La manzana de Borges
No nací en Buenos Aires pero soy del barrio de Palermo. Siempre he pensado que es el mejor rincón de la capital argentina. Para mi amigo El Chino, la ciudad que queda afuera de las avenidas Santa Fe, Coronel Díaz, Córdoba y Juan B. Justo es el extrarradio. "Nací, vivo y moriré en mi Palermo", repite cada vez que le cuento que Almagro o Caballito, barrios importantes de mi adolescencia, también son agradables para residir. Cuando me lo dice, me quedo cortado medio segundo, y ahí nomás le doy la razón. ¡Qué diantres! Yo tampoco querría vivir en otro lado.
El Palermo del que hablo es el de Jorge Luis Borges. Y en el centro está la manzana a la cual dedica uno de sus poemas más populares, Fundación mítica de Buenos Aires: Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, / durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, / pero son embelecos fraguados en la Boca. / Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo. / Una manzana entera pero en mitá del campo, / expuesta a las auroras y lluvias y sudestadas. / La manzana pareja que persiste en mi barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
"Nací, vivo y moriré en mi Palermo", repite mi amigo El Chino
Borges vivía en una casa de dos plantas de Serrano al 2100, esquina con Guatemala. Era la primera década del siglo XX y la vivienda era una de las pocas de dos alturas y jardín privado. El resto eran casas bajas, bien modestas. Un arrabal de laburantes y malevos, tan auténticamente porteño como creo que sigue siendo hoy, a pesar de haberse convertido en un punto chic de la ciudad, abarrotado de tiendas y bares fashion y restaurantes cool que conviven con alguna parrilla for export.
Cuenta Edwin Williamson en su biografía sobre el autor de El Aleph que no fue muy feliz en el barrio. Fue a una escuela en la calle Thames al 2300, casi esquina Charcas, y allí le zurraron más de una vez. Empezó a ir al colegio cuando tenía más de 10 años y hasta entonces había vivido encerrado en la biblioteca de más de mil volúmenes de su padre y absorto por los relatos de su madre Leonor sobre la historia familiar. Ella descendía de los Suárez y los Acevedo, dos familias patricias que lo perdieron todo en la guerra civil contra Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y máximo caudillo de la Confederación Argentina (1832-1852).
Una vez alguien dijo que los añejos árboles que flanquean la calle Guatemala fueron parte de una vasta propiedad de Rosas. No tengo ni idea de si es verdad, pero me gusta pensar que sí, que bajo su sombra cabalgó el caudillo. Guste o no, es uno de los personajes clave de la historia del país. Cuando era chico me enseñaron en la escuela que había sido un dictador cruel, pero después fue reivindicado y tratado como un héroe. Hasta se repatriaron sus restos desde Southampton, donde murió en el exilio en 1877. Sigo leyendo sobre él porque aún no sé qué pensar. Muchas veces he imaginado también a Borges paseando por allí y mascullando maldiciones contra Rosas. ¿Y el Che Guevara, que vivió en Araoz casi esquina Mansilla a principios de los cincuenta, qué pensaría de Rosas? Nunca lo sabré.
Sí sé que Leonor Acevedo detestaba a Rosas y todo lo que oliera a gaucho. Hasta prohibió a su hijo leer el Martín Fierro, de José Hernández. Pero Palermo le jugó una mala pasada a la madre del escritor. Era un barrio de canallas y vividores y al menos dos de ellos eran habituales en las tertulias de la casa de los Borges de los domingos por la noche, después de la tarde de hipódromo. Eran los poetas y narradores Macedonio Fernández y Evaristo Carriego, a quienes Borges llegó a admirar como deidades. Lo perdió entonces la curiosidad y no pudo resistirse a leer el Martín Fierro a escondidas y, sobre todo, la novela popular Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, que relata la vida de un gaucho bonaerense, rebelde y pendenciero, muerto por la policía en 1874.
Antes les decía que no nací en Buenos Aires. Fue en Bragado, un pueblo al oeste de la capital, en ruta hacia La Pampa. Seguro que Borges lo imaginó cuando leyó el arranque de otro gran poema gauchesco, El Fausto criollo, de Estanislao del Campo: En un overo rosao, / flete nuevo y parejito, / caía al bajo, al trotecito / y lindamente sentao, / un paisano del Bragao, / de apelativo Laguna: / mozo jinetaso, ¡ahijuna!, / como creo que no hay otro. / Capaz de llevar un potro / a sofrenarlo en la luna.
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