Lagartijas con cantimplora
Así se me quejaba hace unos días un taxista que me llevaba por el Madrid hecho trizas de Gallardón: "Hace tanto calor que hasta las lagartijas le dan a la cantimplora". Mi sillón de orejas ha adquirido últimamente la textura de una ruina cuarteada: áspero, incómodo, disuasorio. Mi cantimplora es alcohólica -este verano he redescubierto las cualidades estimulantes del gintonic-, pero no debo pasarme. Y eso que estoy seguro de que, si lo consumiera en grandes cantidades (que es lo que me pide el cuerpo), la quinina de la tónica, que los británicos tomaban en India para prevenir la malaria, me sería útil para protegerme de la rampante pandemia de gripe A. En su estupendo Diccionario de los colores (Paidós), Michel Pastoureau se pregunta por el color de la ebriedad. Los franceses han utilizado históricamente el gris o el negro para referirse a la borrachera, y los alemanes, el azul; pero en español no recuerdo una gama de colores relacionada con los distintos grados de la intoxicación etílica. En todo caso, estos días es preciso enfriar el brebaje con mucho hielo, que es del color (incoloro) del agua. Y, a ser posible, leer libros cuya trama transcurra en el frío: no me apetecen nada las épicas del desierto, aunque las firme el coronel Lawrence. Por eso he escogido para mis ocios La aventura antártica del Endurance (Edhasa), de Frank Arthur Worsley, que recoge las dos magníficas narraciones que compuso el autor sobre la célebre expedición (que nunca llegó a su destino) de Ernest Shackleton a la Antártida (1914). Worsley, que formó parte del equipo, confiere a la aventura una dimensión épica, subrayando la importancia del liderazgo y de la (correcta) toma de decisiones bajo condiciones extremas. No sería raro que, con la que está cayendo, el libro se usara como texto de discusión en algunas escuelas de directivos de empresa. La lectura del libro de Worsley me lleva a recordar dos novelas de asunto "antártico" que leí de muy joven deseando que nunca se acabaran: La narración de Arthur Gordon Pym (1838), de Poe, y En las montañas de la locura, de Lovecraft (1931). Cuando pienso en el tiempo que ha pasado, me dan escalofríos. Y de eso se trata.
Imprescindible
Pertenezco a una generación que atravesó la enseñanza primaria y secundaria sin recibir la menor educación musical. De manera que llegué tarde a la música clásica. El jazz me había ayudado a combatir cierta sordera al ritmo que, en todo caso, nunca llegó a ser como la del Che Guevara, de quien Oliver Sacks cuenta en su ensayo Musicofilia (Anagrama) que "se le podía ver bailando un mambo mientras la orquesta tocaba un tango" (lo mismo le pasaba en política). En todo caso, tardé en interesarme por la música del siglo XX: mi horizonte se clausuraba en Mahler, más o menos. Tuve que esperar hasta 1991 para que se produjera mi particular epifanía: ocurrió en el Auditorio Nacional, mientras me dejaba fascinar por la marcha fúnebre del Cuarteto número 15 de Shostakóvich. Desde entonces he intentado ir escuchando lo más imprescindible. Y traté también de leer sobre ello, pero nunca encontré libros que me resultaran suficientemente atractivos como para animarme a terminarlos. La crítica musical que leía en la prensa (cuando la había, que ésa es otra) solía dejarme siempre con la sensación de que yo estaba tres pisos más abajo del nivel del lector al que se dirigían. Sólo había un crítico al que entendía y que, además, tenía la virtud de entretenerme y avivar mi curiosidad. Ese crítico es Alex Ross, que viene ocupándose de la crítica musical de The New Yorker desde hace más de una década. El tipo es (aún) joven y culto. Estudió en Harvard, donde, por cierto, ejerció de disc jockey de música clásica para la emisora de la universidad. Es listo, irónico, brillante, literario, ameno, elegante. Bueno, pues esa joya publicó en 2007 el libro que cambió mi vida: The Rest is Noise, una estupenda historia cultural de la música del siglo XX en la que no hay ni una sola notación musical y todo está perfectamente contado y salpicado de anécdotas y detalles que convierten la lectura en un auténtico gozo. Los capítulos sobre la música bajo Stalin y Hitler no tienen desperdicio, por ejemplo. Bueno, pues enhorabuena: el libro lo publicará en septiembre Seix Barral (traducción de Luis Gago) con el título (que no me gusta mucho) de El ruido eterno. Ya he encargado algunos ejemplares para regalar a los amigos. Y, por favor, perdonen mi entusiasmo, tan naíf.
Desnudos
En un país tan proclive a premiar casi todo, nadie, que yo recuerde, le ha dado nunca un premio a la colección Alianza Forma, uno de los más longevos sellos de libros de arte de este país. A veces pienso que ni sus editores -y han sido muchos- se dan cuenta de lo que tienen entre manos, como esas municipalidades que no terminan de comprender que los edificios históricos hay que cuidarlos y mantenerlos vivos. La serie se inició hace ahora treinta años (¿han pensado celebrar el aniversario?) con La interacción del color, de Josef Albers, en la excelente traducción de mi adorada Marisa Balseiro, para proseguir luego con otros 158 volúmenes, muchos de ellos obras fundamentales. Claro que no todos están vivos: el coste de las traducciones, la caducidad de derechos, el desorbitado precio de las ilustraciones, y las ventas, siempre minoritarias, han dificultado reediciones y puestas al día necesarias. Ése es, supongo, el motivo por el que Alianza no ha publicado todavía el tercer tomo de la monumental biografía de Picasso de John Richardson, cuyos dos primeros volúmenes salieron, fuera de colección, en 1995 y 1997, y cuyo precio (en rústica) es de 50,10 euros cada uno. Claro que a veces conviene hacer otra vez las cuentas: me encuentro en una librería madrileña el tercer tomo añorado, publicado en Gran Bretaña por Pimlico, al precio de 26 euros, incluyendo el sobrecargo por importación: no es un libro caro, desde luego, y no creo que el no haber necesitado traducción sea la única razón de su razonable precio. En cuanto a Alianza Forma, en septiembre llegará a las librerías su entrega 159: Desvestidas, el cuerpo y la forma ideal, de Carlos Reyero, que he podido leer (y contemplar: está estupendamente ilustrado) en estos días estivales. Se trata de un estudio del desnudo femenino en el arte de los siglos XIX y XX desde el punto de vista del deseo (físico) del artista (mayoritariamente, un hombre) que aspira a plasmarlo estéticamente (la mirada, pintada). Un hermoso libro que no debiera pasar inadvertido.
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