La banca central desflorada
Después de que el Banco Central Europeo anunciase el 9 de mayo que compraría los bonos gubernamentales de los países mediterráneos que están pasando por graves dificultades fiscales, los escépticos se quejaron de que el banco había "perdido su virginidad". Las medidas parecían una clara infracción del artículo 21 del Estatuto del Banco Central Europeo (BCE), que prohíbe ofrecer facilidades crediticias a los Gobiernos o las instituciones de la Unión Europea.
También se hicieron comentarios similares acerca de la Reserva Federal de Estados Unidos en 2008, después de que iniciase compras a gran escala de activos no convencionales, entre ellos deuda pública y valores respaldados por hipotecas, a fin de ayudar al hundido mercado inmobiliario estadounidense. El ex presidente de la Reserva Federal Paul Volcker, por ejemplo, se quejó de que la institución estaba actuando al borde de la legalidad.
Fue un error excluir de las responsabilidades del BCE la supervisión y la regulación bancarias
En ambos casos, el Banco Central daba la impresión de estar haciendo algo que no era política monetaria tradicional. Durante los últimos treinta años se había alcanzado un considerable grado de consenso en cuanto a que la principal -si no la única- responsabilidad de los bancos centrales era garantizar la estabilidad de los precios. Desde principios de los años noventa, se había puesto cada vez más de moda definir la estabilidad de los precios de una forma más precisa mediante el uso de objetivos de inflación.
Mantener los precios más o menos constantes era una misión muy distinta de la función histórica de los bancos centrales. Según el concepto original de la banca central, la estabilidad de los precios no era en absoluto un objetivo evidente, puesto que el valor del dinero se establecía en función del peso específico de los metales preciosos.
En vez de eso, los bancos centrales se habían creado con dos fines principales. Primero, debían gestionar el crédito del Estado, casi inevitablemente como consecuencia de costosas guerras a gran escala. Así fue como nacieron los bancos centrales más antiguos, el Riksbank sueco (1668) y el Banco de Inglaterra (1694). De forma análoga, a principios del siglo XIX se fundó otro grupo de bancos centrales, y los bancos noruego y finlandés siguieron el ejemplo del Banco de Francia (1800).
En cada caso, el nuevo banco estaba estrechamente vinculado a los intereses y la influencia de una selecta élite política. Los bancos daban la impresión de ser instrumentos con los que someter el poder financiero al orden político imperante, aunque fuese controvertido y estuviese amenazado.
En consecuencia, había más regímenes democráticos que se mostraban más bien recelosos de las repercusiones políticas de la innovación institucional. Fue la desconfianza hacia la política oculta tras un banco central condicionado por el Estado lo que motivó la no renovación de los estatutos y la desaparición del primer y segundo banco de Estados Unidos. En algunos países (como Suiza), la resistencia al proceso de dominación política llevó a oponerse a la creación de cualquier tipo de banco central.
Una segunda motivación histórica para la creación de bancos centrales tenía que ver con la protección de los sistemas financieros. A mediados del siglo XIX, se creó una nueva generación de bancos centrales esencialmente para gestionar los sistemas de pago y estabilizar los sistemas bancarios frágiles.
Este fue el motivo que impulsó la fundación del Reichsbank alemán (1875), que era una respuesta al hundimiento financiero y del mercado de valores de 1873, y del Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos (1914), que fue creado a raíz de la gran crisis financiera de 1907. También en estos casos existía la clara sospecha de que el banco central era una herramienta de la élite financiera.
El BCE es el primer y más puro ejemplo de un banco central moderno que únicamente se ocupa de emitir dinero y garantizar la estabilidad de los precios. Ha asumido gran parte de la herencia política del Bundesbank de Alemania, cuya creación tras la Segunda Guerra Mundial reflejaba la insistencia aliada en romper con las viejas tradiciones de la banca central alemana, en la que la sumisión política y los estrechos vínculos con la clase dirigente financiera socavaron la estabilidad monetaria y condujeron a la inflación y la destrucción de la moneda.
Ya hubo antes un intento de crear una institución que se hiciese cargo de los mecanismos de apoyo a corto plazo a los Estados miembros: el Fondo Europeo de Cooperación Monetaria, fundado en 1973 y dirigido por una junta de gobernadores de bancos centrales. Ideado como una institución de la Comunidad Europea, se le consideraba políticamente peligroso.
El BCE también se diferenciaba de los bancos centrales más antiguos en que no se le veía como una fuente de apoyo para un sistema bancario integrado pero posiblemente vulnerable. A finales de los años ochenta y principios de los noventa, hubo algunos debates sobre si el BCE debía responsabilizarse de la supervisión y la regulación bancarias. La respuesta fue que no; una decisión que, tras iniciarse la crisis del crédito de 2007- 2008, parece haber sido un craso error.
En otras palabras: ante la crisis, el BCE tiene que comportarse mucho más como los bancos centrales más antiguos. En primer lugar, se está convirtiendo en una institución que se ocupa de la deuda estatal, especialmente de su estructura temporal, y de garantizar que el mercado de esa deuda sigue funcionando impecablemente, sin episodios de crisis y pánico. En segundo lugar, ha quedado claro que, les guste o no, los bancos centrales tienen que asumir la principal responsabilidad en lo que se refiere a la estabilidad del sector financiero.
Hay riesgos evidentes: la política monetaria no convencional podría considerarse una especie de política fiscal, en la cual el banco central asigna o redistribuye los recursos entre un grupo concreto: el mercado inmobiliario en el caso de Estados Unidos, o los destinatarios de la generosidad gubernamental en el caso europeo.
La transición a la nueva postura conllevará unas funciones más amplias y mucho más políticas para el banco central. Por ello, inevitablemente se exigirá que rinda cuentas e incluso la intervención de las autoridades políticas a la hora de establecer las políticas del banco central.
La virginidad permanente conlleva una esterilidad permanente. La banca central europea tiene ahora la posibilidad de elegir: ¿debe flirtear con diversos socios políticos o sentar la cabeza y optar por la estabilidad de la felicidad marital con un mecanismo de responsabilidad y de rendición de cuentas bien definido? -
Harold James es catedrático de Historia y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y titular de la cátedra Marie Curie de Historia en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Su libro más reciente es The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle. Traducción de News Clips. (c) Project Syndicate, 2010. www.project-syndicate.org
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