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Tribuna
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La atracción del pasado

En el verano de 2000 leí un artículo que me cambió la vida. Apareció en The Daily Telegraph, se titulaba ?Nuevas investigaciones sobre la destrucción de Pompeya? y contaba que la erupción del Vesubio en el año 79 después de Cristo estuvo precedida durante varios días por terremotos y por la interrupción del suministro de agua, y que la erupción en sí duró casi 24 horas y no terminó hasta que un viento huracanado de gas ardiente barrió una ciudad enterrada casi por completo bajo la piedra pómez y las cenizas.

Hasta ese momento, nunca se me había ocurrido escribir una novela situada en el mundo antiguo. Al contrario: había pasado más de un año intentando, sin éxito, escribir una novela situada en Estados Unidos en un futuro cercano. Pero entonces me pregunté si podía trasladar mi idea ?sobre una comunidad estadounidense utópica que se ve amenazada? a la bahía de Nápoles y utilizar Roma como alegoría de Washington.

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De visita a la antigüedad

Pocas semanas después de leer el artículo del Telegraph, me encontraba en Pompeya, en una sofocante tarde de agosto, mirando hacia el perfil gris azulado del Vesubio, con el calor del sol en la espalda y un olor a humedad en la piedra polvorienta. Vi que el olor de agua procedía de un pequeño edificio junto a la puerta norte de la ciudad. Era el punto por el que el acueducto entraba en Pompeya; desde allí, se repartía el agua a través de tuberías a los 10.000 habitantes. Sabía que debió de secarse un poco antes de la erupción e imaginé a un hombre ?un hombre práctico, algún tipo de ingeniero? subiendo al Vesubio a averiguar por qué?

Escribo sobre el mundo antiguo, no para destacar sus diferencias, sino lo que tiene de familiar. Pompeya es una novela sobre las cosas que, como el romano corriente de la antigüedad, damos por descontadas: soportales, túneles, tuberías, grifos, baños, duchas, retretes con cadena, piscinas, cemento impermeable. Igual que nosotros ignoramos alegremente las advertencias sobre el cambio climático y seguimos viviendo nuestras vidas, los ciudadanos de Pompeya ignoraron las señales en el verano de 79 después de Cristo. Mis personajes son, en su mayor parte, modernos y reconocibles: un ingeniero hidráulico, la cuadrilla de operarios que trabaja para él, un promotor inmobiliario, los cargos electos que gobiernan la ciudad. No me interesan los gladiadores, los sacerdotes ni los emperadores: lo que me fascina es lo que hacía que funcionara Roma.

Normalmente, cuando acabo un libro, estoy deseando pasar a un tema distinto. Pero los romanos me cautivaron de tal forma que me embarqué en un inmenso proyecto de ficción: describir la destrucción de la república romana a través de la política cotidiana de la ciudad y utilizando como hilo narrativo la ascensión y caída de Cicerón. Mi principal interés, una vez más, son los detalles prácticos. ¿Cómo funcionaban las elecciones romanas? ¿Cuántos hombres había en el Senado? ¿Cómo se recogían los votos? ¿Cómo conseguía un orador que le oyese un público de miles de personas sin la ventaja de la amplificación electrónica?

Cuando uno empieza a estudiar Roma de esa forma, las diferencias entre nosotros y los antiguos se desvanecen y nos da la impresión de haber atravesado un espejo en el que nos vemos a nosotros mismos. La novela histórica tiene la capacidad de ir donde no pueden llegar los estudios especializados ?por muy brillantes que sean? y de dar al lector, mediante la invención de personajes, una empatía imaginativa con el pasado. ?Desconocer lo que ocurrió antes de nuestro nacimiento?, escribió Cicerón en Orator, ?es seguir siendo siempre un niño. Porque ¿cuál es el valor de la vida humana si no se relaciona con las vidas de nuestros antepasados a través de lo que nos cuenta la historia??. Ése es el atractivo del mundo antiguo. O

Robert Harris (Reino Unido, 1957) es autor de Pompeya e Imperium (ambas en Grijalbo). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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