A vueltas con Barceló
Por empezar por un testimonio directo, recuerdo que, allá por la primavera de 1980, fui a Palma de Mallorca porque se inauguraba en la capital balear la remodelación del entonces llamado Palau Sollerich, en cuyas nuevas salas de exposiciones se exhibía una muestra colectiva titulada algo así como Arte actual en Baleares, con un impresionante conjunto de obras de los artistas residentes en las islas, muchos de los cuales eran figuras de indiscutible prestigio internacional. No obstante, lo que personalmente más me impresionó fue el descubrimiento de un artista, para mí hasta ese momento desconocido, llamado Miquel Barceló, como así luego lo consigné en la crítica del evento que se publicó en este mismo diario. Nacido en 1957, en ese momento Barceló contaba con tan sólo 23 años, que eran muy pocos, sobre todo, en un momento en que no se había iniciado la insaciable caza de los "valores emergentes". Todo lo joven que se quiera, por aquel entonces, ya Barceló se había hecho un "nombre" en su tierra natal y en Barcelona, pero ni siquiera él mismo, creo, se imaginaba la casi inmediata apoteosis que se iba a organizar sobre su obra, muy en especial cuando el comisario de la VII Documenta de Kassel, el holandés Rudi Fuchs, decidió que sería el único representante español en dicho certamen, que tuvo lugar en 1982; o sea: cuando Barceló aún sólo tenía 25 años. Aunque en ese año era más raro encontrar un crítico de arte español que un artista en el todavía -y quizá por última vez- más prestigioso foro artístico de vanguardia del mundo, no cabe duda de que la suerte de Barceló cambió incluso en España, donde pudo dar el salto a diversos lugares de la Península, incluido Madrid, donde realizó una importante muestra individual en la galería Juana de Aizpuru en 1984. No obstante, si comparamos la atención que simultáneamente despertó Barceló en el extranjero, suscitando el interés de los mejores galeristas del mundo, como el italiano Lucio Amelio, el francés Ivon Lambert, el suizo Bruno Bischofberger o el estadounidense Leo Castelli, o por acreditados directores de museos e instituciones de arte contemporáneo, como Jean-Louis Froment, del CAPC de Burdeos, que rápidamente le montó una exposición en su centro y que luego itineró a Boston y a Madrid, ya se manifestó una diferencia sustancial entre el fervor local y el internacional, que es la misma que hoy nos sigue acorralando por muchos cursillos acelerados de modernización que emprendamos, porque no se cambia la identidad de una sociedad a voluntad y como por ensalmo.
Es mezquino tratar de desconocer o minimizar sus logros, y en especial a esa patética manera española de los profetas retrospectivos
En todo caso, es muy interesante rememorar las apreciaciones que sobre Barceló hizo Fuchs cuando explicó por qué él lo había elegido para participar en la Documenta, ya que las podemos considerar además representativas del resto de quienes, desde fuera, se sintieron entonces atraídos por la obra del jovencísimo mallorquín. "A sólo seis años de la muerte de Franco", declaró Fuchs, "muchos de nosotros no conocíamos demasiado lo que estaban haciendo los artistas jóvenes en España... Sin conocerlo personalmente, me decidí a ver algunas de sus pinturas. Eran muy convincentes en su libertad formal, viveza y velocidad. En lugar de ser semiabstractas, solemnes y pesadas (como era Tàpies), eran primordialmente ligeras, saltando y danzando... También las vi dentro de otro contexto: la revitalización que se estaba desarrollando en la nueva generación de la pintura exploratoria y aventurera. Contemplé a Barceló teniendo en mente a David Salle o Francesco Clemente o René Daniëls o Siegfried Anzinger".
A través de estas palabras de Fuchs está dicho casi todo lo que le puede servir a un historiador del arte contemporáneo para insertar la proyección internacional de Barceló en el contexto de la nueva pintura de la primera mitad de la década de 1980, de la que fue, en efecto, el único conspicuo representante español. ¿Y luego? Evidentemente, Barceló y sus colegas de todo el mundo que entonces jugaron su baza innovadora siguieron, con más o menos fortuna personal, a lo suyo, que era desarrollar su obra, si bien fuera de los focos de esta plataforma llamada "actualidad", que es el alcaloide moderno del mercado artístico global. Si tenemos en cuenta que por esa máquina pasan todos los artistas en nuestra era, se llamen como se llamen y hagan lo que hagan, está claro que su capacidad histórica para acreditarse se fragua precisamente justo después de que dejan de estar de actualidad y no tienen más remedio que ser sólo ellos mismos. Pues bien, 25 años después de que ese jovencísimo artista español llamado Barceló alcanzara la cima de su proyección internacional, no sólo sigue vivo y operativo, sino increíblemente siendo objeto de polémica en su país natal, donde, la verdad sea dicha, nunca despertó un cerrado consenso de aprobación crítica, o, si se quiere, donde siempre, por un motivo o por otro, estuvo a desmano. Quien revise las hemerotecas y otras fuentes españolas de esos años podrá comprobar la veracidad de lo que afirmo.
Sea como sea, no se puede desconocer y, menos, despreciar, lo que ha hecho Barceló durante los últimos 20 años, que son los transcurridos desde que dejó de estar de moda. Quien visite la retrospectiva de CaixaForum Madrid lo podrá apreciar a través de lo único que cabe apreciar: la obra realizada. Planteada temáticamente su retrospección por parte de la comisaria, la británica Catherine Lampert, lo que le permite entremezclar obras de diversos momentos de la evolución de Barceló, no siente el visitante que decaiga jamás la tensión, aunque no se oculten los vaivenes y puntos de circunstanciales incertidumbres. Pero Barceló es, como Picasso, un creador maniaco y torrencial, que constantemente se remonta y se desafía a sí mismo. En realidad, muchos de sus grandes proyectos se han realizado cuando ya estaba fuera de los focos: tales son los casos de su instalación en Santa Eulalia dei Catalani de Palermo (1998); la performance titulada Paso Doble, creada para el Festival de Aviñón en 2006 y, desde entonces, recreada en Madrid, Nueva York, Londres, Venecia, Atenas, etcétera; la formidable cubrición cerámica de la capilla de San Pedro de la catedral de Palma de Mallorca en 2007, y, por último, la no menos grandiosa cúpula de los Derechos Humanos y de la Alianza de las Civilizaciones de la ONU en Ginebra (2008).
No por ser más espectaculares estas obras pueden oscurecer el valor del resto, porque la facundia barroca de Barceló jamás ha enterrado su actividad creativa más íntima, maravillosamente reflejada en sus dibujos, una suerte de diario autobiográfico de todo lo que pasa frente a él, pero, sobre todo, de lo que le pasa por la cabeza. Barceló, por otra parte, es un artista, rara avis hoy, con raíces muy profundas en ese antiguo y fecundo lecho de la cultura mediterránea. En este sentido, enlaza con Tàpies, pero también con Gaudí y Miró y la gran tradición pictórica española que se remonta hasta Ribera. Su versatilidad, su facundia, su capacidad de trabajo y pasión, y, hasta su "astucia" le vinculan con la actitud de Picasso. Por todo ello, a la altura de hoy, cuando cuenta con 53 años y se halla en plena madurez, tras haber superado desafíos de enorme porte a lo largo de las tres últimas décadas, no sólo es disparatado y mezquino tratar de desconocer o minimizar sus logros, y en especial a esa patética manera española de los profetas retrospectivos -indiferentes cuando se alzaba, insolentes cuando se le creía pasado de moda y perplejos cuando, más allá de sus miopes cálculos, se tienen que seguir ocupando de él, cada vez más rabiosos y desconcertados-, sino que, a quienes así se comportan, les queda todavía mucho trecho de sufrimiento, porque estoy convencido de que Barceló, mientras viva, no va a dejar de trabajar y de sorprender.
Quien visite la exposición de Barceló podrá encontrar todos los peros que quiera en relación con las salas, al abigarrado montaje o hasta para la selección de tales o cuales obras -personalmente opino que el trabajo de Lampert arroja un saldo muy positivo-, pero es muy difícil que no se percate de que está frente a un artista muy sólido e importante, y, como tal, cuanto menos, que ha entrado en la historia del arte de nuestro país de una manera insoslayable. Por todo ello, a quienes todavía hoy lo ponen en entredicho cabría abrumarles con mil datos objetivos, pero pienso que no merece la pena hacer el esfuerzo, porque este envidioso desconcierto español es históricamente proverbial, como así lo reflejaba ya el tratadista español Jusepe Martínez, cuando, al relatar su visita a Ribera en Nápoles en 1625, destacó la contestación que le dio el pintor valenciano a su sugerencia de que regresase a España: "Amigo carísimo, de mi voluntad es la instancia grande, pero de parte de la experiencia (...) hallo el impedimento de ser el primer año recibido por gran pintor, el segundo no hacerse caso de mí porque viendo presente la persona se le pierde el respeto, y lo confirma esto el constarme haber visto algunas obras de excelentes maestros de estos reinos de España muy poco estimadas. Y así juzgo que España es madre piadosa de forasteros y crudelísima madrastra de los propios naturales".
Miquel Barceló. CaixaForum Madrid. Paseo del Prado, 36. Hasta el 13 de junio.
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