Atonía y desinflación
No son escasos ni poco relevantes los perfiles de la economía española que abonan la inquietud sobre la salida de la recesión actual. La excepcional atonía de la demanda interna coexiste con un comportamiento de los precios no menos inquietante: son ocho los meses consecutivos que el principal indicador de inflación, el IPC, lleva registrando tasas negativas de variación. En ese periodo, el IPC se ha reducido en seis puntos porcentuales. Desde que existe serie estadística del IPC, a principios de los sesenta, no se había registrado nada igual. El dato de octubre, aunque ha moderado su contracción, sigue siendo negativo, del -0.7% interanual, tres décimas por debajo del -1% registrado en septiembre y la mitad del mínimo histórico del -1,4% correspondiente al pasado julio. Por primera vez, España tiene una tasa de inflación inferior a la media europea.
La caracterización de un comportamiento tal de una forma prudente nos llevaría a considerar esa inusual evolución de los precios como de intensa desinflación. Su identificación como deflación puede tener una mayor relevancia mediática, pero no parece ser estrictamente el caso. Ni los comportamientos de la inflación subyacente (la que excluye el precio de los alimentos frescos y de los bienes energéticos), que se mantuvo en octubre en el 0,1%, la misma tasa que registró en septiembre, ni el periodo temporal en el que se han registrado estas variaciones negativas son suficientes para asumir un diagnóstico tal. Con todo, lo relevante ahora no es tanto la denominación del problema, sino entender que esa persistente reducción del nivel general de los precios es el reflejo de un problema serio que afronta la economía española: la instalación en una profunda recesión de la que seremos los últimos en salir de Europa, como demuestran las estadísticas del INE y de Eurostat conocidos la semana pasada.
La caída de la demanda y las subidas del desempleo compensan ampliamente, por desgracia, las ventajas asociadas a la disposición de mayor capacidad adquisitiva de nuestras rentas y la de una mayor competitividad vía precios de nuestros bienes y servicios en el exterior. La contribución de la demanda exterior, en todo caso, no será suficiente, como acabamos de verificar en el último dato de crecimiento del PIB para evitar que éste siga en zona negativa. En primer lugar, porque la recuperación de nuestros principales socios, siendo evidente, no deja de exhibir cierta fragilidad; en segundo, porque las empresas españolas con exportaciones competitivas y suficientemente diferenciadas no es precisamente amplia.
El análisis de la situación de la economía española desde la perspectiva de los precios nos devuelve a la necesidad de encontrar vías de estímulo de la demanda que neutralicen el ascenso del desempleo, principal razón de la inhibición de las decisiones de gasto de las familias y del desplome de la inflación española. Los temores no han de ser mayores por las amenazas de deflación que por la prolongada atonía de la demanda interna y el inducido estancamiento de la expansión del PIB. Contra estos desequilibrios graves, el aumento selectivo de la inversión pública sigue siendo la única solución. Y más todavía si la normalización de la actividad crediticia en nuestro país puede encontrar una amenaza en la pronta retirada de estímulos del BCE.
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