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Reportaje:

Un G-20 de dos direcciones

Los drásticos planes de ajuste en la Unión Europea chocan en Toronto con el objetivo de afianzar la recuperación económica que abandera EE UU - El foco de tensión ha pasado de Grecia a Portugal, y ahora, a España - La UE aboga por una aplicación gradual de la reforma financieraLa lista de paraísos fiscales está vacía. Es un éxito de la cumbre de Londres

Alejandro Bolaños

Los bancos, origen de la mayor crisis económica en décadas, vuelven a acumular beneficios, si es que alguna vez dejaron de tenerlos. Las compensaciones multimillonarias a los ejecutivos del sector financiero apenas se resienten. Los Gobiernos aplican severos ajustes y promueven reformas impopulares. Los paraísos fiscales siguen captando miles de millones de euros. Los especuladores hacen su agosto con la deuda pública, desorbitada por los rescates financieros y las consecuencias de la crisis. El paro crece en todas las economías avanzadas. La mirada, cada vez más escéptica, se vuelve al G-20, el foro que se refundó en otoño de 2008 para lidiar con la recesión y acabar con "una era de irresponsabilidad". La cuarta cumbre de líderes de países ricos y emergentes, que culmina hoy en Toronto (Canadá), está llamada a dar respuestas, pero lo que abundan son las dudas. Y, esta vez, casi todas empiezan y acaban en Europa.

En Europa, la retirada de los estímulos es ya una carrera contrarreloj
La deuda de los países ricos ha subido del 70% al 100% del PIB
Europa tiene como aliados a Japón y a Canadá en su esfuerzo ahorrador
Obama: "Lo primero debe ser salvaguardar el crecimiento"
"Reequilibrar las finanzas públicas es la prioridad", dice la ministra francesa
EE UU, China y Brasil quieren que Alemania reactive la demanda
China marca el ritmo de la cumbre con la apreciación de su divisa
Hay todavía diferencias sobre la conveniencia de un impuesto a la banca
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El gasto público, en retirada.

"La economía mundial se recupera más rápido de lo previsto, aunque a un ritmo desigual". Esta frase o una similar preside el arranque de los comunicados del G-20 desde la cumbre de Londres (abril de 2009). Entonces, el Fondo Monetario Internacional (FMI) anticipaba un crecimiento mundial del 2% para este año; en Pittsburgh (septiembre de 2009), el vaticinio se elevó al 3%. Y ahora, cuando Toronto alberga la cuarta cita de los líderes de países avanzados y emergentes, el pronóstico del Fondo para 2010 ronda ya el 4%. Así que, tras la abrupta recesión de 2009, buena parte del objetivo fijado en Washington hace menos de dos años -"reestablecer el crecimiento económico"- se ha logrado. Para llegar hasta aquí se desplegó una batería de estímulos fiscales sin precedentes y se relajó la política monetaria, con tipos de interés en zona cero, hasta niveles históricos. Pero lo que hace unos meses en Pittsburgh se planteaba como una "retirada gradual" de la intervención pública, en Europa es ya una vertiginosa carrera contrarreloj.

¿Qué ha ocurrido en estos nueve meses? Los mercados y el deterioro de las cuentas públicas se han combinado para gestar un nuevo foco de tensión: primero se le llamó Grecia; luego, Portugal, y últimamente, España. Todos los expertos, con los estadounidenses Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart a la cabeza, habían anticipado que una crisis de origen financiero, como esta, desembocaría en un intenso repunte de la deuda pública: los rescates de la banca, los incentivos a la demanda para paliar la sequía de crédito privado y el aumento de la protección social (como las prestaciones por desempleo) conducen a un enorme desfase presupuestario. Resultado: el endeudamiento de los Estados avanzados ha pasado en tres años de poco más del 70% del PIB conjunto a cerca del 100%. Un matiz: los inversores, con el susto de la debacle de las Bolsas aún en el cuerpo, recibieron con los brazos abiertos las emisiones de deuda pública y aceptaron rentabilidades bajísimas (financiación barata para los Estados) a cambio de seguridad. Hasta que llegó el fiasco de Grecia.

Desde que se confirmó en enero que las cuentas públicas griegas se habían falseado y que la capacidad del país de afrontar la deuda quedaba en entredicho, los especuladores hincaron el diente en Europa. Se podía elegir presa: Grecia lo había dejado fácil, pero también los países afectados por el estallido de burbujas inmobiliarias y con sectores privados muy endeudados (España o Irlanda), países con tasas de crecimiento anémicas (Portugal), niveles de deuda pública ya muy altos (Italia) o emergentes con pies de barro (Lituania, Hungría). Son argumentos que se agigantaron al hacerse patentes las dificultades y dudas de la zona euro para respaldar a Grecia -salvadas in extremis con un fondo de rescate de 750.000 millones para países con problemas-. De paso, ponían en evidencia también a la banca europea, cuyos balances se habían llenado de títulos de deuda pública que perdían valor a toda pastilla. Una voz unánime se levantó entonces en las cancillerías del Viejo Continente: llegó la hora del ajuste del sector público. Cuanto más rápido e intenso, mejor.

Recortes al salario de los funcionarios, recortes a la inversión pública, recortes a los subsidios sociales, cancelación de los programas de estímulo fiscal, subidas de impuestos... La receta se extiende por todos los Gobiernos europeos, y es esa unanimidad la que plantea dudas. El tijeretazo en Grecia, España o Irlanda, como línea de defensa ante la presión de los mercados, se extiende a Francia, Alemania o Reino Unido, pese a que el coste de endeudarse para estos países sigue siendo muy bajo, y el sector privado crece aún a un ritmo muy débil.

"Nuestra mayor prioridad en Toronto tiene que ser salvaguardar el crecimiento; no podemos perder vitalidad ahora", fue la advertencia que lanzó el presidente de EE UU, Barack Obama, antes de viajar a la ciudad canadiense. En la Administración estadounidense ha calado la idea de que el ajuste concertado de Europa se parece mucho a una "retirada prematura de los estímulos fiscales", precisamente lo que se pactó evitar en Pittsburgh. La prensa estadounidense lo ha bautizado como un "momento Hoover", en recuerdo del presidente estadounidense al que se atribuye el error de reducir el gasto público demasiado pronto y prolongar así la Gran Depresión de 1929. En el horizonte, el riesgo de una recaída.

EE UU ha hecho bandera de graduar la retirada de los estímulos fiscales. La Administración Obama pelea en el Congreso estadounidense por prorrogar las ayudas a los parados o los beneficios fiscales para las empresas, pese a acumular también elevados niveles de déficit (11% del PIB) y deuda pública (más del 92%). Pero, aunque en el comunicado que se publique hoy se brindará de nuevo por salvaguardar la recuperación económica, la presión europea para dar más relevancia a la consolidación fiscal es enorme. Por la vía de los hechos -ajustes presupuestarios ya en marcha- y de las palabras. "Para la inmensa mayoría, reequilibrar las finanzas públicas es la prioridad; para una minoría, la prioridad es el apoyo público al crecimiento", sintetizó la ministra de Economía francesa, Christine Lagarde, en la reunión preparatoria de la cumbre, hace tres semanas, en Corea del Sur.

El Gobierno británico, que hasta ahora compartía la óptica de EE UU, acaba de echar el freno al gasto público con un plan que promete nuevos ajustes. La UE, además, ha sumado como aliado a Japón -el recién elegido primer ministro, Naoto Kan, anunció que limitará los incentivos a la demanda privada y congelará el presupuesto- y a Canadá, que pretende incluso fijar objetivos de déficit y deuda pública para los próximos años. Enfrente, además de EE UU, se sitúan potencias emergentes como China y Brasil, que creen que los Gobiernos de algunos países avanzados (y de forma singular, Alemania) deben hacer más por reactivar la demanda interna para favorecer el comercio internacional.

La reforma financiera pasa de largo.

Los líderes del G-20 redoblarán su compromiso de culminar la amplia reforma financiera que se pactó en Londres. Pero el propio calendario establecido por el club de países ricos y emergentes limita los posibles logros de la cumbre canadiense. El Consejo de Estabilidad Financiera hará público un informe sobre los cambios regulatorios que se están adoptando para afrontar, en caso de crisis, la liquidación ordenada de grandes entidades, determinantes en el sistema financiero internacional. Y sobre cómo endurecer el control sobre estas entidades (con más poderes a los supervisores y mayores requerimientos de capital). Pero el examen definitivo tendrá que aguardar a la cumbre de noviembre, en Corea del Sur. También se analizará entonces el trabajo del comité de Basilea (que aúna a los bancos centrales) para elevar la calidad del capital exigible a las entidades financieras, promover la acumulación de activos que sirvan como colchón de liquidez o establecer una medida homogénea del nivel de endeudamiento admisible. En Pittsburgh se acordó que el desarrollo de estas medidas, que persiguen limitar la apuesta de la banca por inversiones excesivamente arriesgadas, se haría de forma gradual entre 2011 y 2012, para evitar que el aumento de las exigencias de capital se traduzca en menos préstamos a empresas y familias, justo cuando el crédito privado escasea. Varios Gobiernos europeos, con Alemania y Francia en vanguardia, sostienen que ese periodo puede ser incluso demasiado corto y defienden una aplicación a la carta para evitar recaídas económicas. Una hipótesis que también se abrió paso en la reunión preparatoria de la cumbre de Toronto. Es un argumento similar al que emplea la banca, que teme un drástico recorte de beneficios y presiona para limitar los daños. El Instituto de Finanzas Internacionales, que reúne a las principales entidades de los países avanzados, sostiene que las nuevas normas reducirían el PIB de Europa, Japón y EE UU hasta un 3% entre 2011 y 2015 por el descenso del crédito, lo que destruiría 10 millones de puestos de trabajo. Nout Wellink, que dirige el comité de Basilea, cree que esos cálculos son "una locura" y limita el impacto a un 0,5% del PIB mundial.

Otras áreas de la reforma financiera, como la equiparación de las normas contables, el registro y supervisión de los hedge funds (fondos de alto riesgo) o el desarrollo de normas para dar más transparencia al mercado de los derivados financieros, siguen su curso en el seno de los organismos reguladores internacionales, el Senado de EE UU (Obama cuenta con sacar adelante sus propuestas en julio) o en las instituciones europeas.

Obama lo vuelve a hacer.

La cumbre del G-20 en Londres, en marzo del año pasado, fue el estreno internacional del nuevo presidente estadounidense. Y Barack Obama lo hizo a lo grande, con el anuncio de una amplia reforma de la supervisión del sector financiero en Estados Unidos, cuando apenas llevaba tres meses en la Casa Blanca. Ahora, cuando el G-20 evidencia las dificultades para acordar nuevas normas de regulación y garantizar su aplicación universal, Obama vuelve a lograr una posición ventajosa en el debate tras lograr que la Cámara de Representantes y el Senado se pusieran de acuerdo, apenas 48 horas antes de la cumbre, para aprobar la reforma que anunció en 2009.

La nueva, y muy compleja, normativa estadounidense, debe pasar aún por la votación definitiva del Senado y el Congreso. Y durante su tramitación parlamentaria se ha dejado pelos en la gatera, como los resquicios abiertos para que la banca pueda seguir invirtiendo en derivados. Pero la maratoniana jornada legislativa del pasado viernes permite de nuevo a Obama predicar con el ejemplo, un valor al alza en las cumbres del G-20, donde abundan las palabras huecas. Buena parte de la reforma internacional sigue pendiente aún, pero el presidente estadounidense afrontará el debate definitivo, de aquí a final de año, con el aval de que cumple con los compromisos. Y la constatación de que se mueve más rápido que los líderes europeos.

China se sacude la presión.

La incorporación de los países emergentes al puesto de mando mundial, y sobre todo, del gigante asiático, trastoca la marcha de las grandes cumbres, antaño cocinadas a fuego lento desde ambos lados del Atlántico. Cuando el G-20 apostó por los incentivos fiscales, China dejó atrás a Europa y EE UU al poner en marcha el paquete de medidas más ambicioso, con un multimillonario plan de inversiones públicas. Cuando el G-20 abordó la lucha contra los paraísos fiscales, fue China la que presionó para limitar las exigencias de transparencia (el abuso del secreto bancario cunde en Hong Kong y Macao) y estuvo a punto de dar al traste con las negociaciones. Cuando el G-20 anunció que iba a triplicar los recursos a disposición del FMI, China se apresuró a ofrecer 100 millones de euros -la cantidad final fue luego menor-, reforzando así su exigencia de más poder en el Fondo. Ahora, con la apreciación del renminbi, vuelve a marcar el ritmo.

En Toronto se pone la primera piedra de lo que EE UU dio en llamar Marco para un Crecimiento Sostenible. Desde la cumbre de Pittsburgh, el Fondo Monetario Internacional ha recabado información de los países del G-20 para aconsejar cambios en los modelos de crecimiento y mitigar así los desequilibrios que potenciaron la crisis económica. El ejemplo más claro es, precisamente, la relación EE UU-China. El tradicional consumismo estadounidense creció en paralelo a las exportaciones chinas. Y China reinvirtió buena parte del superávit comercial en el mercado financiero estadounidense, lo que contribuyó a abaratar el crédito y, entre otras cosas, a elevar de nuevo el consumo y facilitar las apuestas financieras arriesgadas.

El estudio del FMI tenía las cartas marcadas. La crisis ha hecho parte del trabajo que se le exige a EE UU, al forzar a las familias y empresas estadounidenses a aumentar sus tasas de ahorro. Todo estaba preparado para elevar la presión sobre China: debía apreciar su moneda, devaluada de forma artificial, para encarecer sus exportaciones y favorecer las importaciones. Pero Pekín, al desanclar la cotización del renminbi del dólar y permitir una ligera apreciación, desbarató la estrategia. La medida le viene bien para reactivar el consumo, pero sobre todo para mantenerse al timón. No hay ningún compromiso sobre hasta cuándo permanecerá abierta la banda de fluctuación (0,5% sobre el valor de cierre), pero el paso ha sido suficiente para ganarse el unánime aplauso internacional, justo cuando el Congreso estadounidense debatía medidas de represalia.

Berlín, tenemos un problema.

La nueva doctrina para mitigar los desequilibrios dicta que países con superávit comercial persistente (como Alemania) y altas tasas de ahorro (como Alemania) deben hacer lo posible por animar su demanda interna. Que es justo lo que el Gobierno de Angela Merkel ha decidido no hacer. "Alemania debería mantener sus estímulos fiscales y ampliarlos hasta 2011, en lugar de comenzar ahora con su mal concebida austeridad", preconiza el economista estadounidense Nouriel Roubini en un reciente artículo. Y, sin embargo, el Ejecutivo de Merkel se ha puesto a la cabeza de la procesión del tijeretazo, con un ajuste fiscal valorado en 80.000 millones de euros a partir de 2011.

En un imposible ejercicio de equilibrio, el director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, mantuvo hace una semana durante su visita a Madrid que Alemania cumplía con la máxima de la retirada gradual de los estímulos fiscales. Pero lo cierto es que, con su decisión, Alemania obliga a otros países europeos con peores perspectivas económicas a hacer ajustes más severos aun para que el coste de su deuda pública no se dispare en los mercados, volcados ahora en comprar títulos alemanes.

Merkel insiste en las últimas semanas en extender el culto a la austeridad fiscal, recogido incluso en la Constitución alemana, a todos los países avanzados. "No hay que continuar con los estímulos cuando ya se ha afianzado la recuperación económica", sostuvo esta semana. Su celo por la contención del gasto público, que le llevó a retrasar el fondo de rescate a Grecia hasta asegurarse de que el Gobierno heleno tomaba drásticas medidas de ajuste, contrasta con su resistencia a publicar y extender las pruebas de fortaleza financiera hechas a las principales entidades europeas.

El impuesto a la banca, en el laberinto.

Un nuevo indicio de que el poder combinado de EE UU y Europa ya no es lo que era. La Administración Obama ultima un impuesto que gravará con un 0,15% los activos de las principales entidades estadounidenses para conseguir más de 70.000 millones de euros en los próximos 10 años. Y el Consejo de la UE acaba de aprobar el establecimiento de una tasa a la banca, amén de defender que el G-20 "estudie y desarrolle" una tasa a todas las transacciones financieras. Pero ni los países emergentes, que no se sienten responsables de la crisis financiera, ni algunos países avanzados, como Canadá o Australia, cuyas entidades no incurrieron en excesos, están por la labor. Tampoco lo está el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez. Y la posición europea, ahora hegemónica, puede agrietarse cuando se ponga negro sobre blanco. Alemania y la Comisión Europea defienden que el nuevo impuesto a la banca nutra fondos nacionales que sirvan para reestructurar a las entidades en futuras crisis, mientras que Francia y Reino Unido quieren que se trate como un ingreso más del presupuesto de cada país.

España entra en escena.

Ha estado en boca de todos en las últimas semanas. El permanente castigo de los inversores a los títulos del Tesoro, pese a que el Gobierno anunció un cuantioso plan de ajuste y una amplia reforma laboral, se retroalimentaba con rumores sobre la solvencia del Estado español, y sobre todo, de la banca, golpeada por el estallido de la burbuja inmobiliaria y muy endeudada con entidades alemanas y francesas. El Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero negó desde el principio que España necesitara acudir al fondo de rescate de la UE, pero lo que sí hubo fue una suerte de rescate moral, con encendidas muestras de apoyo de Strauss-Kahn y Obama, en contraste con la calculada ambigüedad de Merkel. Pero fue la decisión de publicar las pruebas de resistencia hechas a la banca española, antesala de una iniciativa similar en toda la UE, lo que permitió aflojar la presión. "¡Dios salve a Zapatero!", llegó a proclamar Wolfgang Münchau, editorialista de cabecera del diario británico Financial Times. EE UU y Reino Unido echan en cara a la zona euro falta de transparencia sobre la situación real de la banca.

Paraísos fiscales, bonus y otros olvidos.

La lista negra de paraísos fiscales, uno de los principales éxitos de la cumbre de Londres, está ya vacía. La mayoría de los centros financieros implicados se limitó a cumplir con la exigencia mínima impuesta por la OCDE (firma de acuerdos de intercambio de información con 12 países), lo que ha llevado al Parlamento europeo a plantear nuevos requisitos, como obligar a las multinacionales a publicar la información económica y fiscal de todas sus filiales o a generalizar el intercambio de información. No ha habido sanciones, como no las hay en el caso de las remuneraciones de los ejecutivos.

Los impuestos a los bonus en Reino Unido o Francia han aumentado la recaudación, pero no han limitado las compensaciones. Y aunque se extiende la petición de información más detallada, a los supervisores solo les queda la opción de exigir a las entidades que eleven su capital en caso de que el pago de esos bonus incentive el riesgo. En el fondo de la agenda queda también la negociación para un nuevo acuerdo de comercio internacional: el compromiso es cerrar la llamada Ronda de Doha este año, aunque una promesa similar quedó incumplida ya en 2009.

Un panel de tráfico avisa a los conductores de la celebración del G-20 con esta frase: "Prepárese para retrasos significativos".
Un panel de tráfico avisa a los conductores de la celebración del G-20 con esta frase: "Prepárese para retrasos significativos".BLOOMBERG

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