Shakespeare según Lampedusa
Hay personas a las que la vida les está esperando sólo al final de la propia vida. Personas de existencias anodinas que, ya cerca de la hora mortal, ven cómo sus mundos empiezan a parecerse a esas novelas en las que no ocurre nada, salvo en las últimas páginas, cuando la acción se precipita vertiginosamente y se encadenan una serie de intensos y gratos sucesos, algunos de los cuales ni siquiera alcanzan ya a vivir los propios interesados, porque les llegan las cosas cuando por desgracia ya han muerto.
Príncipe siciliano de sólida cultura y particular lucidez, Giuseppe Tomasi di Lampedusa -inmenso lector que dejó una única y muy memorable novela, El Gatopardo- fue una de esas personas cuya vida de pronto se acelera e intensifica de forma extraña hacia el final de sus días. Agobiado en los últimos años por sus problemas físicos (bronquitis, dolores reumáticos, enfisema, obesidad), "emanaba literalmente una sensación de muerte" y su tragedia fue la coincidencia de su decadencia física con su breve e intenso periodo de creatividad artística, que coincidió con la escritura de El Gatopardo y con su urgente actividad ensayística, de entre la que destacan, entre muchas otras, las páginas en las que se ocupó de sus admiradísimos Stendhal o Flaubert y las que dedicó a Shakespeare, autor al que parecía conocer de memoria, como si fuera su mejor compañero de taberna inglesa.
Shakespeare
Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Traducción de Romana Baena Bradaschia
Nortesur. Barcelona, 2009
112 páginas. 12 euros
Aquellas páginas sobre el enigmático genio de Shakespeare -páginas en las que se disfruta tanto de su gran talento de lector como de su erudito humor- se publican ahora entre nosotros, se publican como desgajadas de los dos volúmenes de Letteratura inglese que editara Mondadori en 1990, treinta años después de la desaparición de Lampedusa. De hecho, toda la obra de este gran autor siciliano fue publicada cuando ya había muerto, de modo que no llegó a saber nada del reconocimiento póstumo que, gracias a la decisiva intervención de Giorgio Bassani, tuvo -sigue teniendo, es un autor que crece fabulosamente con el tiempo- su breve e intensa obra. Pocos días antes de irse de este mundo, aún le comunicaba a Gioacchino, su adorado sobrino -su heredero intelectual y hoy habitante del palacio Butera de Palermo-, la decepción que le había provocado el nuevo rechazo editorial para El Gatopardo: en aquella ocasión una negativa del famoso Elio Vittorini, que, anclado en el arroz amargo del neorrealismo, no supo ver por ningún lado la grandeza de la novela. La burocrática carta de rechazo que Vittorini le envío a Lampedusa incluía un chato análisis del libro. "Al menos la reseña está bien escrita", comentó irónico el moribundo. Murió Lampedusa ignorando el gran cambio de dirección que esperaba a su obra. Murió sin perder su capacidad de ironía, ni la lucidez y desesperación amable que él con tanto detalle conocía porque la había precisamente detectado en Shakespeare cuando, a través de Próspero, dice en La tempestad que su final equivale a desesperación:
-And my ending is despair.
Esta declaración de lucidez en el epílogo de La tempestad, Lampedusa la habría firmado sin rodeos. Porque el elegante clima amablemente desesperado del siciliano al final de su vida recuerda al disgusto general que tenía Próspero con el mundo y es, además, parecido al disgusto y lucidez terminal del príncipe de Salina, el héroe moral de El Gatopardo. Se ha dicho que fue Lampedusa un poderoso poeta de la muerte que supo evocar la ausencia y el vacío y, por lo tanto, supo entender, al igual que los grandes escritores del siglo XX, la condición del hombre moderno. Pero eso es tan cierto como que esa ausencia y ese vacío posmoderno y el agnosticismo más puro y duro ya estaban en el Shakespeare de la última época. Después de todo, él siempre fue nuestro contemporáneo.
Para Lampedusa no había obra más asombrosamente actual como Medida por medida, donde la atmósfera le recordaba misteriosamente a la Viena de El tercer hombre, la novela de Greene. "Ciudad espectral, hecha de prostíbulos, prisiones y desvanes donde lloran mujeres abandonadas", dice Lampedusa de esa Viena avant la lettre que imaginara Shakespeare en los días de su mayor depresión psicológica. Lo que más le sorprende al príncipe de Lampedusa de esa obra tan extraña y tenebrosa -que él sitúa al mismo nivel de sus otras piezas favoritas: Enrique IV, Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra- es el estilo: ese desfile de personajes, la mayor parte de ellos despreciables, "expresándose todos con la más feliz de las elocuencias que jamás se haya oído de boca humana. Y todos parecen tener razón".
Obra extraña en la que Shakespeare le confía a un desconocido carcelero uno de sus mejores versos: insensible of mortality, and desperately mortal. Obra siniestra en la que el autor está tan desalentado que todo le parece natural. "Ha tocado fondo", concluye Lampedusa, lector de sutiles percepciones y de una sabiduría especial para comunicarlas. Sus eruditas y a veces alegres líneas sobre Shakespeare no cesan de comunicarnos que la lectura puede hacernos sentir dueños del tiempo y que ya sólo por eso la pasión de leer debería ser considerada como la más envidiable actividad que hay a este lado del paraíso.
En Shakespeare hasta creemos por un momento descubrir que la lúcida desesperación final de Próspero parece haber ayudado al propio Lampedusa a construir el escenario anímico de sus horas finales en el mundo. Hablo de esa representación de sereno agnosticismo de sus últimas horas en esta vida y de la construcción, también lúcidamente desesperada, de su gran metáfora artística, El Gatopardo. Porque esta novela parece edificada en las mismas ruinas del mundo moribundo que quiere reflejar, entendiendo por moribundo lo que su autor aplica también a Shakespeare cuando ve que en La tempestad expresa "el estado de ánimo del poeta más grande que jamás haya existido y que el mundo (así se denomina, entre la gente, nuestro temperamento y nuestro genio interior) llenó de amargura".
El mundo que acaba por llenarnos de amargura. Desde Shakespeare, ya siempre es igual. El mundo nunca se porta bien con nosotros y aun así le damos nuestros mejores versos. Para el temperamento moderno y el genio interior de Lampedusa, esa amargura shakesperiana fue escupida con creces en Troilo y en Medida por medida, para poco después ser sublimada en una hechizante pieza teatral última, La tempestad, permitiendo que al final -como le sucediera también al príncipe de Salina al término de sus días- no pueda hablarse ya de amargura, sino más bien de un recuerdo de la amargura y de un agotamiento que hace que ya únicamente quiera el poeta lo que han deseado al final tantos en este ingrato mundo: retirarse y olvidar. O, dicho de otro modo, replegarse sobre ellos mismos y oír las mismas campanadas de la medianoche que oía su querido Falstaff y "terminar de una vez por todas".
Terminar es el verbo. Como si al final lo que importara fuera escribir como un hombre en su último día de vida. A lo largo de su Shakespeare, Lampedusa parece que esté viendo siempre al gran poeta en su escena terminal, recostado en su amable desesperación. Por eso el clima de este libro parece hermano de sangre del "eterno pero no inmóvil sofocante atardecer" que Lampedusa percibió en el Quijote (ver su ensayo sobre Stendhal) y también del clima sofocante en el que se sumergió el propio Lampedusa cuando supo que su final equivalía a desesperación y tener que escribir siempre como si fuera el último día.
Al final sólo una idea: apartarse del burdo mundo, irse. Y morir. Aun así, respiraba humor. Hasta cuando viajaba a Oxford o Liverpool, y veía por todas partes al simpático Enrique VIII, "el más inglés de los reyes", y se lo encontraba por los rincones más insospechados de esas ciudades. Lo veía en el imponente carretero que se cruzaba en su camino y también en el cervecero que sacaba de su negocio a un borracho. Y en todos esos lugares reencontraba la cordial corpulencia, las patillas rojizas, la fría majestad del rey rollizo, después de todo simpático soberano y en realidad sombra de Falstaff, aquel otro gran genio que siempre estuvo muy atento, aun en medio de las más excepcionales algarabías, a las campanadas que podían recordarle con puntualidad la desesperación última:
-Hemos oído los carrillones de la medianoche, Master Shallow.
www.enriquevilamatas.com
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