De monos y hombres
Películas con finales tan memorables, infalibles, demoledores y acordes con lo que se ha estado contando a lo largo del metraje anterior como el de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968) invalidan por sí mismos cualquier retoque, continuación o revisión. La Estatua de la Libertad. La destrucción. El apocalipsis. Nada de puntos y aparte. Punto y final.
Quizá por ello todas las tentativas de regreso a la temática iniciada con la novela original de Pierre Boulle (cuatro insistentes películas cada vez más folletinescas, una serie de televisión que nos alegró la infancia pero que no admite una visión madura, y aquel nefasto remake de Tim Burton, con la selva creada en estudio más cutre de la historia de las superproducciones) resultaban meros ejercicios de nostalgia más o menos cochambrosos. Sin embargo, aquel dantesco desenlace dejaba un resquicio para acercarse al relato desde una perspectiva con inmensas posibilidades: la revelación de la raíz de esa sociedad distópica que encontraba el astronauta Charlton Heston tras el aterrizaje de su nave. Y ahí se adentra El origen del planeta de los simios, sorprendentemente interesante germen de la película de Schaffner, ambientada en un futurible presente en el que las compañías farmacéuticas parecen dispuestas a todo con tal de, por ejemplo, encontrar un remedio contra el alzhéimer y, sobre todo, de forrarse de dinero aun a costa de la seguridad. Así, el guion construido alrededor de las investigaciones sobre la recuperación de la memoria en los seres humanos permite al padre enfermo del científico protagonista ejercer de elemento dramático detonador de sentimientos, sensaciones y problemáticas.
EL ORIGEN DEL PLANETA DE LOS SIMIOS
Dirección: Rupert Wyatt.
Intérpretes: James Franco, Freida Pinto, John Lithgow, Brian Cox.
Género: ciencia-ficción. EE UU, 2011. Duración: 105 minutos.
La espectacular media hora final es infecciosa en su perversidad social
Mientras, la perfección a la que ha llegado la técnica de la captura de movimientos (almacenamiento de las acciones de actores humanos para su posterior animación digital) permite que el mono protagonista sea un prodigio de expresividad facial (aún queda un paso para que saltos y vuelos sean del todo realistas), como ya lo eran los anteriores trabajos del actor elegido para la tarea, el felizmente encasillado Andy Serkis, que no era nadie antes de inspirar los movimientos de Gollum y de King Kong, y que ahora es poco menos que una estrella.
De modo que a la película solo se le pueden echar en cara un par de desperfectos, y no de base, sino colaterales. El primero, de guion, porque el giro desde el doctor loco dispuesto a todo hasta el buen científico que no quiere arriesgar es demasiado rápido y contraproducente. Y el segundo, de dirección, porque a la puesta en escena del poco conocido Rupert Wyatt le sobran unos cuantos movimientos de cámara construidos en el ordenador, en teoría virtuosos pero en realidad bastante más falsos que los saltos de los monos. Algo que se olvida con la doblemente espectacular media hora final, contagiosa para el entretenimiento e infecciosa en su perversidad social.
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