Otro Ulises, otra Ítaca
La casa de mi abuelo Manolo, a poco más de cincuenta kilómetros de Madrid, tenía unas vistas espléndidas del mar Egeo.
A simple vista no se distinguían. Aquella casa enorme de paredes de piedra y techo de pizarra, donde los Grandes de tres generaciones sucesivas veraneábamos juntos y revueltos, estaba rodeada de pinos y no tenía más agua que la de la piscina. Si acaso, en invierno, la nieve que esmaltaba las laderas de la Maliciosa, la trampa inocente de su blancura sobre las traicioneras paredes de una montaña digna de su nombre, que parecía muy fácil de escalar y no lo era.
Granito, pizarra, pinos, la sierra de Guadarrama al fondo y, en primer plano, la humildad desmochada de las tapias de piedra dividiendo los prados donde pastaban un montón de vacas idénticas, atontadas por el mismo sol, coronadas con las mismas moscas. Nada más y siempre igual, un verano, y otro, y el siguiente. Y sin embargo, cuando yo me sentaba en el porche, por las tardes, con aquel libro tan manoseado, el lomo ya roto por las esquinas, los cantos de las páginas muy sucios, impresos por mis dedos con los restos de muchas meriendas, lo veía todo con una agudeza que mis ojos no han vuelto a alcanzar. Mi abuelo Manolo me había regalado aquella versión en prosa de la Odisea, de Homero, por mi primera comunión, y al principio no me gustó. Esperaba algo más grande, más escogido y vistoso, un regalo digno de su amor, de mi amor, de nuestro amor, aquel idilio dorado que durante algunos años nos convirtió en el único abuelo, la única nieta del universo. Lo que me regaló fue exactamente eso y algo más, el libro más importante de mi vida, pero tardé algún tiempo en comprenderlo. Después, nunca lo olvidé.
Mi abuelo me había regalado la 'Odisea' por mi primera comunión, y al principio no me gustó
"¿Y por qué va siempre vestida de negro, mamá?". "Porque es viuda". "¡Ah!", decía yo
Penélope no era viuda, yo lo sabía porque remaba hacia ella todas las tardes
"¡Compradme algo, que vengo andando de Collado Mediano y estas piernas me van a matar!"
La Barata tenía mal carácter, como casi todas las viudas que se pasearon por mi infancia
A los nueve, a los diez, a los once años ya me lo sabía de memoria, pero no me cansaba de leerlo, tampoco de mirar. Y allí, en el jardín, entre los pinos, estaba la gruta de Calipso, y el país de los lotófagos, y las temibles siluetas de Escila y Caribdis, y el palacio de Nausicaa y otros prados, mucho más verdes, más fértiles que los de mi realidad, donde pastaba el ganado de Polifemo...
-¡La Barata! Vengo de Collado Mediano, de Collado Mediano vengo, con muñequitos a diez...
Aquella voz me sorprendía siempre en medio de un naufragio. Hacia las siete de la tarde, cuando Ulises y yo, pobres humanos desarmados, desplegábamos las velas para desafiar, una vez más, la cólera del divino Poseidón, o acabábamos de atarnos al palo mayor de nuestro barco para resistir el canto de las sirenas, llegaba ella, la Barata, pregonando su mercancía por la carretera para que sus gritos perforasen sin esfuerzo los simbólicos tapones de mis oídos.
-¡A diez, los muñequitos, la Baraaata!
La recuerdo muy vieja desde siempre, pero ahora me doy cuenta de que, más allá de su pelo blanco, de su ropa negra, no podía serlo tanto. Aquella mujer que andaba muy despacio, encorvada bajo el peso de un hato inmenso, toda una armadura de cuerdas entrelazadas entre sí donde transportaba un cargamento de cosas de bajo precio y mala calidad, recorría cada día nueve kilómetros a pie. La mitad, de Becerril de la Sierra a Collado Mediano, tan temprano que yo nunca la veía, y otros cuatro kilómetros y medio a la vuelta, de Collado a Becerril, para pasar por delante de la casa de mi abuelo a media tarde.
-¡La Barata! Tengo peines, cepillos, cacerolas y sartenes... Delantales estampados a tres duros. ¡La Baraaata!
Yo levantaba la vista del libro y esperaba a que su voz se alejara hasta perderse del todo, antes de regresar a la fabulosa historia del hombre solo y cansado que quiere volver a casa, aquel mundo glorioso, fascinación de héroes y de dioses, donde pasaban cosas grandes de verdad, y no como en mi vida, el uniformado Madrid de los meses de colegio y aquel pueblo serrano, pequeño, de casas de granito, por donde sólo pasaba la Barata.
"¿Y por qué va siempre vestida de negro, mamá?". "Porque es viuda". "¡Ah!", decía yo, y asentía con la cabeza, porque eso era otra vulgaridad, un rasgo corriente del paisaje de mi vida. Ahora me asombro de no haberme asombrado de pequeña, pero la verdad es que pasé mi infancia rodeada de viudas, mujeres de luto y con malas pulgas. Viuda era Adelina, una íntima amiga de mi abuela materna que solía mirarme sin hablar con los ojos muy negros bajo las cejas casi calvas, unas pocas canas desgreñadas a cambio sobre la frente. Y tan viuda, tan huraña como ella, era la Gía, que vivía en la portería de la casa donde se había criado mi padre, quien le puso el mote siendo niño, al intentar en vano pronunciar su nombre, Brígida. Entre mis tías abuelas había algunas viudas más, y siempre al lado de Charo -que era la única hermana de mi abuelo Manolo que se había quedado soltera, y sin embargo, y al mismo tiempo, la única abuela que yo he tenido-, una mujer vestida de negro que se llamaba Juana. Ella también era viuda, pero yo no lo sabía, no lo supe hasta que un día me fijé en una foto en blanco y negro que tenía siempre sobre la mesilla.
-¿Y estos quiénes son, Juana?
-Pues yo, con mi marido y mis hijas.
-¡Ah! ¿Pero tú has estado casada y has tenido hijos?
-Claro, ¿no lo ves?
-¿Y dónde están? ¿Por qué no los conozco?
-Porque se me murieron todos en unos meses, cuando la guerra...
Penélope tejía un sudario para Laertes en su palacio frío de reina sin hombre, y Telémaco andaba y andaba de una ciudad a otra, preguntando en vano por su padre, que era el único griego que no había vuelto de la guerra, para que yo sucumbiera cada día a una emoción extraña, lejana en el tiempo y en el espacio, pero de una incomparable intensidad. Penélope no era viuda, yo lo sabía porque remaba hacia ella todas las tardes, pero la angustia de su espera me colmaba de inquietud, hasta que la Barata lo desordenaba todo con sus gritos.
"¿Y la Violeta, mamá, también es viuda?". "También". "¡Ah, bueno...!". La Violeta iba vestida de negro, y llevaba gafas de culo de vaso, y hablaba muy poco, lo justo. Vendía golosinas en un lugar que apenas merecía el nombre de tienda, un chiscón oscuro, sin más luz que la que recibía de la calle, con un mostrador de madera muy viejo sobre el que iba poniendo, con mucha parsimonia y sin despegar los labios, las bolsas de pipas, las barras de regaliz o los caramelos Saci, cuatro por una peseta, que yo podía comprar con mi paga de los domingos.
Una tarde, mientras esperaba a que la Violeta completara la cuenta, vi a la Barata detrás del mostrador, sentada en un rincón, el hato a su lado. Fue la única vez que la vi de cerca. Estaba comiéndose un melocotón que cortaba en pedacitos con una navaja, y de repente levantó la cabeza para mirarme. No recuerdo el color de sus ojos, pero, si cierro los míos, aún puedo sentir la dureza metálica, mineral, de aquella mirada profunda y paciente, tan exhausta que ya ni siquiera parecía capaz de sostener la desesperación, tan desprovista de curiosidad que daba miedo. A mí me dio miedo, tanto que no pude afrontarla. Cogí los caramelos muy deprisa, salí del chiscón corriendo, y me regocijé de volver a estar en la calle, de sentir el calor del sol, de ver el cielo. Pero yo, que preguntaba tanto, no me atreví a preguntarme cómo se llamaba lo que me había asustado en los ojos de la Barata.
-¿Y por qué estaba en casa de la Violeta, mamá?
-Porque para allí.
-¿Y por qué?
-No lo sé bien, serán amigas, o no, son cuñadas, creo.
-¿Y la Barata vive con ella?
-Eso tampoco lo sé, a lo mejor tiene una casa en Collado, o vive aquí, con la Violeta, vete a saber...
-¿Y por qué la para la Guardia Civil?
Entonces, mi madre dio un respingo, se quedó quieta, me miró.
-¿A quién?
-A la Barata. A veces la paran antes de llegar al pueblo, cuando va andando por la carretera, ¿no lo has visto nunca?
Seguimos caminando en silencio y luego me contestó que no, que no lo había visto nunca.
-Pues se enfada mucho, ¿sabes? -le conté-, porque la obligan a deshacer el hato, y luego tiene que volver a hacerlo ella sola, y cuando se marchan, los llama malditos. "¡Dejadme en paz, malditos!", dice...
Mi madre se quedó un rato mirándome, como si acabara de perderse entre el pueblo y nuestra casa, aquel camino que habíamos recorrido juntas tantas veces. "Es que tiene muy mal carácter, pobrecilla", dijo por fin, y yo acepté con naturalidad aquella ocurrencia, un argumento vulgar que encajaba a la perfección con la vulgar placidez de aquel pueblo pequeño de casas de granito y calles empedradas, donde el sol salía y se ponía cada veinticuatro horas sin que nunca, jamás, hubiera pasado nada interesante.
-¡La Barata! De Collado Mediano vengo, vengo andando desde Collado, con este calor de mil demonios...
Era verdad que la Barata tenía mal carácter, como casi todas las viudas que se pasearon por mi infancia. Los días buenos no se le notaba, porque se limitaba a pregonar lo que traía, cintas, mantas, esteras, menaje de cocina, telas, peines, cacharros de barro, bisutería y unos pocos juguetes, espadas de plástico y muñecos de goma como los que vendían en los puestos cuando llegaban las fiestas de San Roque. Pero también tenía días malos, sofocantes días de sol sin viento en los que la cuesta arriba, de Collado a Becerril, se le hacía interminable, días de dolor y pies hinchados, amargos como su destino de mujer sola y sin casa, cargada siempre con un hato más grande que ella, los hombros encorvados, la vista en el asfalto, la Guardia Civil al acecho en todas las esquinas. Y entonces se enfadaba.
-¡Compradme algo, leñe, que vengo andando de Collado Mediano y estas piernas me van a matar! ¡Qué ya no puedo más, la Baraaata!
En ese momento, los días malos se volvían buenos, porque su voz desataba un revuelo de mujeres en cada casa, y todas salían corriendo mientras murmuraban palabras de piedad, pobre mujer, vamos a comprarle algo, corre, sí, pobrecita... Yo me quedaba en el porche, leyendo, y las veía venir, atravesar las puertas de Corinto o la isla de Chipre, sosteniendo entre las manos la ofrenda de su compasión, una sartén o un paño de cocina, una espada de plástico o un muñequito de goma, a diez los muñequitos, a diez... Y seguía leyendo, viajando por un mar propio y ajeno de costas fecundas y monstruos legendarios, donde un hombre que volvía de la guerra nunca llegaba a su casa y una mujer sola tejía cada mañana un sudario que destejía cada noche, tan lejos de la granítica pesadez de mi propio paisaje, aquel pueblo pequeño, de casas de piedra, donde nunca pasaba nada que no fuera la Barata.
Ahora me asombro de no haberme asombrado, no entiendo cómo no entendí, no sé por qué nunca supe, pero al pensar en el rey de Ítaca, sucio y cansado, desarmado y solo al desembarcar en la última playa, la veo a ella, vestida de negro y cargada como una mula, siempre en la carretera, de Becerril a Collado, de Collado a Becerril. La Barata nunca llegaba a casa, jamás terminó de tejer el eterno sudario de su miseria, y si alguna vez tuvo entre las manos un arco de tejo con el que vengarse de sus enemigos, pagó el resto de su vida por haberse atrevido a empuñarlo. Yo no lo sé, ni siquiera sé cómo se llamaba, pero recuerdo sus ojos, recuerdo el cansancio y la tristeza de sus ojos, recuerdo el dolor, la pobreza que me enseñaron, y ahora sé que decían la verdad.
Para recordarlo yo, para recordarlo a otros, quiero cargar hoy sobre mis hombros con el hato, con la herencia de la Barata, porque la literatura y la vida son hilos paralelos del telar de Penélope, donde se tejen y se destejen las historias para toda la eternidad. Eso empezaría a comprenderlo también en Becerril, unos años más tarde, cuando me atreví por fin con el otro gran legado de Manolo Grandes Pérez, el hombre sin el que nunca habría llegado a ser quien soy. Él ya se había marchado, pero ni siquiera la muerte lograría separarnos, porque su edición de las obras completas de don Benito Pérez Galdós esperaba por mí en las estanterías de su casa de la sierra.
Pero eso es otra historia, y fue otro verano.
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