Una obra maestra
A Buñuel le gustaban las ratas. Cuando fuimos juntos a la cárcel preventiva de la Ciudad de México, conocida como el negro Palacio de Lecumberri en 1959, el director de la cárcel lo recibió con honores y nos enseñó el campo deportivo donde los presos además de jugar fútbol podían asolearse. De pronto Luis se inclinó sobre unas huellas en el polvo del gran campo deportivo.
-¿Serán de ratas?
Alguien comentó que además de ratas humanas había ratas de verdad. Buñuel se acuclilló:
-Claro que son de ratas.
Sonrieron sus grandes ojos saltones.
-¿Hay muchas ratas?
-Faltan las políticas. Ésas siempre se escapan.
-Las que deberían estar aquí están allá afuera -se solidarizó Buñuel.
Después de las huellas de ratas fuimos a la crujía de los homosexuales, que curiosamente se llamaba la J, de los jotos, un galerón inmenso que según Luis olía a semen. A los presos, ese día, los habían obligado a ponerse el uniforme azul marino y la gorra cuartelera. En la vida diaria, los dejaban usar sus blusas escotadas, sus brassieres, sus collares. A uno que no quiso quitarse el maquillaje le tallaron la cara con un ladrillo. A otro que se negó a hacer "fajina" (la limpieza) lo apandaron, metieron en una diminuta cárcel dentro de la cárcel, un estrecho cubículo tras de cuyos barrotes se asomaba su pobre cara. "Hay que hacer fajina, hombre" -le dijo Buñuel- "¿qué es un poco de fajina al lado de este castigo?". Se preocupó mucho, se le acabaron los cigarros. "¿Por qué no me dijiste, Elena, que todos fumaban para traer cajetillas?".
Hacía todo con regularidad. Dormir a la hora, comer a la hora, salir a la hora, odiaba la impuntualidad
Ya en libertad, Buñuel acostumbraba pedir que atravesáramos la calle de Felix Cuevas para ir a una tienda llamada De Todo casi frente a su casa de Privada de Felix Cuevas 27. Íbamos a pie y para cruzar me tomaba del brazo. En unas jaulas blancas vendían unos ratones-hamsters también blancos con el borde de los ojos color de rosa. Allí permanecíamos horas. "Tu a veces pareces hamster" -me decía-. Los hamsters nos miraban con sus ojos bulbosos y Luis les sonreía. "También a ti te sonrío" -me consolaba-.
Alguna vez comimos, (nunca cenamos porque Luis se acostaba a las 7.30 de la noche) alguna vez caminamos. Jeanne sacaba al perro todas las tardes "para que no cague en la casa". (En México no son tan quisquillosos como en París donde los dueños tienen la obligación de recoger la mierda de sus canes). Algún mediodía con Janet Alcoriza que era una gran conversadora, Luis abrió su refrigerador que cerraba con cadena y candado porque allí tenía el gin carísimo con el que hacía el mejor martíni del continente, ¡que va, el mejor martíni del universo!
Buñuel hacía todo con regularidad. Dormir a la hora, comer a la hora, salir a la hora, odiaba la impuntualidad. La rutina lo tranquilizaba; ver las mismas caras, también. Julio Alejandro, su gran amigo, Janet y Luis Alcoriza, Oscar Danciger y le caía en gracia cómo se peinaba Gustavo Alatriste, pelito por pelito, uno tras otro, con mucho cuidado "porque se está quedando calvo". El orden era una de sus reglas de vida, "todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar" es un dicho mexicano que se le hizo lema de vida. Tenía su colección de armas en perfecto orden y abrir uno de sus cajones era un deleite porque sus alicates, pinzas, limas y otras herramientas se alineaban como soldados listos para el desfile.
-No quiero ver tu colección, no me gustan las armas.
-Ya tengo muy pocas, llegué a tener 65 revólveres.
-Es maniático -terciaba Jeanne, sonriente. ¿Viste la película Él con Arturo de Córdova? Bueno, pues ése es Luis.
-Tú, ocúpate del déjeuner.
Como Jeanne era francesa, Luis decía a veces palabras en francés. Comíamos temprano. Invitaba siempre a Julio Alejandro, y en alguna ocasión a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, a Manolo Barbachano, un banquete, paella, vinos franceses. Muchos lo admiraban y lo querían pero él era un solitario, salvo al medio día, a la hora del martíni, en que le caían Max Aub, José de la Colina, Alberto Gironella y otros amigos. A él lo invitaba Gabriel Figueroa a su bella casa de Alberto Zamora en Coyoacán y de inmediato Buñuel organizaba algún juego en el jardín. (A lo mejor de allí sacó su película: La muerte en el jardín). Jugar le divertía mucho más que faire la conversation. Manolo Fontanals que era sordo como él lo hacía reír cuando Buñuel le preguntaba:
-¿Oíste lo que te contó la mujer a tu izquierda en la mesa?
-No, pero estoy seguro de que no me perdí de nada.
A Buñuel si le angustiaba un poco no oír porque lo repetía constantemente:
-No oigo, no oigo.
Había que consolarlo:
-Nadie dijo nada memorable.
-¿Estás segura?
Al final de su vida a quién más veía era al padre Julián sacerdote dominico. Fue tan fuerte y tan profunda la relación entre Buñuel y el padre Julián que ahora las cenizas del ateo Buñuel reposan bajo el altar de la iglesia dominica adherida a la Universidad (la más grande de toda América Latina, 277 mil alumnos) y los 365 días del año, en varios momentos del amanecer y del crepúsculo, los sacerdotes dicen misa encima de sus cenizas.
Buñuel toma la navaja. Es una larga navaja para afeitar. Una mujer de ojos muy abiertos mira sin pestañear cómo el arma avanza hacia su ojo izquierdo. La hoja de la navaja lo revienta. Todos los espectadores gritan. En 1929, el escándalo es mayor.
Buñuel ha abierto un nuevo ojo al cine en el mundo, Buñuel expande su visión al rebanar el ojo. Sin soltar la navaja barbera, Buñuel sale al balcón y sobre un cielo negro, al que antes cruzaba una nube, brilla una hermosa luna llena, una luna nueva, una nueva forma de ver, un mundo recién nacido, el inicio de algo totalmente distinto, una realidad desconocida, una caída al fondo del abismo, una entrada al infierno, una puerta al paraíso.
Cuando Octavio Paz presentó Los olvidados en Cannes en 1951, escribió: "Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad".
¿Hizo Buñuel saltar al mundo? Así lo creyó Octavio Paz, así lo creemos nosotros. Después de sus películas surrealistas con Salvador Dali, Un perro andaluz y La edad de oro, y el documental Las Hurdes, Buñuel filmó en México Los olvidados que nuevamente, en 1951, sacó a los espectadores de sus asientos. Paz habla de Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle Inclán, Picasso. El Gobierno mexicano se indignó. ¿Por qué retratar las lacras, la miseria, la depravación siendo que México tiene un paisaje impresionante? ¿Por qué filmar morbosamente una vecindad pestilente y asquerosa? Buñuel alegó que todas las grandes ciudades del mundo tienen niños de la calle. Habría que añadir que por esa película Luis cobró 2.000 mil dólares y jamás recibió un porcentaje por la venta en taquilla. Buñuel no fue un director carero. Al contrario, era rápido, limpio, expedito, económico como un detergente. Y jamás vivió cual pachá, rodeado de bienes, mujeres o candilejas. La celebridad le parecía de risa loca. Su casa era franciscana. Demasiado inteligente para ser ególatra, sólo un retrato que le hizo Moreno Villa colgaba de la pared de su sala. De allí en fuera nada. "Nada" es una palabra que también le gustaba a Luis.
Entrañable, Buñuel jamás olvidó al niño que tenía dentro. Recordó siempre las maldades que se le ocurrían de niño con su hermana Conchita, el calcetín negro en la sopa, el cojín pedorro en el que se sentó la gorda. Las bromas infantiles lo seducían. Detestaba la envidia, y cuando alguien le caía mal sentenciaba: "Tiene el color verde de la envidia". Lo de verde me recuerda a García Lorca, lo mucho que lo quiso. Le dijo a Jean Claude Carriere: "De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar a alguien semejante".
Buñuel era también una obra maestra, un poeta tan irresistible como Lorca. Y no se daba cuenta.
La fascinación surreal
Luis Buñuel, director de cine (Calanda, Teruel, 1900-México, 1983) estudió Filosofía y Letras en Madrid y dirigió el primer cineclub español en la Residencia de Estudiantes. Se trasladó a París en 1924 y trabajó con Jean Epstein. Frecuentó los círculos surrealistas, junto a Dalí, y en 1929 dirigió su primera película, Un perro andaluz. Luego rodó el documental Las Hurdes y, en 1951, obtuvo la Palma de Oro de Cannes con Los olvidados. A partir de ese momento, realizó la mayor parte su obra cinematográfica entre México y Francia, convertido ya en uno de los grandes del séptimo arte. De 1961 es Viridiana, también premiada en Cannes. Belle de jour, La vía láctea y Tristana forman parte de la controvertida filmografía de este director que, en 1972, con El discreto encanto de la burguesía, recibió el Oscar a la mejor película extranjera. Su última película fue Ese oscuro objeto de deseo, premiada en San Sebastián.
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