"El peligro no es lo digital; es la gratuidad"
Hay un barco en miniatura en algún lugar del espléndido despacho que tiene Antoine Gallimard en la editorial que su abuelo Gaston fundó hace ahora un siglo.
Están, también, los libros de la Pléiade, la colección intachable de clásicos que esta editorial "que condiciona el juicio literario francés", como recoge Pierre Assouline en su monumental biografía del fundador.
Y está, claro, la atmósfera que el mismo Antoine, al frente de este transatlántico de la cultura europea, ha creado para seguir haciendo de Gallimard un faro editorial del siglo XX dispuesto a surcar una navegación dificilísima, la de los retos oceánicos del siglo XXI. Él está dispuesto, dice.
Es marinero; a veces, dice Gustavo Guerrero, responsable de la línea hispanoamericana -tan importante en Gallimard-, Antoine deja este despacho, que está al lado de su casa, donde le fotografió Daniel Mordzinski, y se va por esos mares, solitario, a leer, a recargar su manual de instrucciones para llevar adelante este barco.
"El libro digital permite una gran flexibilidad. Es una oportunidad para enriquecer el catálogo y mantener los libros vivos"
"En Francia tenemos la suerte de contar con muy buenos libreros, al contrario que en el Reino Unido, donde han desaparecido"
Ante este marinero nos sentamos, en ese despacho sobrio desde cuyas paredes nos mira la Pléiade.
Pregunta. ¿Cómo ve un gran editor el porvenir del libro?
Respuesta. En primer lugar, no hay grandes editores sino, simplemente, editores, ya sean grandes o pequeños. No me preocupa el lugar del libro en el futuro. Estoy seguro de que seguirá siendo extremadamente importante. El libro digital, lejos de suponer el fin del libro, es una nueva oportunidad para este. Un libro no es simplemente una alineación de caracteres, una maquetación, unos capítulos..., y el libro digital no hace más que añadir un cuerpo nuevo, un peso nuevo al libro tradicional. El libro digital, como la fotografía, permite una gran flexibilidad: diferentes formatos, reimpresiones limitadas. Por lo tanto, es una oportunidad para enriquecer el catálogo y mantener los libros vivos. Creo que el porvenir del libro depende a la vez de los editores y de los autores. Para ejercer este oficio no solo hay que amar la literatura, sino también a los escritores y a la gente, al público. Es un oficio que surge del afán de compartir, a través del libro, universos secretos. Vargas Llosa lo dijo muy bien en su discurso del Nobel: "Cuento historias para hacer que la vida sea mejor". Siempre necesitaremos historias para mejorar la vida. Por eso creo que el libro tiene un brillante porvenir.
P. ¿Es usted optimista desde hace tiempo? ¿O desde el momento en que todo el mundo ha empezado a ser pesimista?
R. Creo que hay que ser voluntariamente optimista. Lo que más me ha preocupado en los últimos años no ha sido la aparición del libro digital, sino una nueva manera de buscar satisfacción en las comunidades adolescentes, que han sumado al tiempo dedicado a la televisión toda una plétora de actividades y prácticas sociales en Internet, de manera que cada vez disponen de menos tiempo para leer.
P. ¿Y es posible que los jóvenes vuelvan a los libros?
R. Siempre es difícil protegerse de las dificultades de la vida. Están ahí, hay que afrontarlas. La cuestión sería saber si nuestra civilización del gusto por la lectura, por toda esa cultura de lo escrito que hemos heredado de nuestros antepasados, va a sufrir una especie de regreso a la Edad Media y a convertirnos en monjes en sus monasterios o, al contrario, vamos a saber dirigirnos al gran público. No hay que temer la desaparición de un cierto tipo de lector: sigue habiendo escritores muy exigentes, como Javier Marías en España, con un gran éxito de ventas. Pero también ha habido una gran distancia entre escritores como Borges u Octavio Paz y la literatura que "llega" al gran público. No hay fatalidad en estas cosas. Podríamos preguntarnos si ese gran público va a dedicarse exclusivamente a Facebook o va a seguir leyendo. Yo estoy convencido de que seguirá habiendo lectores. La literatura siempre ha sido algo precioso: extremadamente frágil y, a la vez, asombrosamente resistente. No, no hay que temer su desaparición, ya la hemos visto sobrevivir al surgimiento de los nuevos medios de comunicación; pero tampoco debemos esperar que se extienda. Se ha vertido mucha tinta sobre la evolución del mundo editorial hacia el mundo de los negocios, sobre cómo editoriales como Planeta, Hachette o Bertelsmann han ido comprando y vendiendo otras empresas: pero estos grandes movimientos de capital no tienen relación propiamente dicha con el mundo del libro, con la cultura del libro.
P. El libro de Assouline sobre su abuelo muestra que inquietudes actuales fueron también inquietudes del pasado. A él le preocupaba si debía o no publicar literatura popular, y creó la "serie negra". ¿A usted qué le preocupa ahora de la relación entre la industria y su concepto personal del libro?
R. La problemática no ha cambiado desde principios del siglo XX. Mi abuelo no dudó en publicar libros muy comerciales junto con otros mucho más exigentes, como la poesía de Lorca o los ensayos de Valéry. Lo importante era saber cómo se podía combinar la publicación de libros populares y la de libros de calidad. Y atreverse a decidir. Mi abuelo no quiso publicar a Simenon en la Pléiade, a pesar del apoyo de Gide. Fue un error por su parte, que yo corregí. Por el contrario, Céline fue publicado en la antigua Pléiade, a pesar de ser un antisemita y un provocador: fue una elección difícil y muy valiente. En el oficio de editor hay que saber amar, pero también hay que saber elegir. No hay que ponerle límites al gusto literario. Siempre hay que buscar, como busca un pescador, pero también hay que conocer y dejar que lleguen las mareas en lugar de intentar atraerlas.
P. Su abuelo tenía una enorme autoridad y dominaba todos los sectores de la edición. ¿Qué diferencia hay entre él y la figura del editor actual?
R. En la época de mi abuelo, la librería desempeñaba un papel muy importante, había muchas editoriales familiares, independientes: el mundo del libro era como un verdadero pueblecito. Hoy rige la ley de mercado y encontramos grandes engranajes, grandes superficies, pocas editoriales independientes, una gran concentración en los grupos fuertes, cada vez menos librerías. Por fortuna, las editoriales no construyen aviones, y pueden recuperar con mayor facilidad el equilibrio frente a los problemas de mercado y de distribución, sin que el tamaño de la empresa productora suponga una diferencia fundamental. La fuerza de Gallimard radica en ser una editorial de escritores. Malraux, Paz, Borges nos han recomendado libros; escritores como Vargas Llosa nos siguen descubriendo autores.
P. Gallimard se ha mantenido independiente durante un siglo. ¿Cómo lo ha logrado?
R. Son varios los factores que han protegido la editorial en momentos de peligro: la calidad, la opinión pública, incluso la preocupación de políticos como Mitterrand. Ha habido un movimiento general de simpatía por nuestro quehacer literario, por una editorial que ha representado algo importante a lo largo de toda su historia y lo sigue haciendo ahora.
P. ¿Con los mismos presupuestos intelectuales, culturales, en medio de la revolución digital?
R. La revolución digital es una revolución tecnológica, basada en la rapidez con la que podemos captar contenidos. Lo importante es saber si esta revolución va a transformar el comportamiento del lector o del imaginario del escritor. Yo no creo que eso suceda, del mismo modo que ni la radio ni la televisión transformaron nada en ese aspecto. El peligro no es lo digital: como dije antes, la edición digital es una oportunidad. El auténtico peligro es la gratuidad. No se trata de culpar a Internet sino a la piratería. Estamos trabajando en crear una colección digital que sea atractiva para los jóvenes, no demasiado cara. Gallimard ha entablado procesos judiciales contra servidores de acceso como Orange, para que dejen de alojar sitios en los que la gente sube ilegalmente libros de la editorial. Y hemos conseguido que se cierren esos portales, pero a la vez Orange nos ha atacado en nombre del libre acceso. Como presidente del SNE [Sindicato Nacional de la Edición], actualmente lucho por los derechos de la explotación digital y por conseguir una ley que asegure el control de precios del libro digital, tanto para preservar el valor del libro, de la creación y de la edición como para proteger a los libreros y a los escritores.
P. La música y el cine se han visto gravemente afectados por la piratería. ¿Considera que el mundo del libro está mejor equipado para luchar contra ella?
R. El libro está mejor armado que la música porque, por naturaleza, no es tan inmaterial. El libro alcanza a más sentidos: el tacto, por el formato, el olor del papel, la vista... Y su intermediario histórico es el librero. En Francia tenemos la suerte de seguir contando con muy buenos libreros, al contrario que en el Reino Unido, por ejemplo, donde el librero ha desaparecido... El mundo de la música nunca se dio cuenta del peligro; pero el libro ha llegado más tarde que la música al mundo digital. Incluso los políticos, los medios de comunicación y la opinión pública han tomado conciencia del riesgo. Ahora tratamos de que el mercado sea lo más amplio y atractivo posible, pero sin dejar de luchar contra la piratería.
P. Pero hay un sector que considera que la cultura debe ser gratuita.
R. Sin duda. No solo en Francia, en todas partes.
P. ¿Y cómo se puede luchar por el libro en el medio digital?
R. Es importante construir un marco legislativo que permita sostener el mercado. Si los editores dejan de pelearse entre sí por el precio del libro, se puede crear un mercado capaz de instalarse. Hasta ahora, la política comercial la han dirigido, sobre todo, las grandes superficies como la FNAC. Los editores deben ganar mayor presencia en la política comercial. Y el Gobierno europeo debe acordar, de una vez por todas, medidas tan duras contra los servidores de acceso respecto a la piratería como, por ejemplo, respecto a la pedofilia. Aceptar el hecho de que la piratería existe, y penalizarla. Cosa que hará; es una cuestión de tiempo.
P. ¿Cree que la opinión pública europea está preparada para asumir medidas tan impopulares?
R. No, creo que todavía es pronto. Pero creo que lo hará en los próximos 20 años.
P. ¿Cuál es su percepción, como editor tradicional, del mercado del libro digital?
R. De momento, nuestra experiencia en este sector es muy limitada. En Estados Unidos, el mercado digital empieza a ser importante. En Francia, por ahora, supone menos del 1%. Encontramos en él muy poca literatura, y apenas libros de arte. Sin embargo, hemos digitalizado nuestro catálogo para que las obras estén más disponibles, lo cual nos facilita también la capacidad de reacción a la hora de editar. En 2007 se instaló en Estados Unidos la primera máquina pública de "libro expreso", que permitía al usuario la impresión y encuadernación "a la carta" de un libro en cuestión de minutos. Sin duda, el libro digital facilita muchas cosas; por ejemplo, las devoluciones de las librerías suponen una gran dificultad para el editor, pero el libro digital soluciona el problema del almacenamiento.
P. Puede ocurrir que, como en las películas de Hitchcock, nos estén desviando con las preocupaciones digitales otros asuntos cruciales del mundo del libro...
P. El libro digital nos preocupa porque puede suponer, sobre todo, la desaparición de los intermediarios naturales entre el lector y el autor. Y se teme que esto arrastre toda una conmoción, un cambio radical en el mundo del libro. Que ya no haya necesidad de editores o de libreros. Yo creo, al contrario, que puede producirse un retorno a ciertos valores tradicionales, un rechazo a la idea de que nuestra vida gira en torno al dinero, del mismo modo que ya existen movimientos alternativos de reacción contra la comida rápida de mala calidad o contra el consumismo compulsivo, especialmente a raíz de la crisis económica. Esta es mi apuesta.
P. A su alrededor la gente se refiere a usted como al capitán de un barco. Para quien no es marinero como usted, un barco puede evocar la idea de soledad y miedo. ¿Siente usted a veces esa soledad, ese miedo, en el mundo de la cultura de hoy? ¿Estamos en un momento en que sería legítimo sentirlo?
R. La imagen marítima es acertada por dos razones. La primera, porque me gusta la navegación de cabotaje, me gusta descubrir gentes y paisajes. La segunda, porque la tripulación es fundamental para mí. Puede que haya noches en que no consiga dormir, me levante y lea un libro; pero durante el día, la presencia de la tripulación me tranquiliza. Tengo amigos que tripulan el barco del mundo del libro en todas partes, mantengo con ellos una relación cálida, hospitalaria, generosa.
P. Un veterano periodista español, Jesús de la Serna, dice que el capitán come solo en su camarote...
R. También me gusta estar solo. No hay nada más importante que disponer de momentos para uno mismo. Por ejemplo, momentos para leer.
P. Una editorial que ha pasado de su abuelo a su padre, a usted. ¿Qué peso tiene la tradición aquí?
R. La tradición es descubrir y editar un libro por su calidad intrínseca. Y para preservar la tradición a veces hay que retorcerle el cuello, so pena de convertirse en una caricatura de la propia historia. Por eso Gallimard no ha tenido miedo de acoger al mismo tiempo a autores muy diferentes entre sí: desde los surrealistas al nouveau roman o Mauriac, hasta los autores contemporáneos.
P. ¿Hay una palabra que defina su relación con el mundo de la edición?
R. Diría que la paciencia.
La biblioteca
Pierre Assouline señala en su biografía del abuelo Gaston (Ediciones Península, prólogo de Rafael Conte) que en la inmediata posguerra el fundador tenía ya en su catálogo El principito de Saint Exupèry, La condición humana de Malraux, La náusea de Sartre, El extranjero de Camus... Con semejante historia se encontró mucho más tarde el nieto, de modo que a Antoine Gallimard le resulta muy difícil elaborar el decálogo de sus propias lecturas. Lo ensaya al fin y este es el resultado:
Viaje al fin de la noche de Céline; En busca del tiempo perdido de Proust; La piedad peligrosa de Zweig; Las relaciones peligrosas de Laclos; Lolita de Nabokov; Don Quijote de Cervantes; Los holgazanes del valle fecundo de Albert Cossery y El alcalde de Castlebridge de Thomas Hardy.
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