Marbella negra
A poco de comenzar, por el empuje de un resorte casi instantáneo, no fácil de percibir e imposible de describir, pero no obstante de enérgica eficacia emocional, la vigorosa pantalla de La caja 507, alimentada por la riqueza y la intensidad de la presencia -apacible pero tensa, oscura, con destellos inquietantes- de Antonio Resines, atrapa y fija la mirada, la absorbe. Se convierte así la imagen de esta notable película en un foco hipnótico que crea velozmente una fortísima tensión de espera y de intriga. Este empuje y estas calidades iniciales la convierten en una película de arranque lacónico, casi mudo, antes de que -tras el nuevo golpe de crescendo emocional súbito, casi instantáneo, creado por la irrupción de otra presencia, la de José Coronado- la pantalla se ensanche, se vuelva locuaz y así duplique su envolvente, rotunda, exacta, magnífica elocuencia.
LA CAJA 507
Dirección: Enrique Urbizu. Guión: Michel Gaztambide y E. Urbizu. Fotografía: Carles Gusi. Intérpretes: Antonio Resines, José Coronado, Goya Toledo, Sancho Gracia, Dafne Fernández, Juan Fernández, Miriam Montilla. España, 2002. Género: thriller. Duración: 112 minutos.
La caja 507 salta de un escueto suceso de arranque, un hecho desencadenante devastador, brutal, pero distante. Y tras él, el hilo de la atención y el flujo de la tensión se abren inmediatamente a otro suceso inicialmente impreciso, pero que plano a plano va configurando un intrincado entramado secretamente encadenado con el breve y lejano suceso inicial. Y este nuevo suceso conduce a otro, y éste desemboca en otro, y de éste se deduce otro igualmente inesperado, a lo largo del trepidante zigzagueo sin respiro de una sucesión en sentido literal, un rosario de sucesos, la secuencia de un cada vez más nítido y deslumbrante encadenamiento de violentos recodos argumentales, que acaban construyendo un vibrante y modélico thriller empapado de realidad e incluso de esa forma mayor, noble y elevada, de realidad que llamamos verdad.
Nada de cuanto, trazado con tiralíneas por Enrique Urbizu -en su magistral trabajo de realización del excelente trabajo de escritura suya y de Michel Gaztambide-, ocurre en La caja 507 es consecuencia de un fingimiento. Por el contrario, todo es allí genuina ficción, es decir, pura y dura captura de un estallido de verdades entrelazadas en el tejido de una visión de este tiempo y de esta sociedad, en cuyas trastiendas negras el filme indaga y despliega la arrolladora astucia de su inventiva. Porque es La caja 507 una película cautivadora que cautiva menos por los derroches de pericia e ingenio que lleva dentro que por la fuerza de su convocatoria a la inteligencia y el coraje moral de su llamada a la memoria, pues las oscuridades, las negruras que narra, son luz, conocimiento. Y el itinerario de su trama argumental cruza ásperos territorios verídicos de la salvaje rapiña y el innumerable crimen subterráneo que ensucian la vida española de ahora, lo que da a la violenta metáfora narrada en La caja 507 la turbadora textura y la inmediatez de un documento.
Y el vigor de este documento, el sabor a sangre de este consolador filme, no es un juego al mensaje y al testimonio. Es mucho más que eso. Es también, y sobre todo, un esbozo profundo de tragedia, una exploración del dolor humano. Y ahí entran las explosivas puntas, los vivos y vivificadores rostros, que dan identidad a la frenética doble, y triple, y cuádruple, investigación que pone en marcha -en un formidable trenzado de cruces y choques de personajes y paisajes, desde las cloacas morales de Marbella a las de Gibraltar y Tánger, espeluznante escenario triangular del Estrecho considerado como pozo de negrura- Enrique Urbizu.
Porque en el rastro que deja tras de sí el formidable juego de relevos entre Antonio Resines y José Coronado quedan fijadas las tercas e inolvidables presencias de Goya Toledo, que otorga una fragilidad y una fuerza doloridas y estremecedoras a su hermosa composición; y, más al fondo, las ráfagas de un reparto preciso y conciso -pues son disparados con un extraordinario mimo los personajes episódicos y casi súbitos que bordan Miriam Montilla, Sancho Gracia, Dafne Fernández, Juan Fernández y otras fugaces presencias-, un conjunto escueto, en el que nadie falta y nadie sobra, pues al despliegue de ingenio argumental y a la garra del estilo documental hay que añadir como tercer rasgo definidor del estilo de este más que notable filme su ascética austeridad. Es difícil decir tanto con tan poco, dar tan turbulenta elocuencia a una pantalla tan despojada.
Resines, Toledo y Coronado se adueñan de la pantalla creando a sus personajes de una vez, con un contundente golpe de presencia. Y luego los hacen volar con anchura e intensidad crecientes, conducidos, sobre los cauces abiertos por un guión de alta precisión y por un director expertísimo creador de ritmos interiores, que recupera el aliento que pareció dejarse olvidado hace más de una década en los formidables altibajos de Todo por la pasta, que ahora, en La caja 507, van más allá de donde allí llegaron y abren una vía enérgica e inédita al cine español.
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