¿Hubo alguna vez once mil comunistas?
En los últimos años los editores de no-ficción se han sentido atraídos por dos aspectos fundamentales de la Historia Antigua: el Egipto faraónico y el comunismo. En cuanto al primero, la egiptología, la ciencia de Champollion, Petrie y Howard Carter, no ha dejado de nutrir las mesas de novedades con la divulgación de nuevos descubrimientos y conjeturas (algunas apestosamente esotéricas) que siguen explotando el aura misteriosa del Imperio del Nilo. En lo que respecta al segundo, el derrumbe de la ideología que informaba la práctica política en los países del "socialismo real" -es decir, en las burocracias (post)estalinistas realmente existentes-, y el sálvese quien pueda entonado con brío y mala conciencia por buena parte de los intelectuales de izquierda en la última década del siglo XX, ha dejado el vasto campo de estudio del Comunismo en manos casi exclusivas de historiadores liberales o sólidamente instalados en la derecha política, como Richard Pipes u Orlando Figes, particularmente eficaces en su empeño de pulverizar el mito del "buen" Lenin frente al "malvado" Stalin. Ahora se diría que nunca hubo comunistas, ni aquí, ni allá, ni -démosle un poco de tiempo a chinos y cubanos- acullá: Omnes exeunt, como indicaba la acotación dramática que señalaba que todos se retiraban del escenario. Sea como fuere, en las últimas semanas se han publicado algunos libros que me han interesado de modo especial. Además del ponderado Rusia y sus imperios, de Jean Meyer (Tusquets), conviene echarle un vistazo a Llamadme Stalin, de Sebag Montefiore (Crítica), a quien ya conocíamos por el excesivamente anecdótico La corte del zar rojo. Mucho más jugosas resultan dos novedades aparecidas en el Reino Unido y Estados Unidos: Camrades, de Robert Service (derechos españoles adquiridos por Ediciones B), que intenta la síntesis de la historia global del comunismo, y, sobre todo, The Whisperers, private life in Stalin Russia, del ya mencionado Figes, cuyo trabajo en archivos familiares de la época estalinista le ha permitido reconstruir (a veces con cierta "creatividad") la historia -y el sufrimiento- de los que, sin hacer la Historia, se limitaron a padecerla, y de qué modo. También resulta llamativa la reedición de La noche quedó atrás (1941), de Jean Valtin (Seix Barral), un clásico de aquellas "confesiones de ex comunistas" que se convertirían en subgénero de la literatura memorialista durante la guerra fría, y en el que se inscriben total o parcialmente obras tan significativas como Salida de urgencia, de Ignazio Silone; la Autobiografía de Arthur Koestler; Prisionera de Stalin y Hitler, de Margaret Buber-Neuman; Mi vida de rebelde, de Angelica Balabanov, o el best seller The God that failed (1950, con los "testimonios" de Silone, Koestler, Gide, Richard Wright, Louis Fischer y Stephen Spender). Libros esenciales para comprender por qué a mediados del siglo XX, y tal como apuntaba Isaac Deutscher en un libro que también merecería ser reeditado (Herejes y renegados), el ex comunista era el enfant terrible de la política contemporánea.
Ezra Pound influyó con su poesía a la vez arcaica y modernísima en toda una generación de jóvenes poetas llenos de talento y enfermos de dolor del mundo
Pound
Discúlpenme esta irrupción de intolerable obscenidad autobiográfica, pero descubrí la poesía de Ezra Pound (18851972) el mismo curso en que leí Rayuela y escuché por primera vez a The Doors, y dos de las tres cosas han aguantado perfectamente el paso del tiempo. Recuerdo que de Pound me fascinó un breve poema incluido en una Antología publicada por la bonaerense Compañía General Fabril Editora, y que no pude leer en inglés hasta mucho más tarde. Se llama 'Society' y, traducido con libertad, dice: "La posición de la familia declinaba / y por eso la pequeña Aurelia, / que había reído dieciocho primaveras, / soporta ahora el paralizante contacto de Phidippus". Era más bien una novela (un melo) que un cuarteto, pero siempre he sentido debilidad culposa por la poesía que renuncia a ser un arma cargada de futuro. Me pasé los años siguientes tratando de congeniar mi entusiasmo por la poesía exquisita de un enloquecido propagandista del fascismo con mi más bien voluntarista y prescindible participación en las luchas universitarias contra la dictadura, lo que me produjo una tenue neurosis que empalmé con otras que todavía me siguen enfermando de acedía. Estos días me ha llegado el primero de los dos tomos de la nueva biografía Ezra Pound: Poet. A portrait of the man and his work, de David Moody (Oxford University Press), que cubre los años transcurridos desde su nacimiento en Hailey, Idaho, hasta su llegada a París tras una fructífera estadía británica en la que, además de hacer de secretario de Yeats, apadrinar o participar en el imaginismo y el vorticismo, y corregir hasta convertir
en obra maestra el manuscrito de Tierra baldía, de T. S. Eliot, influyó con su poesía a la vez arcaica y modernísima en toda una generación de jóvenes poetas llenos de talento y enfermos de dolor del mundo (en alemán, más contundentemente, Weltschmerz). Hojeo con avaricia el libro, sentado en mi viejo sillón de orejas, mientras en el tocadiscos suena, en la voz de Jim Morrison y con deslumbrante arqueología de sonidos inolvidables ese Light my fire que parece haber sido compuesto esta misma mañana.
Angoulême
Cruzo los dedos para que Max regrese de Angoulême a tiempo de iluminar esta página: sin su dibujo semanal me sentiría un poco perdido en un mar de letras color plomo. La vieja ciudad amurallada y papelera acaba de albergar el célebre festival anual que la convierte en la más conspicua capital del cómic, o para hablar con propiedad, de la bande dessinée (BD). Un subsector de la edición poderosísimo en Francia y en el que la producción del pasado año ha sobrepasado los 4.313 álbumes (3.312 novedades), con tiradas que en algún caso alcanzan los 500.000 ejemplares, como ocurre con los superventas XIII o Largo Winch. Estos franceses siguen locos por el cómic: se publican tantos que uno de los mayores peligros es el de una superproducción que impida la visibilidad de los nuevos "productos" en la mesa de novedades. El otro es la progresiva concentración de los títulos en grandes editoriales, en detrimento de los indies: en 2007 el 74% de los álbumes fueron editados por 17 grandes grupos. En cuanto a estilos y temática, aquí se encuentra de todo: desde mangas japoneses o manhwas coreanos hasta tebeos autobiográficos, o relatos de viajes, o adaptaciones de grandes novelas, pasando por los clásicos de siempre, de Asterix a Lucky Luke. En España, aunque contamos con guionistas y dibujantes de extraordinaria calidad -empezando por el que ilustra esta página-, los aficionados tuvieron que conformarse con unos 1.220 títulos entre novedades y reediciones. -
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