"Los aliados del terrorismo están en los santuarios de la economía"
El escritor italiano Umberto Eco, catedrático de Semiótica desde el año 1971 en Bolonia, es uno de los más acreditados analistas del mundo contemporáneo, lo que incluye el fenómeno James Bond. Además, es novelista y recibió en 2000 el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
Pregunta. En su libro ha reunido textos escritos entre 2000 y 2005. ¿Qué ha cambiado en el mundo cinco años después del 11 de septiembre de 2001?
Respuesta. Para empezar, hemos comprendido la imposibilidad y la inutilidad de la guerra tradicional teorizada por Clausewitz. A lo largo de los siglos, para que hubiera una guerra tenía que haber dos bandos en conflicto, claramente identificables. Las fuerzas y las intenciones de cada uno eran secretas, con el fin de coger al otro por sorpresa (por eso fusilaron a Mata-Hari). Existía una auténtica solidaridad dentro de cada bando. Ahora bien, desde la guerra del Golfo, la guerra ya no se desarrolla entre dos líneas de frente netamente separadas, y las nuevas tecnologías de comunicación permiten, de Bagdad a Washington, flujos de información que nadie puede detener y que desempeñan el papel que tenían antes los servicios secretos. La guerra produce una inteligencia permanente con el enemigo. Desde el 11 de septiembre, la guerra ya no concierne a dos países opuestos. Se enfrentan, por un lado, la comunidad occidental, y por otro, el terrorismo fundamentalista, que no tiene patria ni territorio. Peor aún, el territorio más seguro para el terrorista es el mismo país al que quiere amenazar y cuya tecnología y armas adopta (se han destruido dos torres estadounidenses con dos aviones estadounidenses); el enemigo vive en la sombra. Aunque el fin de todo acto de terrorismo no es solamente matar ciegamente a algunas personas, sino también lanzar un mensaje destinado a desestabilizar al enemigo, desde el momento en que los medios de comunicación retransmiten estos actos (y no pueden evitar hacerlo), colaboran de hecho con el enemigo. Por otra parte, los aliados del terrorista no se esconden en los Estados rebeldes, sino en el corazón de los santuarios de la economía mundial (la City de Londres o las islas Caimán) donde anidan sus poderes ocultos y económicos. Si todo esto es cierto, ninguna guerra tradicional es posible. Entonces hay que inventar algo nuevo. Todo el mundo lo ha comprendido salvo George Bush, que ha respondido con una guerra tradicional cuyos resultados, trágicos o grotescos según nuestro grado de cinismo, estamos evaluando.
"El territorio más seguro para el terrorista es el mismo país al que quiere amenazar, y cuya tecnología y armas adopta; el enemigo vive en la sombra"
"Me ha parecido simbólico que después de Marconi y el telégrafo sin cable hayamos vuelto, con Internet, a la transmisión por cable telefónico"
P. Usted escribe que el principio del tercer milenio es pródigo en pasos de cangrejo, en "marcha atrás". ¿Hemos entrado en un largo periodo de regresión?
R. Hay que aceptar las paradojas en cuanto tales. Ante todo, yo no soy hegeliano, no creo que la historia progrese siempre hacia lo mejor. Hay momentos de marcha atrás. El equilibrio mundial establecido al final de la I Guerra Mundial no ha supuesto un avance con respecto al anterior. Hemos visto lo que ha pasado. La situación en Oriente Próximo desde la invasión de Irak no es mejor que antes. Todo el mundo está buscando a cualquier precio la forma de volver atrás. La ciencia y la tecnología progresan. En muchos casos, sabemos cada vez más. Nuestros coches van más deprisa que hace 30 años, pero eso no quiere decir que saquemos el mejor provecho de estos avances científicos y tecnológicos. Desde los nuevos desórdenes climáticos es evidente que no se puede seguir con la civilización del petróleo. Al principio de mi libro he elegido ejemplos llamativos de esta marcha de cangrejo. Me ha parecido simbólico que después de Marconi y el telégrafo sin cable hayamos vuelto, con Internet, a la transmisión por cable telefónico. Pero he tomado ejemplos similares como pretextos para denunciar las regresiones provocadas por el Gobierno de Berlusconi. Mi libro no es un tratado de metafísica, sino un alegato político.
P. El año 2001 vio la victoria de Berlusconi. Usted le atacó con virulencia en vísperas de las últimas elecciones. ¿Cómo juzga los comienzos de su sucesor, Romano Prodi?
R. Con cierta inquietud. Para ganar las elecciones, Prodi se ha visto obligado a constituir una alianza con una izquierda radical, una izquierda reformista y ciertos elementos dudosos, más interesados en las ventajas de sus grupúsculos que en el interés general. Esto, desde luego, crea dificultades. Pero si su casa se quema, usted no pregunta quiénes son los que le ayudan a apagar el fuego. La prioridad es detener el incendio. Sin embargo, la visión general de Prodi me parece buena, y ha demostrado que es un estadista y no un aventurero como su predecesor. Fíjese en cómo ha actuado en la cuestión de Líbano. Ha trabajado como un buen diplomático, con sentido del equilibrio, actuando a favor de la unidad europea y no de su beneficio personal.
P. ¿Para hacer la guerra se necesita cultura?
R. En mi libro hay dos o tres artículos en los que me pregunto por qué antes de declarar la guerra a Irak, Bush no consultó a los mejores antropólogos de las universidades estadounidenses, que habrían podido darle valiosos consejos sobre la mentalidad árabe y musulmana. Al principio de la guerra con Japón, los estadounidenses pidieron a Ruth Benedict que escribiera un análisis de la cultura japonesa. Eso dio lugar a una obra maestra de antropología cultural, El crisantemo y la espada. En cierta medida, este libro ayudó a los estadounidenses a evitar meteduras de pata irreparables en sus relaciones con los japoneses, durante y después de la guerra. Cito también el prodigioso libro de Peter Hopkirk sobre el Gran juego en Asia central, el que nos cuenta Kipling en Kim y que fue realmente jugado por Rusia y Gran Bretaña durante todo el siglo XIX para controlar India, Irán y Afganistán. Se trata de un texto brillante. Hoy estamos cometiendo los mismos errores que se cometieron en aquella época. Pero en el siglo XIX se sabía muy poco de esos países, mientras que hoy bastaría con leer el ensayo de Hopkirk. Se dice que la guerra es algo demasiado serio como para dejarla a los generales. Deberíamos decir también a los hombres políticos cuando son incultos. Yo digo siempre que si Napoleón no hubiera vendido Luisiana a los estadounidenses para financiar la campaña de Rusia, EE UU sería hoy un país francófono. Se podría replicar que Napoleón no podía saber en qué se iba a convertir EE UU, y que Tocqueville sólo lo iba a comprender un poco más tarde, pero Napoleón habría podido leer al menos las cartas de un granjero estadounidense, de Michel Guillaume Jean Crèvecoeur...
P. ¿La civilización de lo escrito tiene todavía un buen futuro?
R. Eso espero, por usted y por mí. Es cierto que hacia mediados del siglo pasado había sociólogos que predecían una civilización de la imagen, anti-Gutenberg. Pero el ordenador e Internet han restablecido la primacía de lo escrito: el hombre-Internet es un hombre gutenbergiano.
P. ¿Adónde va Internet?
R. Lo ignoro. Aunque Internet haya cambiado nuestras vidas, este progreso tecnológico podría conducirnos a una regresión cultural. Borges nos contaba en Ficciones la historia de Funes o la memoria, este hombre que se acordaba de todo, de cada hoja que había visto en cada árbol, de cada palabra que había oído durante su vida y que, debido a su memoria total, era un perfecto idiota. La función de la memoria no es sólo conservar, sino también filtrar. La cultura es también un proceso de conservación y de filtración, por medio del cual sabemos quién era Hitler, pero no de qué color eran sus calcetines el día en que se suicidó en su búnker. Ahora bien, para un navegante ingenuo, Internet es Funes. Internet le dice todo sin decirle si tal o cual información es fiable. Si no se es un experto es muy difícil decir si un sitio dedicado, por ejemplo, a los platillos volantes es serio o delirante. Toda cultura está regida por los filtros de las enciclopedias (en el sentido del Larousse, pero también de repertorio de saber virtual compartido por una comunidad). Pero la enciclopedia puede decirnos cosas falsas, como las de principios del siglo XX, que nos hablaban del éter cósmico. ¡Si no se educa a los internautas para la navegación, acabaremos por tener 6.000 millones de enciclopedias, una por cada habitante del planeta!
P. Usted es novelista, filósofo, semiólogo, polemista... ¿Cuál es su definición de hombre de bien? ¿Cuáles son los placeres de la erudición?
R. El hombre de bien es el guardián de la enciclopedia y a la vez su crítico. Los placeres de la erudición son otra cosa. La erudición no es la cultura, es una forma particular y secundaria. La cultura no consiste en saber la fecha de nacimiento de Francisco I. Ser cultivado significa ante todo saber que fue un rey de Francia durante el Renacimiento, y cuál era el papel de Francia en el contexto europeo de la época. En cuanto a su fecha de nacimiento, la cultura permite encontrar esta información si se necesita. Yo colecciono libros antiguos y me alegro de tener ciertos conocimientos eruditos; por ejemplo, sé quién era Johannes Petrus Ericus, que escribió en 1697 una Anthropoglotonia sobre la derivación de todas las lenguas humanas del griego. Usted es un hombre cultivado si sabe que no es indispensable saber quién era Ericus, y tendrá una buena cultura si sabe que yo he escrito una historia de las lenguas perfectas y supone que quizá podría encontrar en mi libro algunas informaciones sobre Ericus. Una vez dicho esto, la erudición puede producir placeres incluso sexuales.
P. ¿Qué tres libros se llevaría a una isla desierta?
R. Si fuera a quedarme dos días en la isla, me bastaría con llevarme un ejemplar de Le Nouvel Observateur. Si tuviera que quedarme tantos días como Robinson, necesitaría los 50.000 volúmenes de la biblioteca que tengo en mi casa. Para zanjar la cuestión, me llevaría el Bottin . Con todos esos nombres podría escribir historias infinitas.
© François Armanet, 2006. Le Nouvel Observateur
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