Judas, ¿el discípulo amado?
Hizo Judas un favor a Jesucristo? ¿Cumplió un papel que ya estaba escrito para liberarlo de su forma humana? ¿Era Judas su mejor amigo?
Al contemplar en la National Gallery de Irlanda, en Dublín, El prendimiento de Cristo (1602), de Caravaggio, resuenan los ecos novelescos del descubrimiento del cuadro, en 1990, en un comedor dublinés de los jesuitas, y el laborioso proceso que sirvió para limpiarlo y demostrar que era el auténtico y no una mera copia (peripecia que Jonathan Harr narró en El lienzo perdido. En busca de una obra maestra de Caravaggio).
Resuenan también los odios y pasiones que la figura de Judas ha suscitado, y que ahora resume Susan Gubar en un libro publicado en marzo en Estados Unidos bajo el título Judas: una biografía (editorial Norton). El apóstol traidor, el judío codicioso que vende a Jesucristo en Getsemaní por 30 monedas de plata, el suicida, el lobo que besa y muerde, el ser repulsivo cuyas excreciones Martin Lutero convirtió en una escatológica y delirante diatriba contra los judíos. Según Susan Gubar, una figura cuya demonización ha servido incansablemente de pretexto para el antisemitismo, hasta acabar convertida por los nazis en "musa del Holocausto".
El apóstol pelirrojo fue, según Susan Gubar, "la musa del Holocausto"
Pero hay otra cara de Judas que se aleja del Shylock de Shakespeare y del Drácula de Stoker. Es el pelirrojo turbador reivindicado sutilmente a partir del Renacimiento por artistas como Ludovico Carraci (que pintó un Beso de Judas, en 1590, rebosante de sensualidad). O por Caravaggio en el cuadro que se exhibe en Dublín. O por los pensadores ilustrados que desafiaron el concepto de justicia divina. O por escritores como Bulgakov, Borges, Saramago o el Kazantzakis de La última tentación de Cristo, para quien Judas es un paria, un cabeza de turco. O redimido en el musical de Broadway Jesucristo Superstar, donde el apóstol negro expía su culpa como un moderno cooperante de ONG. O por grupos de poderosa rebeldía, como Judas Priest.
Ahora, la pintura de Carava-ggio, restaurada con una delicadeza que desvela el esplendor barroco de los voluptuosos claroscuros del artista, se ha convertido en la atracción de este museo. Las caras de Judas y Jesucristo aparecen iluminadas sobre un paño de color sangre que sobrevuela el fondo; a la izquierda, domina la expresión aterrada de un hombre que huye (posiblemente otro discípulo); en primer plano, contrasta el brillo metálico de la armadura de un soldado con la resignada expresión de Cristo. Todo confluye para alcanzar uno de los "momentos decisivos" que proclamaba el fotógrafo Henri Cartier Bresson como determinantes en la captura artística del impulso dramático y emocional.
En su libro sobre Judas, Susan Gubar lo reivindica como un personaje con dimensión contemporánea. Un hombre en realidad sin biografía. Citado sólo 22 veces en el Nuevo Testamento, no era siquiera mencionado en los primeros textos bíblicos y sólo fue adquiriendo sus dimensiones monstruosas a partir del siglo I, a medida que cristianos y judíos se enemistaban. La actualidad de Judas, según la visión psicoanalítica de Gubar, estriba en que no es el anticristo sino el espejo de Cristo, y, en consecuencia, de nosotros mismos. Judas, el enemigo interior.
Se contempla el cuadro de Caravaggio como la expresión consumada de una historia fabulosa, un instante de una enorme violencia no sólo física, sino sobre todo psicológica. Y la visita se acompaña con la lectura (en el número del 3 de agosto de la revista The New Yorker) de un artículo de Joan Acocella titulado Traición. ¿Debemos odiar a Judas Iscariote? En el texto, la periodista y escritora da cuenta de una polémica cuyo último gran episodio se centra en la aparición en Egipto, alrededor de 1978, de un códice gnóstico del siglo III o IV después de Cristo que contenía el Evangelio de Judas.
La traducción del texto certifica la existencia de aproximaciones opuestas entre las facciones de cristianos que lucharon por imponer su ortodoxia en el siglo IV. Joan Acocella cita a estudiosos que se muestran encantados de contar con un documento antiguo "en el que el hombre escogido en la Biblia como el mayor enemigo de la Cristiandad podría decirse que acaba siendo el mejor amigo de Cristo". "Los hombres habían silenciado a las mujeres", escribe Acocella, "los colonizadores habían silenciado a los colonizados, y ahora veríamos a la Iglesia cristiana estableciéndose mediante el silenciamiento de otras voces cristianas".
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