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Tribuna:Laboratorio de ideas
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Un olvido inesperado

Antón Costas

Las bodas de plata de cualquier acontecimiento importante en nuestras vidas acostumbran a ser motivo de celebración. Sin embargo, el veinticinco aniversario de la adhesión de España a la UE, el 1 de enero pasado, ha pasado con más pena que gloria.

En todo caso, nada comparable con la celebración hace cinco años del veinte aniversario. En aquella ocasión, Gobierno, organismos económicos, Universidades, entidades de la sociedad y medios de comunicación rememoraron por todo lo alto el ingreso. Ahora, sin embargo, en el veinticinco aniversario de la integración muy pocos se han atrevido a celebrarlo.

¿Cuáles son las causas de este olvido inesperado? ¿Qué significado puede tener de cara a la evolución del espíritu europeísta de los españoles? Podemos ensayar dos respuestas, una optimista y otra no tanto.

El objetivo español debe ser un modelo basado en exportaciones, empleo de calidad y salarios elevados

La optimista vendría a decir que el olvido tiene su razón de ser en el hecho de que la integración es ya un hecho rutinario de nuestras vidas. La generación que hoy está en la universidad nació ya europea. Quizá sea por esto. Pero cabe también otra interpretación. Quizá ese olvido esté vinculado a frustraciones sobrevenidas en el fervor europeísta inicial y a una percepción social creciente de que a partir de ahora la pertenencia a la zona euro puede acarrear situaciones poco confortables para España.

El fiasco del referéndum sobre la nueva constitución europea fue el punto de arranque. Los españoles se anticiparon a votar y lo hicieron de forma entusiasta, aunque sin conocer lo que votaban, ni importarles. Pero el posterior "no" francés y danés puso a cada uno en su sitio. Josep Ramoneda ha afirmado que el interés de los españoles por Europa comenzó a cambiar ese día.

Aun así, hay que reconocer que ese fervor europeísta irreflexivo tenía su razón de ser. La historia de los veinte primeros años de integración fue una historia de éxito. No apareció lo que la literatura especializada y la experiencia histórica de uniones monetarias nacionales del siglo XIX señalan como uno de los riesgos más probables de una integración: la agudización de desequilibrios regionales. Al contrario, en nuestro caso se produjo una convergencia en renta, tanto entre las regiones españolas como de España respecto a la media de los países de la UE. El resultado fue un "win-win", todos ganadores.

Había, sin embargo, algunas señales de peligro: fuerte endeudamiento privado, intenso desequilibrio comercial externo, baja productividad, tejido productivo con demasiado peso de sectores de baja productividad, mala calidad de empleo o salarios bajos. Pero esas fallas en la modernización económica eran vistas, en el mejor de los casos, como señales de una enfermedad que no daba síntomas visibles de gravedad, y con la que se podía convivir.

Pero a partir de la crisis de 2008, esa enfermedad asintomática se ha manifestado con toda su virulencia y gravedad.

Quizá sea esta realidad la que ha creado una percepción menos benéfica de los efectos de la integración. Y de ahí el "olvido" de la efemérides de las bodas de plata.

Pero alguien tiene que contar a la sociedad española que esas fallas en nuestra modernización económica no tienen que ver con la adhesión en sí misma, sino con una mala estrategia política a la hora de combinar los dos grandes objetivos económicos de una integración. Primero, el control interno de precios y salarios para que las empresas no vean comprometida su competitividad con la integración. Segundo, la apertura exterior de la economía y la liberalización de los mercados de capitales. Era fundamental que el primero precediese al segundo. Era como vacunarse antes de salir de viaje por el mundo.

La huelga general de 1988 rompió esa secuencia. El éxito de la huelga debilitó la capacidad política del Gobierno. Salarios y precios se dispararon. En ese escenario, el Gobierno cayó en la tentación de adelantar la integración total para buscar en la disciplina financiera externa lo que no era capaz de conseguir con su política interna. Acordó la liberalización total de los flujos de capitales antes de la fecha que exigían los acuerdos de integración; e incorporó la peseta al Sistema Monetario Europeo, con un tipo de cambio sobrevalorado.

Este sesgo financiero de la integración perjudicó de forma sensible la posibilidad de asentar un nuevo modelo de crecimiento basado en las exportaciones. El tipo de cambio sobrevaluado y los incrementos de costes internos debilitaron la capacidad competitiva de las empresas españolas. El resultado fue la aparición de fuertes desequilibrios comerciales y una orientación de la inversión hacia sectores económicos muy poco productivos y de salarios bajos, como el sector inmobiliario.

Las fallas que hoy observamos en el modelo de crecimiento tienen su origen en esa estrategia errónea de política económica para la integración. Lo ocurrido desde 1999, con la entrada en el euro, no hizo sino multiplicar ese mismo error.

Los españoles han de saberlo, porque si no pueden atribuir a la integración económica y monetaria europea unas consecuencias que son, en realidad, el resultado de una mala política económica interna.

Ahora que desde Alemania se propone un nuevo plan de competitividad para la economía de la zona euro, el objetivo de España tiene que ser el fomentar por todos los medios a nuestro alcance un modelo de crecimiento basado en las exportaciones y en la creación de empleo de calidad y con salarios elevados. Y hay mimbres, como muestran los buenos datos de exportación logrados en los últimos años. Pero hace falta buena política. ¿O acaso hay aún quien cree que el poder económico de las naciones es el resultado de la dinámica darwiniana de la economía?

Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica de la UB.

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