Soros y sus consejos para la democracia
Las fundaciones del millonario promueven las sociedades abiertas como medio para alcanzar un orden mundial justo
En su segundo discurso de investidura, el presidente Bush hizo del fomento de la democracia en todo el mundo la clave central de su programa. Como sabe el lector, yo tengo una red de fundaciones dedicadas a fomentar las sociedades abiertas, y por esa razón debería haber celebrado su recién descubierto interés. Al principio me sentí tentado de hacerlo, pero pronto descubrí que los esfuerzos de Bush, como tantos otros, pueden acabar resultando contraproducentes debido a que se basan en falsos pretextos y en una falsa interpretación de la realidad. Al igual que la invasión de Irak ha hecho que ahora resulte más difícil que antes tratar a los tipos como Sadam Husein, la retórica del presidente Bush representa un obstáculo para los genuinos esfuerzos encaminados a fomentar el desarrollo democrático. Así, por ejemplo, la exigencia de un cambio de régimen en Irán ha perjudicado a quienes defienden la sociedad abierta en dicho país.
La retórica del presidente Bush es un obstáculo para fomentar el desarrollo democrático. La invasión de Irak ha perjudicado a los partidarios de una sociedad abierta
En ciertas ocasiones hay que trabajar en un doble plano: por un lado, la fundación local se centra en la sociedad civil, y por otro, yo personalmente trato con el Gobierno
Kosovo era ya un caso dudoso, pero Irak representó una violación del derecho internacional y desacreditó el principio de la responsabilidad de proteger
El principio que hay que establecer es que el fomento de la democracia en todos los demás países redunda en el interés colectivo de todas las democracias actuales
La democracia no puede introducirse por la fuerza de las armas. Alemania y Japón se convirtieron en democracias después de la II Guerra Mundial, pero esa guerra no se libró para imponer la democracia. Alemania y Japón eran los agresores, y al perder la guerra se mostraron predispuestos a cambiar de mentalidad. El generoso trato que recibieron a manos de los vencedores vino a reforzar su voluntad de adoptar un nuevo sistema político. No es ése el caso de Irak.
Las fundaciones de Soros
Introducir la democracia desde fuera es un asunto complicado, debido a que el orden mundial imperante se basa en la soberanía de los Estados, y éstos tienen derecho a resistirse frente a una intervención exterior. Mis fundaciones no dudan en involucrarse en los asuntos internos de los distintos países -al fin y al cabo, la democracia es un asunto interno-, pero lo hacen como ciudadanos del país en cuestión. La red está integrada por fundaciones locales cuya dirección y cuyo personal están formados predominantemente por habitantes locales, que asumen la responsabilidad de los actos de las fundaciones.
Cada fundación ha seguido su propio camino -algunas con más éxito que otras-, pero existen algunos rasgos comunes. Seguimos una estrategia de doble vía: respaldar a la sociedad civil y ayudar a que el Gobierno se haga más democrático y más eficaz. A menudo se confunde sociedad abierta con sociedad civil, pero la sociedad abierta necesita también un Gobierno que funcione y con el que la sociedad civil pueda interactuar. Si nos involucramos en acciones de capacitación, lo hacemos siempre en cooperación con el Gobierno, y, por tanto, sin que medie ninguna violación de la soberanía. Allí donde el Gobierno se muestra receptivo, la fundación puede lograr más cosas; allí donde se muestra hostil, la fundación se hace más necesaria, y sus miembros suelen tener una mayor percepción de cuál es su objetivo.
En ocasiones hay que seguir las dos vías de manera separada: la fundación local se centra en la sociedad civil, y yo personalmente, como representante de una fundación extranjera, trato con el Gobierno. Otras veces la segunda vía no puede seguirse en absoluto. Allí donde la fundación local debe hacerse cargo de ambas vías, asociarse con un determinado Gobierno puede convertirse en un problema, ya que cabe la posibilidad de que el Gobierno siguiente pretenda deshacer todo lo que había hecho el anterior. Eso es lo que ocurrió en Hungría y en Bulgaria: las fundaciones quedaron encasilladas como aliadas de una determinada coalición partidista y atrajeron la hostilidad de la otra.
Pronto me di cuenta de que una de las contribuciones más importantes que las fundaciones podían aportar era mejorar la capacidad de los gobiernos tanto en el ámbito central como local. La sociedad civil va bien a la hora de criticar y controlar, pero tiene que haber algo que pueda ser controlado y a lo que se pueda exigir responsabilidades. Así, proporcionamos formación a los empleados públicos y ofrecimos becas a ciudadanos que se educaban en el extranjero para que pudieran volver a casa y trabajar en el Gobierno. También pusimos expertos extranjeros a disposición de los distintos gobiernos. Esta estrategia venía a llenar una laguna. Los países donde trabajábamos estaban inundados de expertos enviados por varios países extranjeros e instituciones internacionales; pero éstos no contaban con equivalentes adecuados en el Gobierno con los que poder interactuar. Nosotros proporcionamos a los gobiernos expertos extranjeros que trabajaran para ellos, y no para los países donantes. Éstos podían tratar de igual a igual a los representantes de las instituciones internacionales, haciendo grandes progresos. Países como Ucrania se beneficiaron sobremanera de este planteamiento. El único problema que plantea el uso de expertos extranjeros es que éstos vienen y van; para poder aprovechar su experiencia de una forma permanente, creamos institutos políticos dotados de personal local que actuaran como asistentes, y que esperábamos que retuvieran algunos de los conocimientos una vez se hubieran marchado los expertos extranjeros.
Durante los caóticos primeros días actuábamos por iniciativa propia, y yo solía involucrarme personalmente. Pero a largo plazo eso resultaba inapropiado, de modo que nos asociamos, entre otras organizaciones, con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), institucionalizando nuestra asistencia. El PNUD participó también por su propia iniciativa en otros esfuerzos similares en varios países. Quizá el más fructífero fue el de Nigeria, donde el presidente Olusegun Obasanjo solicitó el regreso de una funcionaria del Banco Mundial, Ngozi Okonjo-Iweala, para que asumiera la cartera de Hacienda, y durante un periodo de transición el PNUD siguió pagándole su salario del Banco Mundial (ya que tenía hijos estudiando en escuelas privadas de Estados Unidos cuya educación debía pagar). Diversos intereses amenazados por las reformas aprovecharon la ocasión para criticar la medida, pero Ngozi valía su peso en oro.
En cooperación con el PNUD, creé fondos de capacitación en varios países, incluida Georgia, tras la denominada revolución de las rosas de 2003, cuando cayó el régimen del presidente Eduard Shevardnadze. El fondo pagaba 1.200 dólares mensuales a los ministros del Gobierno y 100 dólares a los policías. Ello permitió al presidente Mijaíl Saakashvili atraer al Gobierno a personas cualificadas y eliminar los controles policiales que se empleaban regularmente para extorsionar a los ocupantes de los vehículos que pasaban, lo cual, a su vez, dio a la opinión pública la sensación de que las cosas iban a mejorar. Aunque el proyecto estuvo administrado por el PNUD, yo fui objeto de una maliciosa campaña de propaganda orquestada por Rusia, en la que me acusaron de tener a sueldo al Gobierno de Georgia. Tanto el PNUD como yo personalmente creemos que los fondos de capacitación pueden ser muy efectivos, pero éstos deben convertirse en instituciones dotadas de reglas y procedimientos bien establecidos, con el fin de evitar las críticas de las que han sido objeto en el pasado. Liberia es la primera candidata para uno de tales fondos.
La Declaración de Varsovia
Una cosa son las iniciativas privadas como la mía, y otra muy distinta, la intervención de un Gobierno en los asuntos internos de otros países. El orden mundial actual se basa en los principios paralelos de la soberanía y la no intervención, aunque dichos principios suelen observarse sólo de boquilla. Tenemos que clarificar las cosas. El principio que hay que establecer es que el fomento de la democracia en todos los demás países redunda en el interés colectivo de todas las democracias actuales. Ese principio se incorporaba ya de hecho en la Declaración de Varsovia de 2000, firmada por 107 Estados (un número mayor que el de las democracias reales actualmente existentes en el mundo); sin embargo, y como la mayoría de tales declaraciones, se trató de un gesto vacío.
El principio puede justificarse por varias razones. En primer lugar, en nuestro mundo, cada vez más interdependiente, lo que pasa dentro de unos países puede afectar a los intereses vitales de otros. Los talibanes y la presencia de Al-Qaeda en Afganistán planteaban una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. En segundo término, la libertad y la democracia representan una aspiración humana universal. En tercer lugar, constituyen también un ingrediente esencial del desarrollo económico, tal como ha mostrado Amartya Sen en su libro Desarrollo y libertad. En cuarto término, aunque la democracia es un asunto interno, a menudo requiere de una mano amiga externa. Algunos gobiernos carecen de la suficiente capacidad; otros no pretenden sino mantenerse en el poder. La gente normalmente no puede protegerse frente a la represión, y una intervención externa puede convertirse en su único salvavidas. Entonces, ¿cuáles son las reglas que deberían regular la intervención extranjera?
Hemos de distinguir entre intervenciones constructivas y punitivas. No hay conflicto entre una intervención constructiva, ejemplificada por mis fundaciones, y el principio de la soberanía nacional, puesto que los países afectados la aceptan voluntariamente. Los problemas empiezan cuando un Gobierno rechaza un apoyo exterior sobre el que no puede ejercer control.
Se ha desarrollado una doctrina para justificar la intervención punitiva, denominada "la responsabilidad de proteger". Sostiene que la soberanía reside en el pueblo, y que éste la confía al Gobierno. Cuando el Gobierno abusa de esa confianza y viola los derechos humanos del pueblo, la comunidad internacional tiene la responsabilidad de proteger al pueblo. Esta doctrina ha empezado a gozar de cierto reconocimiento, aunque sin llegar a la plena aceptación, en el seno de las Naciones Unidas. Pero plantea dos problemas: primero, ¿quién constituye la comunidad internacional?, y segundo, dado que la doctrina sólo puede aplicarse a casos de graves violaciones de los derechos humanos, ¿qué puede hacerse en casos menos graves, y, en consecuencia, más esperanzadores?
Dado que la doctrina se ha planteado en el seno de las Naciones Unidas, la institución que más obviamente representa a la comunidad internacional es esta: las Naciones Unidas. Por desgracia, los países que la integran raramente se ponen de acuerdo de forma unánime; por tanto, resulta concebible que una coalición ajena a las Naciones Unidas tenga que actuar en nombre de la comunidad internacional. Ése fue el caso de Kosovo, donde la OTAN tomó la iniciativa. La medida funcionó porque contaba con el respaldo tácito de Rusia, que se habría sentido obligada a vetar una resolución del Consejo de Seguridad. Rusia desempeñó un papel clave a la hora de persuadir a Slobodan Milosevic de que cediera sin oponer resistencia.
Yo apoyé, e incluso alenté, la intervención de la OTAN, primero en Bosnia y después en Kosovo; pero me opuse fervientemente a la invasión de Irak. Ello se debe al hecho de que Estados Unidos actuó de manera unilateral y arbitraria, y, al hacerlo, socavó la legitimidad de la comunidad internacional para futuras intervenciones. Kosovo era ya un caso dudoso, pero Irak representó definitivamente una violación del derecho internacional y desacreditó el naciente principio de la responsabilidad de proteger.
Resulta irónico, pero la invasión de Irak ha hecho que ahora resulte más difícil tratar a los tipos como Sadam Husein. Sadam era un horrible tirano, y sin duda la mayoría de la gente está de acuerdo en que ha sido bueno librarse de él. Pero hay muchos otros tiranos en el mundo, como Kim Jong Il, en Corea del Norte; Than Shwe, en Myanmar; Robert Mugabe, en Zimbabue; Saparmurad Niyazov, en Uzbekistán, o Bashar Assad, en Siria, por mencionar sólo a los que violan más flagrantemente los derechos humanos. Qué debemos hacer con tipos como Sadam constituye uno de los grandes problemas no resueltos del orden mundial imperante, y la invasión de Irak no ha hecho sino alejarnos de la solución.
La comunidad internacional se ha visto trastornada desde la invasión de Irak. Ahora cualquier cosa que proponga Estados Unidos se contempla con absoluto recelo y cuenta con una oposición casi refleja por parte de otros países; al mismo tiempo, Estados Unidos está representado en las Naciones Unidas por John Bolton, el protegido de Dick Cheney, que aspira a convertir la ONU en una herramienta de la política estadounidense. Como resultado, las Naciones Unidas se hallan en la práctica en un punto muerto: no ha habido ningún progreso en los Objetivos de Desarrollo del Milenio; la propuesta de crear un Consejo de Derechos Humanos se aprobó solo con grandes dificultades, pese a la solitaria oposición estadounidense, y toda una serie de necesarias reformas administrativas se han rechazado sólo porque las había propuesto Estados Unidos. Norteamérica debe cambiar su talante antes de poder ejercitar adecuadamente la responsabilidad de proteger.
Participación constructiva
Aun en el caso de que Estados Unidos lograra restablecer su posición como líder de la comunidad internacional, seguiría quedando el segundo problema. La responsabilidad de proteger se aplica sólo en casos extremos, pero ¿cómo puede ejercerse presión en otros casos menos graves? Un sencillo principio salta a la vista: deberíamos actuar mucho más en el ámbito constructivo. La participación constructiva no viola el principio de soberanía, y, lo que es más importante, tampoco lo viola la retirada de ayuda. Cuanto más hagamos en el ámbito constructivo, más opciones tendremos a la hora de imponer sanciones. Además, el desarrollo democrático necesita desesperadamente la ayuda exterior. He estado defendiendo esta argumentación desde que me involucré en la tarea de fomentar sociedades abiertas, aunque en vano. Creé mis fundaciones en países como Ucrania con la esperanza de que otros siguieran mi ejemplo; pero cuando volví la vista atrás no vi a nadie. Bien al contrario, el orden mundial imperante se ha decantado hacia el extremo opuesto, cosa que atribuyo al fundamentalismo mercantil. Proporcionar asistencia va contra corriente, pero imponer la disciplina del mercado encaja perfectamente.
Un cambio de talante por parte de Estados Unidos comporta algo más que aceptar la responsabilidad única del liderazgo mundial: exige reconsiderar el papel de los mercados, así como el papel del Gobierno en el ámbito nacional. Estados Unidos no puede liderar la participación constructiva en el extranjero sin practicarla en su propio territorio.
Estadista sin Estado
ME GUSTARÍA aclarar mi postura: mi objetivo es hacer del mundo un lugar mejor. Esto no tiene nada de extraño. Hay mucha gente que comparte esta aspiración y trabaja para conseguirlo de forma mucho más desinteresada que yo. Lo que me diferencia es que yo puedo hacerlo a una escala superior a la mayoría. Cuando era primer ministro de Macedonia, Branko Crvenkovski me calificó en una ocasión de estadista sin Estado. "Los Estados tiene intereses, pero no principios", dijo entonces. "Usted tiene principios, pero no intereses". Me gusta esta identificación, y trato de vivir conforme a ella. El mundo necesita desesperadamente estadistas sin Estado.
Nuestra sociedad recela de quienes afirman ser virtuosos, y no sin fundamento. Mucha gente rica quecrea fundaciones tiene motivos ocultos para hacerlo. Me gusta creer que yo soy distinto. Tener la posibilidad de hacerlo constituye un raro privilegio, y ejercer ese privilegio ya es bastante recompensa.
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