Tirar la foto, esconder la mano
De los pioneros de la imagen a Facebook, una reflexión sobre los orígenes de la sociedad del voyeurismo se convierte en éxito del verano expositivo en Londres
Probablemente Edgar Degas no fuera el primer famoso retratado de forma furtiva y morbosa. Pero una imagen del artista a la salida de un pissoir o aseo público -capturada en su tiempo por el italiano Giuseppe Primoli, quizá el primer paparazzo de la historia- nos ilustra que las instantáneas de las celebrities en situaciones más o menos embarazosas ya eran un objetivo codiciado a mediados del siglo XIX. Aunque la pasión por la mirada indiscreta se remonta a tiempos inmemoriales, la noción de una sociedad de voyeurs en la que todos observamos a la vez que somos observados es inseparable de la invención de la fotografía y sobre todo de la producción masiva de cámaras, cómodas en el manejo y accesibles a un amplio espectro de usuarios.
Cartier-Bresson construyó bellísimas imágenes robadas a la intimidad
Se puede culpar a las modernas tecnologías de alentar esa afición insana por las vidas de los otros, que hoy domina la cultura de masas, pero la vocación aparece innata a la condición humana y solo hacía falta hallar los medios adecuados para suplirla. Esa idea puede resumir el espíritu de una exposición desplegada en la Tate Modern (hasta el 3 de octubre) que examina el papel de la fotografía a la hora de saciar nuestros apetitos voyeurísticos y se ha convertido en uno de los éxitos expositivos del verano londinense. Expuestos: Voyeurismo, Vigilancia y la Cámara propone un recorrido a través de 250 trabajos, ejecutados por algunos de los mejores fotógrafos de la historia, pero también por aficionados, que exploran imágenes icónicas, cuestiones tabúes relacionadas con el sexo o la violencia y el culto moderno al famoseo.
Si la era de los teléfonos móviles dotados de objetivos fotográficos provee hoy a cualquiera de la capacidad de invadir intimidades ajenas, los cotillas y curiosos de hace siglo y medio se las componían con una gama de ingeniosas cámaras ocultas en bastones, en el forro del abrigo o incluso en el tacón de los zapatos para espiar las actividades de sus contemporáneos. Se exponen por ejmplo las imágenes tomadas en 1930 por Walker Evans para retratar la geografía humana del tren subterráneo de Nueva York sin conocimiento de sus sujetos. Cuando setenta años después Philip-Lorca diCorcia repetía la experiencia en las calles de la misma ciudad, tuvo que afrontar una denuncia en los tribunales. El querellante perdió, porque el juez acabó reconociendo el derecho a la libre expresión artística por encima del derecho del fotografiado a la propia imagen.
El caso ahonda en un debate todavía no resuelto y que se remonta a, por ejemplo, el París de los años 50, cuando el guardaespaldas de Greta Garbo, quizá la más huidiza de las estrellas hollywoodenses, intenta sin éxito cubrir el objetivo de una cámara mientras La Divina accede a un club de St Germain. Por aquel entonces, el autor de la fotografía todavía no era catalogado como un paparazzo, término sólo acuñado a partir de la película de Fellini La Dolce Vita, estrenada en 1960.
El arte de fotografiar sin ser visto ofrece una dilatada vertiente de denuncia social. La lente de Lewis Hine documentó la explotación infantil en minas y fábricas; y la de Jacob Riis denunció las penosas condiciones de vida de los emigrantes en los Estados Unidos de finales del siglo XIX.
Junto a esos exponentes, la exposición reserva también su espacio a recrearse en imágenes románticas, eróticas o directamente pornográficas que puntean con profusión la singladura de la fotografía. Henri Cartier-Bresson, Brassaï o Weegee construyeron magníficas imágenes a base de robar momentos íntimos de sus sujetos en lugares públicos. "Para fotografiar a los voyeurs necesitaba convertirme en uno de ellos", sentenció el japonés Kohei Yoshiyuki sobre su célebre serie de imágenes que en 1979 descubría una desconocida faceta nocturna de los parques de Tokio: las parejas retozan a placer mientras un nutrido grupo de mirones se arrastra por el suelo para contemplar el espectáculo en primera fila.
La obsesión por registrar imágenes furtivas precede a la era de los móviles. Quizá sea la vocación de los sujetos por exponerse ellos mismos la que defina los nuevos tiempos de YouTube, Facebook o la telerrealidad de Gran Hermano. Remata la muestra una película extraída de las imágenes de una cámara de circuito cerrado de televisión (CCTV), esa tecnología omnipresente en los espacios públicos. También, en el propio museo. Una sugerencia de que los sistemas de vigilancia nos están privando de la intimidad y el anonimato, aunque la cuestión que queda en el aire es hasta qué punto llega eso a importarle al exhibicionista hombre contemporáneo.
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