La 'Biblia de los hurtos'
No tienen rostro y estudian a conciencia cómo burlar los sistemas de seguridad. Los ladrones de comercios siguen a rajatabla una serie de leyes no escritas. Así son y así actúan
En una vieja pensión de la calle Montera, en el centro de Madrid, sobre una cama de esas que chirrían en la oscuridad, paso de prostitutas y clientes, se apila un puñado de bolsos con el interior recubierto de aluminio. Están cosidos minuciosamente por un rumano y su esposa. Cada uno cuesta 40 euros y sirven para inhabilitar las alarmas de los comercios. A las puertas de la pensión, rodeada de sex shops y salones de juegos, se acerca a cada rato alguien que compra uno, baja a la calle y se pierde entre el gentío.
Estos ladrones no tienen nombre. No tienen rostro. No quieren que nadie repare en ellos. Ése es el primer mandamiento de la Biblia de los hurtos, una especie de código no escrito que sólo conocen ellos y los policías. Los que actúan solos tienen como referencia a un tipo de unos 50 años y origen italiano que se hacía llamar Nicola di Bari, como el famoso cantante. A la policía le costó meses ponerle cara a este hombre encantador, elegante, vestido con trajes de Armani y que frecuentaba Chicote y Di Maria después de dar un golpe. Era un carterista extraordinario. En una cámara de seguridad de un comercio de Sol quedó grabada una escena que le retrata. En medio de una marea humana, le sacó la cartera de un bolso a una señora, y cuando ésta se dio cuenta y pidió auxilio, el propio Di Bari fue a ayudarle. Le ofreció pagarle un taxi a la mujer desvalijada. La policía le atribuye en su momento álgido hasta 20 robos al día.
El cerco policial se estrechó contra él y a Di Bari se le fue acotando el terreno. A cada rato tenía algún agente encima. Tuvo que dedicarse entonces a robar en comercios y tiendas de ropa de la zona. Con igual eficacia, según los cacos que merodean por el centro de la ciudad, que no quieren dar su nombre, pero hablan de Di Bari como un mentor. "Sí, el italiano", dice un joven alto, enjuto, que desde enero se dedica a ir a una plaza y recoger los pedidos de sus clientes, sobre todo jubilados. Mira la lista que le dan, y se acerca a los supermercados a robar. Lo vende después todo a un euro.
A los comerciantes no les gusta hablar de los robos. Piensan que dan mala imagen a sus negocios. Pero se sabe que están preocupados. El barómetro mundial del hurto, un estudio anual que lleva a cabo el Centre Retail Search, calcula que han aumentado un 22% durante la crisis. Ya el año pasado, la Asociación Española de Codificación Comercial (Aecoc) informó de que el hurto les supuso a los comerciantes españoles unas pérdidas de 2.510 millones de euros, el 1,31% de su facturación. Toca tomar medidas. El Corte Inglés, por ejemplo, ha implicado a sus vendedores en la tarea. Desde julio, premia al trabajador con un 10% del valor del producto robado si colabora en atrapar a un ladrón.
Si lo primero para los ladrones es pasar inadvertido, lo siguiente es estudiar bien el comercio y acudir a él en las horas que esté repleto de clientes. Conocen de memoria las medidas de seguridad que hay en la tienda, e incluso el fabricante del sistema de seguridad. Las alarmas que vienen enganchadas al producto, como las de clavo, se pueden quitar con unos alicates. "O simplemente pegando dos alarmas. Se anulan mutuamente", explica resignado el encargado de una tienda de ropa. Hay ahora otras que se despegan con un imán o con un aparato similar al que usan los dependientes para sacarlas. Ambos se compran en Internet. Las alarmas más difíciles de quitar son unas con aspecto de pelota de golf, muy grandes, de unos tres centímetros de diámetro. El ladrón que va solo, sin nadie, en las tiendas de ropa siempre usa el probador para tratar de burlar el sistema de seguridad y a su vez no ser grabado por las cámaras. Ahí se libra una de las batallas más encarnizadas del hurto. Las tiendas de este tipo encargan a un trabajador la tarea de buscar las alarmas desconectadas por los suelos del probador.
La guerra del hurto se extiende por toda España. En esta época se traslada sobre todo a las zonas de costa. Carolina Cuenca, encargada de Loft-Six, una exclusiva tienda de ropa de Torremolinos, está alarmada con el aumento de los hurtos. El jueves le robaron 12 bañadores de una marca cara. "Vinieron tres mujeres. Una distrajo a la dependiente, otra controló la puerta y la tercera se hizo con el botín", narra. Le aterra que el robo se haga por encargo. "Por las cámaras puedes ver como seleccionan la prenda".
En la comisaría del distrito Centro de Madrid, en la calle de Leganitos, encima de la mesa de Javier Romero, jefe de grupo de la sección de hurtos del Cuerpo Nacional de Policía, hay un informe de cuatro páginas elaborado por la Policía Científica. Trata sobre una especie de gancho con un mango de madera. Sirve para desactivar las alarmas. Su punta es idéntica a la ranura del sistema y con un simple golpe de mano abre la alarma. El equipo de la sección de hurtos, compuesto por 28 agentes de calle, se patea el centro de la ciudad en busca de ladrones. Eso incluye a todos los comercios que se apelotonan en las calles principales. El trabajo es duro. Un agente camina una media de 30 kilómetros al día y conoce la cara de 200 ladrones profesionales. "Nuestro principal objetivo es prevenir el delito", explica Romero.
Los ladrones, como bien manda la Biblia del hurto, nunca van a sustraer artículos de más de 400 euros. Si robasen algo más caro se trataría de un delito. "Es desmotivante para los agentes ver cómo el ladrón atrapado sale al rato por la puerta de comisaría", señala el jefe Romero. Y por supuesto nunca utilizan la violencia ni la intimidación con las personas o fuerza en las cosas. Eso sería un robo y supondría penas de cárcel.
Nacho C., pinta de poeta canalla, ronda la treintena y es de Oviedo. Es un lector empedernido, pero no es un amante de las bibliotecas. Prefiere tener los tomos en propiedad, aunque sin pagarlos. "Es sencillo. Le arrancas la pegatina al libro, te lo metes bajo el brazo y sales por la puerta de la tienda tan tranquilo. ¡Ojo! Siempre hay que ir con un periódico para hacer bulto", cuenta. Él fue un asiduo a las reuniones que una página web de Internet sobre hurtos, con aires antisistemas, organizó hace dos años para intercambiar experiencias. Elena, nombre supuesto, tiene 19 años, vive en Zaragoza y odia agosto. No es por el calor. Es porque hay poca gente y le cuesta pasar inadvertida en las tiendas. Ella y sus amigas llevan desde octubre del año pasado cargando en sus bolsos imanes y alicates. "Cambiamos cada cierto tiempo de zona. Si no, llevas siempre pegado al culo un vigilante", suelta. "El guarda", explica, "puede llegar a ser tu aliado si te pillan. No les gusta llamar a la policía y prefieren solventarlo con el pago de la prenda y con un rapapolvo".
Los ladrones que van en grupo tienen toda una coreografía montada antes de entrar en el negocio. El código obliga a repartir el botín a partes iguales. Este año, la policía anduvo meses detrás de dos mujeres que cada sábado cogían el AVE en Guadalajara para venir hasta Madrid. Bien vestidas, maquilladas, con la permanente hecha el día anterior. Arrasaban allí por donde pasaban. Hasta que se les reconoció por las cámaras y los agentes distribuyeron su foto. Una tarde de primavera se les descubrió repletas de bolsas por la Gran Vía y fueron detenidas.
El trabajo de otros, como el de Ignacio Cuenca, es evitar los robos. Es el jefe de marketing de ADT, una multinacional americana dedicada a los sistemas de seguridad. Cuenca cataloga al ladrón como alguien menor de 30 años que en la última época acarrea un bolso grande y rígido. El de papel de aluminio. El azote de todas las alarmas. "Eso se acabó", zanja Cuenca. Su empresa ha desarrollado la tecnología necesaria para que los arcos de la puerta detecten estos bolsos y lo ha implantado en una gran empresa de la que no quiere dar el nombre. El sistema detectó en una hora a 50 personas que lo llevaban. Es gracioso ver cómo al ladrón le suena la alarma nada más entrar por la puerta.La mayoría tira la bolsa y sale corriendo. Saben que acababan de romper la primera regla de la Biblia: pasar inadvertido.
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