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PERSONAJES DEL SIGLO XX | Jaime Sabines | PERFILES

Si sobrevives, canta

Aún guardo el encanto de la primera vez que lo vi. Guardo sus ojos claros, su risa iluminada.

Era un encuentro con mucha gente, en un jardín grande. Él estaba al fondo, bebiendo y conversando entre un grupo de hombres. Entonces yo tenía menos años y menos temor a mis emociones del que ahora tengo. Así que caminé hacia su cuerpo y me incliné hasta quedar a sus pies.

Con el pudor del que no acierta a entender la devoción que provoca, Jaime Sabines dijo cinco palabras que no olvido.

Cuando le pedí que me las regalara para ponerlas al principio de un cuento, sonrió como si le pidiera yo un pedazo de aire y me las regaló. Creo que nos hicimos amigos. Pero no sé. Temo que él me dijera:

"Como si él fuera un juglar y no el poeta sofisticadísimo que era, nos sabíamos sus palabras y las íbamos diciendo con él"
"Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qué se trata el milagro de estar vivos"

"Dentro de poco vas a ofrecer estas páginas a los desconocidos como si extendieras en la mano un manojo de yerbas que tú cortaste.

Dices que eres poeta porque no tienes el pudor necesario del silencio.

¡Bien te vaya ladrón, con lo que le robas a tu dolor y a tus amores! ¡A ver qué imagen haces de ti mismo con los pedazos que recoges de tu sombra!".

Volvíamos a encontrarnos cuando la vida lo permitía. Y siempre, pero siempre, algo me regalaba. Una vez me contó la historia de su madre, recién enamorada de su padre, llegando a dormir a un cuartel entre soldaderas estridentes y soldados maltrechos. Apenas hacía días, señorita de lujo y esmeros, amaneció enamorada en un catre de campaña entre dos cortinas, y escuchó sobre los gallos a una mujer gritarle al hombre con el que había dormido: "Oye, cabrón, quítame de aquí estos miados".

A ella la estremeció semejante lugar, pero lo había dejado todo para casarse con un libanés que huyendo de la guerra y la pobreza de su país llegó a México y se hizo a nuestra guerra hasta terminar convertido en jefe de un regimiento. No le quedaba más que seguirlo y ni tembló.

-¡Qué historia! -opiné como quien habla para sí.

-Te la regalo -dijo él-. Yo no escribo novelas.

Tiempo después, lo llamé para decirle que la usaría en un libro.

-Si es tuya -contestó sin más.

Jaime tuvo siempre trabajos para dar y repartir. Estudió medicina y vivió de todos modos, incluso como vendedor. Siempre, por sobre cualquier cosa, escribía de madrugada, fumando y haciéndose las preguntas que aún nos resuelve.

La siguiente vez que lo encontré fue en el teatro de Bellas Artes, bajo los claveles, una noche radiante y memorable.

Para entrar a verlo hicimos una fila larguísima, ordenada y en silencio. Cuando se abrió el telón y ahí estaba él, de pie, con sus setenta años de penas y sabiduría, con su perfecta sencillez a cuestas, con su valor entero, le aplaudimos hasta hacerlo decir:

"Éstos son aplausos que lo lastiman a uno".

Luego, sin más, se puso a leer y nos leyó todo cuanto pudo y le pedimos:

"Lento, amargo animal

que soy, que he sido,

amargo desde el nudo

de polvo y agua y viento...".

Como si él fuera un juglar y no el poeta sofisticadísimo que era, nos sabíamos sus palabras y las íbamos diciendo con él, adelantándonos a veces, igual que hacen algunos cuando rezan y otros cuando cantan.

Al terminar le aventamos flores gritándole hasta quedar en paz y dejarlo extenuado. No quiero nunca olvidar esa noche.

Al poco tiempo estuvo en el hospital. Fui a verlo. Mientras conversábamos quiso fumar a escondidas y me pidió que abriera la ventana. Lo habían puesto en un cuarto para él solo y lo cuidaban bien, por más que de tan poco sirviera.

-No quieren que fume. ¿Para qué disgustarlos? -dijo.

"¿Qué otra cosa sino este cuerpo soy alquilado a la muerte por unos cuantos años?

Cuerpo lleno de aire y de palabras. Sólo puente entre el cielo y la tierra".

Cuando mejoró comimos juntos en una casa con manzanas y música. Ya para entonces se había hecho de unos cigarros de plástico con sabor a limón que guardaba en la bolsa de su traje y sacaba de vez en cuando para estarlos acariciando o chuparlos un rato. Me regaló uno y nos tomaron una foto. La tengo en mi estudio, al lado de la cajita en que guardo el cigarro de mentiras. Jaime había ido a Coahuila la semana anterior.

-Esa catedral tiene una torre, que dan ganas de traérsela en el bolsillo -dijo.

Decía cosas así.

Otro día nos reunimos con varios amigos célebres. Sabines hizo la tarde leyendo sus poemas como si estuviéramos en una cantina y él tuviera veinte años y nadie supiera de su nombre y él no supiera de la fama y el nombre de los otros.

"¡Si uno pudiera encontrar lo que hay que decir cuando todas las palabras se han levantado del campo como palomas asustadas!".

Leyó largo rato.

"¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras me dirás que te amo? Esto es urgente porque la eternidad se nos acaba".

Al anochecer estaba cansado y lo dejamos ir como quien ve irse al fuego.

Yo no volví a verlo, pero dejé en el coche su voz puesta en el tocadiscos hasta que el hombre que se hace cargo del volante, como de las riendas de un burro necio, empezó a declamar un desorden.

"Me hablas de cosas que sólo tu madrugada conoce, de formas que sólo tu sueño ha visto".

A los pocos meses, una mujer inolvidable como el mismo Sabines, tomó de la mano la última noche de su vida y tras sonreír como nadie podrá volver a hacerlo, nos arrastró hasta la cubierta del barco en que viajábamos. La media luna del oriente iluminaba el aire y al conjuro del rigor con que ella sabía desvelarse, como quien teje en la oscuridad el deseo de alargar los días, nos sentamos a sentir la vigilia igual que una oración mientras oíamos a Sabines. A él le hubiera gustado saber que ella eligió su voz para cursar por el último de los mil sueños que cruzó despierta. Yo no alcancé a contárselo.

Al poco tiempo fui a despedirme de él a su velorio lleno de gente desolada. Abracé a sus hijos como si fueran mis hermanos, besé la caja de madera que guardaba sus huesos y agradecí el privilegio de haberlo visto vivir en el mismo siglo que yo.

Como el agua, Jaime Sabines pertenece a cada de uno de nosotros con una naturalidad que resulta única. En México sus libros se cargan y se leen como amuletos. Lo hemos querido de mil modos, cada quien a su modo, cada uno como nadie. A cada cual Sabines le ha dicho cosas como escritas nada más para sus ojos, para su exacta pena y su alegría. Por eso todos creemos que es más nuestro que de ningún otro. Y hemos oído a solas:

"Lo que soñaste anoche, lo que quieres, está tan cerca de tus manos, tan imposible como tu corazón, tan difícil como apretar tu corazón".

Decimos a Sabines a media noche y de madrugada, toda una tarde y toda una semana. Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qué se trata el milagro de estar vivos. Y de casi cualquier mal nos alivia leer:

"Si sobrevives, si persistes, canta, sueña, emborráchate.

Es el tiempo del frío: ama, apresúrate. El viento de las horas barre las calles, los caminos.

Los árboles esperan: tú no esperes. Éste es el tiempo de vivir, el único".

El brío de una voz directa

Jaime Sabines, poeta (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas 1926-México 1999). Licenciado en Lengua y Literatura Española por la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue diputado federal por el Estado de Chiapas (1976-1979) y diputado en el Congreso de la Unión. Premio Villaurrutia en 1973 y premio nacional de Literatura en 1983. Cultivó una poesía comunicativa y directa: Horal, La señal, Adán y Eva, Tarumba y Yuria, entre otras.

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