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LECTURA

¿Pensar como Google?

El 'bloguero' estadounidense Jeff Jarvis plantea una teoría sobre lo que harían muchas empresas si aplicaran los criterios de Google, alabada por el autor como la compañía que mejor ha entendido los cambios impuestos por Internet. Publicamos fragmentos de su libro

Parece como si no hubiera empresa, ejecutivo o institución que verdaderamente entienda cómo sobrevivir y prosperar en la era de Internet. A excepción de Google. Así, en la actualidad, frente a cualquier reto, es lógico preguntarse: y Google, ¿cómo lo haría? En la gestión, el comercio, las noticias, los medios de comunicación, las manufacturas, el marketing, los servicios, la inversión, la política, el gobierno, e incluso en la educación y la religión, responder a esta pregunta es la clave para navegar por un mundo que ha cambiado radicalmente y para siempre.

Ese mundo está al revés, de dentro afuera, contradictorio y confuso. ¿Quién podría haber imaginado que un servicio gratuito de clasificados tendría un efecto tan profundo y permanente en los medios de comunicación, que chicos con cámaras y conexiones a Internet podrían reunir a un público más amplio que los canales de cable, que solitarios con teclados podrían derribar a políticos y empresas, y que esos desertores podrían crear compañías de miles de millones? Todos ellos no lo han conseguido rompiendo las reglas, sino operando con las nuevas reglas de una nueva época.

Cuanto más tráfico manda Google a páginas con anuncios, más dinero hacen esa empresa y los sitios web, dice el autor
La electrónica personal podría parecer inmune a la 'googlificación', pero no. Los luchadores de la privacidad deben alucinar

(...) Las industrias y las instituciones, en sus momentos más mesiánicos, tienden a ver Internet a su propia imagen y semejanza: los comerciantes piensan en la Red como una gran tienda, como un catálogo y una caja registradora. La gente que se dedica al marketing ve Internet como un lugar en el que difundir los mensajes de su marca. Las empresas de medios ven la Red como un medio, asumiendo que tiene que ver sobre todo con contenido y distribución. Los políticos piensan que es un canal para vehicular su mensaje y captar fondos, así como una nueva forma de distribuir su propaganda. Las compañías de telecomunicaciones quieren convertirlo en su nueva infraestructura.

Todos quieren tener el control de la Red porque así es como ven su mundo. Fijaros en la retórica del valor de las empresas: las empresas tienen clientes, el control de la distribución, hacen acuerdos exclusivos, dejan fuera de juego a la competencia, mantienen en secreto sus desarrollos comerciales. Internet hace estallar todos esos puntos de control. Aborrece la centralización. Ama el nivel del mar y echa abajo las barreras de entrada. Desprecia el secretismo y recompensa la apertura. Favorece la colaboración por encima de las propiedades. Los que un día fueron los más poderosos miran con pavor Internet cuando se dan cuenta de que no pueden controlarlo.

(...) Google sostiene su economía de clics y enlaces patrocinados, que aparecen en sitios web tan pequeños como mi blog y tan importantes como el NYTimes.com; prácticamente cualquiera puede unirse a su red publicitaria. Si Google pensara como una vieja compañía -como, por ejemplo, Time Inc. o Yahoo- habría controlado los contenidos, hubiera construido un muro alrededor y hubiera intentado mantenernos dentro de la red.

Pero en vez de eso, se abrió y puso sus anuncios en cualquier parte, construyendo una red publicitaria tan vasta y poderosa que está ya adelantando a las industrias de los medios y de la publicidad, incluso si a la vez colabora con ellas y las potencia online. Ahí está el siguiente virtuoso círculo de Google: cuanto más tráfico manda Google a páginas con anuncios, más dinero hace; más dinero hacen a su vez los sitios web y más contenido pueden crear para que Google lo organice. Google también ayuda a esos sitios dándoles contenidos y funcionalidades: mapas, aplicaciones web, buscadores de páginas, vídeos de YouTube. Google alimenta la Red para hacerla crecer.

(...) En una ocasión, hace tiempo, estaba reunido con un grupo de fabricantes de coches cuando les sugerí lo que temía que era una blasfemia para ellos: les insistí en la necesidad de abrir su proceso de diseño y de hacerlo transparente y colaborativo. Las empresas automovilísticas no tienen vías para escuchar las ideas de sus clientes. Si las tuvieran, hace años yo mismo hubiera estado entre la legión que les hubiera dicho de buena gana que debían invertir 39 céntimos en una entrada para conectar el iPod en el coche. Cada vez que intento escuchar podcast en mi coche debo hacer varios apaños -transmisores de frecuencia modulada que no pueden transmitir a más de un palmo de distancia y esos trastos de casetes (si tienes aún una platina) que son ruidosos y poco fiables-. Maldigo a los fabricantes de automóviles y a sus proveedores. Al menos, déjennos ayudar en el diseño de las radios que instalan, les insistí.

Mi petición era sacrílega, ya que los fabricantes de coches han sido tradicionalmente herméticos acerca de su diseño. Creen que el diseño y la sorpresa final son su salsa especial. Es por eso por lo que ocultan los nuevos modelos como si fueran armas confidenciales, jugando al ratón y al gato con los fotógrafos, quienes tratan de desvelar, con una exclusiva, esos secretos. Pero aparte de a los más fanáticos fans de los coches, ¿a quién le importa eso? La expectación que recuerdo que existía sobre los coches de cada nueva temporada, como ocurre con los programas de televisión, se ha esfumado. Los coches han perdido su temporada. Son lo mismo un año tras otro. Todos empiezan a parecerse. Raramente engendran sentimientos de emoción.

¿Cómo puede una empresa de automóviles reinyectar afección a sus productos y a sus marcas? ¿Cómo pueden conseguir un poco de cariño? Involucrando a los clientes, atendiéndoles para que puedan decir qué desean.

El analista de Internet Jeremiah Owyang reunió en su blog una lista de iniciativas en medios sociales que la industria automovilística había llevado a cabo: algunos fabricantes permiten a los clientes hacer sus propios anuncios para coches, elaborar sus propios emblemas o colorear dibujos de los coches. El vicepresidente de General Motors, Bob Lutz, tiene un blog. Chrysler ha solicitado a sus clientes ideas, pero en un formulario cerrado que previene que puedan comentar las ideas de los otros clientes. Chrysler también ha creado un consejo consultivo de clientes con cinco mil conductores elegidos. Mini también tiene una activa comunidad de propietarios. El problema de estos esfuerzos es que no permiten a los clientes opinar abiertamente sobre el producto. Quizás una de las ideas presentadas a Chrysler en los correos electrónicos o discutida en la comunidad de Mini llegue a influenciar una decisión que acabe incorporándose en la cadena de producción en pocos años. Pero nunca lo sabremos. De hecho, los esfuerzos para favorecer una mayor interactividad se traducen en que las compañías trabajan para mantener a raya a los clientes. Esta interactividad se define como "museo de niños": aquí están los botones que podéis presionar sin romper nada; venga, tocad aquí, niños. Pero al igual que las empresas deben entregar sus marcas a los clientes, del mismo modo deben entregar sus productos.

¿Qué pasaría si sólo un modelo de una marca se abriera a un diseño colaborativo? Una vez más, no sugiero que el diseño deba ser una democracia. ¿Pero no debería ser el diseño, por lo menos, una conversación? Los diseñadores podrían poner sus ideas en la web. Los consumidores podrían hacer sugerencias y discutirlas en la web. Los diseñadores podrían tomar las mejores ideas y adaptarlas, reconociendo el mérito donde fuera debido. No puedo imaginarme a clientes colaborando sobre la transmisión o en el diseño de la bomba de combustible, a pesar de que algunos tendrán grandes sugerencias si les dan la oportunidad. Pero tendrán mucho más que contribuir en el diseño del compartimento del pasajero, en el aspecto del coche, sus características y sus opciones. Los clientes podrían involucrarse incluso en las decisiones económicas: ¿estarían dispuestos a renunciar a las lunetas eléctricas si a cambio obtienen un precio más competitivo o una radio mejor? Esta colaboración comprometería a los clientes con el producto. Construiría emoción. Llevaría a que la gente hablara en Internet del producto y lo enlazaran, haciéndole ganar unas gotas más de Googlejuice. Podría cambiar la relación de los clientes con la marca y la marca en sí misma. Imaginad: el coche colaborativo de la comunidad, nuestro coche.

(...) Dame el control de mi coche y yo seré el dueño de la marca, construiré esa marca, amaré la marca y la venderé porque es mía, no tuya. Ésta sería la clave para vender esos coches Google: pasión, individualidad, creación, elección, novedad. Sus conductores empezarán grupos en Facebook, blogs, y grupos en Meetup ensalzando las maravillas del coche que han elegido; no sólo eso, que han hecho. Diseñadores de productos externos y fabricantes completarán y mejorarán el coche de código abierto, como los desarrolladores externos hacen aplicaciones para Facebook y remezclas con Google Maps, lo cual generará nuevos negocios y ayudará a vender más coches. Ser una plataforma tiene muchas ventajas.

(...) Si los coches grandes son difíciles de construir al estilo Google, los productos de consumo empaquetados todavía lo son más. Ellos son los bloques de construcción del mercado de masas, basado en la eficiencia de fabricación, vendidos a una masa crítica. Desde el inicio de Internet como medio publicitario, ha sido de Perogrullo que nadie iba a hacer clic sobre un banner publicitario, por no hablar de unirse a un club o escribir una entrada en un blog, de papel higiénico. (...) ¿Están todos los productos de consumo condenados en vida sin ser Googlificados? Imaginémonos la Google Cola. La fortaleza y la debilidad de una cola, como la del resto de productos de consumo, está en que intenta ser un producto de talla única. Sí, un número de marcas y variaciones luchan por la escasez de espacio en el estante. Pero nunca hay suficientes variedades. No puedo encontrar mi refresco de cola perfecto. Mi cola sería sin cafeína, pero hecha con azúcar en vez de endulzantes artificiales (no soporto el regusto que te dejan). Vendría en una lata pequeña para que no se desbrave con facilidad, o aún mejor, en una botella que pueda ser reutilizada. Debería tener un sabor añadido (hoy cereza, mañana café). Tomaré Coca-Cola o Pepsi (soy bicola), pero no quiero marcas blancas, todavía recuerdo estremecido la HoJo Howard Johnson's Cola -HoJo Cola fue lanzada en 1966 por los restaurantes Howard Johnson con la ambición de arrebatar cuota de mercado a Pepsi y Coca-Cola; sin embargo, su producto nunca cumplió tales expectativas-. ¿Qué pasaría si un embotellador de Coca-Cola con nuevas herramientas pudiera hacer lotes especiales para ser distribuidos, pero sólo si me comprometo a comprar tantas cajas al año? Quiero pagar una prima para suscribirme a mi cola perfecta.

Si vendiera esta Jeff Cola a otras personas en mi blog o en el vecindario (convenciéndoles de que añadir sabor a la descafeinada soda no es ninguna tontería), quizás el precio de mi cola bajaría porque supondría más ventas y mayor volumen de producción. Crearía un cola club. No sería diferente a lo que los vayniacos de Gary Vaynerchuck hacen, promocionando su propio vino. Podríamos convertirnos en responsables del producto y a la vez en sus comerciales, siendo al mismo tiempo consumidores y clientes. Podríamos inventar nuestros propios sabores de cola, vendidos bajo nuestra propia marca, utilizando a la empresa Coca-Cola como plataforma para la fabricación y distribución. Nosotros estaríamos en el negocio de las colas. ¿Se convertiría mi cola en una cola de consumo de masas? Quizá no tenga la oportunidad. Pero un grupo de pequeños podría terminar siendo algo grande, y Coca-Cola lograría establecer una nueva relación con un montón de clientes. Aprendería más sobre los gustos del público y podría desarrollar nuevos productos para vender a una escala mayor. Ahorraría en marketing, mientras los colaboradores venderían sus productos. A partir de una pequeña parte de su negocio podría tomar pedazos mayores de la cuota de mercado. Encontraría una forma de combatir la marea de mercantilización de los productos de consumo, y se uniría a la economía de lo pequeño que desbancaría a lo grande.

(...) ¿Y qué hay de los chismes electrónicos? La electrónica personal podría parecer inmune a esta ola de googlificación de todo porque es compleja en ingeniería y en su fabricación. La tecnología los hace más fácilmente actualizables que los coches, ya que cada dispositivo puede ser actualizado vía software sin necesidad de cambiar el hardware. Google lo está haciendo cuando ofrece su sistema operativo para móviles a cualquier fabricante de teléfonos.

(...) Hemos conectado nuestra casa a servicios de seguridad con sensores y cámaras. Hemos conectado sistemas de entretenimiento que pueden ofrecernos cadenas de radio, música y películas de iTunes y vídeos de YouTube desde cualquier dispositivo. En el futuro tendremos coches conectados a los servicios de información viaria y a fuentes automatizadas de entretenimiento online. Tenemos cámaras conectadas a satélites GPS y a nuestros ordenadores. Tenemos teléfonos que se están convirtiendo en ordenadores. Cualquier dispositivo que produce información y que puede ser personalizado o ajustado, o que nos comunica o nos entretiene, será conectado a Internet y a Google. Google escuchará y hablará a través de estos aparatos -si le damos permiso- y nos entregará información relacionada. A Google le encantaría utilizar esta información para devolvernos publicidad relevante y altamente segmentada. Esto debe alucinar a los luchadores de la privacidad. Pero si pudiéramos controlar ese flujo informativo y beneficiarnos de él (con contenido relevante y anuncios, gangas y subsidios para los servicios que utilizamos), yo mismo conectaría mi nevera y mi teléfono. Google no sólo podría llegar a ser el sistema operativo de la Red y del mundo, sino también el de nuestras propias casas y vidas.

Y Google, ¿cómo lo haría?, de Jeff Jarvis. Editado por Gestión 2000. Precio: 19,95 euros.

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