Mi vieja llama
La funesta tendencia de emparentar la biografía con el análisis artístico es un invento del XIX. Un invento "romántico": el texto como tejido confesional, suculento de claves. Fue por esa época cuando los perdigueros se abalanzaron babeantes sobre los Sonetos de Shakespeare: ahí estaba al fin el verdadero corazón del poeta, abierto como una granada. No buscaban sentidos ni sentimientos, buscaban hechos reales: un relato biográfico inequívoco. Un narrador (Shakespeare ¿quién si no?) mantiene una relación apasionada (del soneto 1 al 126) con un joven doncel (el Fair Youth), al que inmortalizará en sus versos. Del 127 al 152, sin embargo, le vemos liado con una dama (la Dark Lady), de talante infiel, que le engaña con el joven. Las relaciones de mozo y dama con el narrador, que calvea y va para viejo, se van al diantre. Fin de la historia y comienzo del arduo trabajo de investigación: seleccionar todos los candidatos/as posibles para el Quién es Quién. Qué error y qué aburrimiento. En su época, cuenta Peter Ackroyd, "nadie leyó los sonetos en busca de revelaciones autobiográficas, pues la expresión de las pasiones privadas era totalmente ajena al género y, además, de muy mal gusto". Publicados quince años después de su composición, fueron recibidos con un estruendoso silencio, prueba de que allí no había el menor atisbo de escándalo. Como la fiebre sonetística había bajado, lo más probable es que los considerasen un tanto pasados de moda. Del XIX en adelante, los perdigueros se empeñan en desoír al bufón Touchstone en Como gustéis, cuando afirma que "en la verdadera poesía todo es ficción". Yo creo que los Sonetos están más unidos por la tonalidad que por el argumento, y que Shakespeare construye con ellos una representación. Es decir, que imagina lo que supondría encontrarse en las situaciones que describe. Que las haya vivido o no es secundario: no importan tanto los hechos como la recreación o reinvención de sus sentimientos al respecto. Su imaginación poética, en una palabra. Brook, que es gato viejo, ha ido más allá de la contingencia biográfica para tejer la dramaturgia de Love is my sin, que acaba de presentar -estreno absoluto en España- en Temporada Alta. Prescinde, pues, del juego entre destinatarios (el Joven, la Dama Oscura) para centrarse en el asunto básico, esencial, definitivo: el amor que vence al tiempo por la intensidad de su expresión. Vemos en escena a un hombre y una mujer, más un tercero (o tercera) invisible. Se han borrado rostros y nombres de los amantes del pasado: sólo queda la huella de la herida, la cicatriz que vuelve a abrirse al ser evocada. De los 154 sonetos, ha seleccionado 31, divididos en cuatro movimientos o modulaciones temáticas: los estragos de la edad (seis sonetos), la separación amorosa (ocho), los celos (el pasaje más extenso, sin duda por ser el más dramático: doce sonetos de la última parte) y otros cinco en torno al tiempo vencido. El espectáculo es un mano a mano, en la línea del que armó hará unos años sobre la correspondencia entre Chéjov y Olga Knipper. Love is my sin, un título un tanto bolerístico, se estrenó en Bouffes du Nord la pasada primavera con Bruce Myers y Natasha Parry. En el Teatre de Salt, a mi juicio, hemos salido ganando: Myers es un actor espléndido, pero su sustituto, Michael Pennington, es una leyenda viviente de la interpretación shakesperiana, y su visita ha sido todo un regalo. ¿Es un recital, entonces? ¿Una lectura dramatizada? No, es una función en toda regla, con personajes. Nueva mirada y nuevos personajes: Pennington y Parry encarnan a dos amantes crepusculares que se "envían" los sonetos como si fueran cartas. No hablan al público sino entre ellos: uno rememora, el otro escucha, recibe, siente, y contesta a su vez; los dos, a la postre, perdonan y comprenden. Love is my sin apenas dura una hora, pero el arco está tan bien temperado que tenemos la impresión de llevar toda una vida con ellos. La extrema concentración formal hace que el menor detalle adquiera un inmenso poder evocativo: una mirada, una pausa dolorosa, un cuello que se vence, una mano que se abre intentado atrapar lo que se fue. Todo juega (y gana): la luz tenue y vívida; los colores cálidos, en ocre y naranja. La delicada música de Couperin, interpretada al piano por Frank Krawczyk, y también la música sin notas: el fuelle de un acordeón llenándose y vaciándose de aire -preciosa y sencilla invención- crea el sonido de las olas como perfecto pórtico al soneto 60.
El juego actoral es caleidoscópico: no es difícil sentir que estamos viendo a Rosalind y Orlando, reunidos después de una larga ausencia, o a los otoñales Beatrice y Benedick, al fin en calma tras todas las tormentas. Y más allá, mucho más allá... ¿Cómo explicar lo que al final de Love is my sin consiguen Brook y su banda, el instante que sobreviene y se ensancha y permanece? ¿Dónde había percibido yo eso antes, ese estado que supera la melancolía por lo perdido y rebasa el recuerdo porque ya todo es presente? ¿En qué poema, en qué música? ¿El atardecer fluyendo en By This River, de Brian Eno? Sí, pero hay más. ¿El silencio que brota tras la última canción de Sinatra en Only the lonely, el disco que grabó tras la ruptura con Ava, su mensaje de náufrago? Algo de aquel anhelo había, pero sin el color nocturno y desesperado, sin aquel brillo de baquelita afilada, rozando la vena. Y algo más que no era asociación sino superposición: un eco resonando antes del acorde, creándolo, enlazándolo en un círculo. Escuchaba el último verso, veía a los dos amantes alejándose, tomados de la mano, reconciliados con la vida y con su historia, y sentí que la luz plácida, el movimiento del verso tendido, el instante al fin completo, tenían la misma cualidad epifánica de primavera en pleno invierno que impregna Little Giding, el último de los cuatro cuartetos de Eliot: la sensación de estar, con ellos dos, dentro y fuera del tiempo en una realidad recuperada, eternizada, inmemorial. Esto es un hecho real, señores perdigueros, nacido del sentimiento y transustanciado por el arte: un puro hijo del sentido.
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