prevé seguir aumentando el SMI de forma brusca, también urge reestablecer la diferencia por edades, para que no incentiven el abandono escolar, ni la formación que puedan recibir los jóvenes en las empresas.

Varios países, entre ellos Suevo Suecia y Alemania, han llevado a cabo un decretazo, orientados por la tan denostada flexi-seguridad. Éste es aún un debate pendiente, pero más necesario que nunca en España. El objetivo no es otro que las prestaciones por desempleo estén asociadas con incentivos a la movilidad laboral y ocupacional, adaptadas a nuestras circunstancias y con el apoyo de unas políticas activas más eficaces.

Evidentemente, como en otras ocasiones, la crisis se aprovechará para enmascarar procesos de despido masivos a través de prejubilaciones (caracterizadas por un tránsito a través del desempleo), muchas veces pensadas con objeto de garantizar las rentas de este colectivo, aunque a costa de perderlos indefinidamente. De fondo, que la relación entre el sistema de prestaciones de desempleo y el sistema de pensiones no está bien resuelta, ya que actualmente el primero está diseñado para facilitar el tránsito a la jubilación, y no la reincorporación al mercado de trabajo. En realidad, en una época marcada por el envejecimiento, hay muchas reformas del sistema de prestaciones, de pensiones, o de ambos en conjunto, que permitirían no perder un activo tan valioso, como separar el cobro de la pensión de la decisión de dejar el mercado laboral. Esto permitiría, por un lado, garantizar la renta de los trabajadores expulsados y, por otro, les permitiría, en cuanto la situación mejore, aceptar nuevamente trabajos, quizá a tiempo parcial.

Probablemente haya llegado el momento de sopesar la posibilidad de privatizar parte de la gestión de las políticas públicas, en especial la de intermediación. Los Servicios Públicos de Empleo, demasiado anclados en sus mercados de trabajo locales, no se han demostrado precisamente eficaces en función de la recolocación en la etapa anterior, cuando el número de parados era la mitad de lo que se prevé a lo largo de este año. También se debe dar un paso decisivo en la evaluación continua de las políticas activas para conseguir que sean más eficaces. El dinero ya no llegará de Bruselas, y los contribuyentes exigirán cuentas.

Desde hace ya demasiado tiempo se consideró que el sistema de formación tendría que tener dos ingredientes básicos. En primer lugar, articular toda la formación (la reglada, incluyendo FP y universitaria, la formación continua y ocupacional) para cubrir las necesidades del mercado de trabajo en el corto, medio y largo plazo. Para ello es necesario el reconocimiento previo de las competencias de la población con experiencia laboral. En segundo lugar, la homologación de todos los sistemas de formación europeos y no sólo el universitario. Urge, evidentemente, acelerar este proceso y resulta incomprensible que se esté retrasando tanto.

La incorporación de inmigrantes de distintos niveles formativos para cubrir nuestras necesidades de técnicos y profesionales también requiere del reconocimiento rápido y ágil de sus competencias profesionales.

En conclusión, después de todo lo que se ha hecho, que no es poco, quizá sea el momento de aceptar un paso atrás, para retomar fuerzas y continuar con uno, dos, o tres pasos adelante. Para ello, una reforma laboral integral es más que necesaria.

Volviendo a ser pesimistas es fácil considerar que se tardará mucho más en implementar estas reformas que en ver sus efectos. Sospechamos que habrá una gran resistencia de los agentes sociales: no benefician a su votante mediano en el corto plazo. Además, también se requiere una participación activa y rápida de los funcionarios y de los políticos en el ámbito de las comunidades autónomas. El Gobierno, sin mayoría absoluta, también constituye un freno: está en mala disposición para atreverse a cuestionar la legitimidad representativa de los agentes sociales, tal como se hizo en la "última reforma de verdad" en los años 1993-1994. La experiencia fue nefasta en términos electorales. La oposición tampoco parece estar por la labor, para ello debería cambiar su estrategia de conflicto político permanente. En definitiva, dadas las reglas del juego, todos los agentes que deben actuar para que se implementen las reformas sólo obtendrían pérdidas en el corto plazo, y éste constituye el mayor freno para el cambio.

Florentino Felgueroso es profesor de la Universidad de Oviedo y director de la cátedra Fedea-Santander. Sergi Jiménez es profesor de la Universitat Pompeu Fabra y director de la cátedra Fedea-La Caixa.

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