El tiempo suspendido de Jean Siméon Chardin
La peonza, a un lado, da vueltas próxima al borde de la mesa. En una primera mirada cuesta verla, pincelada amarillenta y precisa cerca de los libros, el papel, el tintero y la pluma; movimiento diminuto que se amplifica de repente en medio de una escena donde el resto permanece estático. O casi. Porque al observar al joven protagonista -adolescente vestido a la moda elegante del XVIII francés, niño absorto en el movimiento caprichoso de la peonza-, al fijar los ojos sobre su mano derecha, deslumbra el gesto apenas perceptible de esos dedos pulgar e índice que se rozan delicados y describen un transcurso que se está escapando en el momento mismo de verlo: hace un instante los dedos lanzaban el juguete. Entonces cada cosa se acopla a su lugar en su justa medida y aflora aquello que define la pintura de Chardin, algo que no olvidan quienes la han mirado con la atención que exige.
Su aparente falta de relato termina por ser una narración extraordinaria que ha quedado flotando en ese instante
Porque a veces Chardin, el pintor de bodegones por excelencia, tan reproducido en calendarios, postales y cajas de dulces, de tan popular -sobre todo desde mediados del XIX- pasa desapercibido, dando por hecho que quien pinta género y bodegones pinta temas menores que no pueden competir con los Grandes Relatos. ¡Naturalezas muertas!... cuadros para burgueses con gustos mediocres. Estos díasel Museo del Prado muestra al mejor Chardin de la mano de Pierre Rosenberg, comisario de la muestra, y sólo con pasearse por las salas, con mirar sin prejuicios, con acercarse a través de esa mirada contemporánea que sabe, que ha aprendido, cómo las pequeñas historias ocupan un lugar de privilegio dentro de la gran narración cultural, queda clara la fuerza delicada de este artista, uno de los grandes maestros del XVIII francés.
Aunque Chardin es mucho más que un nombre célebre de la Historia del Arte. Así que busco una palabra capaz de definir eso preciso y volátil, cotidiano y sublime, inmóvil y danzante de su pintura y no la encuentro porque todas las definiciones aluden a una paradoja. Lo antiheróico, lo antinarrativo. O todo lo contrario: la habilidad de crear historias donde no había historias de partida. No termina de aflorar la palabra que defina esta pintura contenida, prodigiosa y absorta. Tiempo suspendido. Quizás sea ésta la cualidad que consigue definir eso que ocurre sobre cada cuadro de Chardin cuando los ojos menos avezados llegaron a pensar que no pasaba nada. Su aparente falta de relato termina por ser, más bien, una narración extraordinaria que ha quedado flotando en ese instante privilegiado que Chardin captura como pocos, cierta "magia" de la cual no llegaba a entender nada, decía desconcertado Diderot.
Una narración extraordinaria termina por ser Dama tomando el té, cuadro emblemático del Museo de Glasgow que sólo en rarísimas ocasiones viaja. La protagonista, personaje como siempre ensimismado, se concentra en su taza humeante, absorta en un espacio que, de nuevo, no precisa del espectador para completarse. La obra, de una intensidad inusitada bajo su apariencia banal, captura nuestros ojos en el instante intrascendente en el cual se concentra el tiempo completo, como cuando soñamos despiertos. ¿Qué más da que la silla denote una perspectiva torpe -algunos dirían que porque Chardin, en tanto bodegonista, nunca tuvo la formación exigida para pintar escenas de género?-. El gesto es tan bello, la sensación tan intensa -como cuando soñamos despiertos-, que no podemos apartar los ojos de ese tiempo que está presente, sí, pero ha dejado de transcurrir.
Tiempo suspendido el de la maestrita y el niño, el del joven haciendo la gran pompa de jabón, el de las madres y los adolescentes en los pequeños cuadros; el de los bodegones maravillosos donde un gato insolente se entromete en la escena con gesto altivo -tal y como ocurre en La raya, asombrosa pintura de gran formato y considerada una de las obras maestras de la primera época-. Tiempo suspendido en Los preparativos para el almuerzo, entre los jarros de agua y el cristal transparente y admirable de los vasos, cristalerías sencillas que, frente a los lujosos objetos importados de los holandeses -de algún modo el referente histórico de Chardin-, no hablan de viajes lejanos ni de historias míticas, sino de existencias corrientes que transcurren entre fresas, melocotones y jarrones de loza blanca y azul. Pero igual que ocurriera en la Holanda del XVII, algo ha cambiado: la nueva clase en ascenso, moderna, eficaz y hasta discreta, necesita nuevas fórmulas de representación. De hecho, llama la atención en Chardin esa aludida modernidad que se muestra en el interés por niños y jóvenes, impensado hasta ese momento al ser la adolescencia una invención del siglo XVIII francés; su tratamiento casi irónico de asuntos relativos a la cultura, como sus monos pintores y anticuarios; o sus imágenes de madres laboriosas que tan bien se ajustan a lo que Carol Duncan llama "las madres felices", una figura retórica femenina que cultiva el XVIII francés como iconografía ejemplarizante frente a la decadencia parisina. Es la crisis de los Grandes Relatos que el XIX retoma en la pintura de historia, brevemente, hasta que la llegada del XX nos aniquila para siempre.
Quizás esa modernidad pueda ser una de las razones por la cuales Chardin nunca ha sido tan conocido en España frente a su popularidad en países con una clase media más desarrollada e instruida como Inglaterra, Suecia o Rusia que, con Catalina la Grande a la cabeza -coleccionista además de Chardin-, no tardó en adherirse a las nuevas ideas ilustradas. La modestia existencial del pintor tampoco contribuiría a su fama en el extranjero: nunca viajó mucho. Pese a todo, desde hace algunos años ha sido tema reiterado entre los investigadores anglosajones más originales en sus lecturas de la pintura del XVIII, tanto tiempo denostada, desde Micheal Fried a la reivindicación de los bodegones como un género en absoluto menor de Norman Bryson. La propuesta misma de trabajo para Chardin, "pintar lo que se ve" y "enseñar al ojo a mirar la naturaleza", es en el fondo lo que sigue asombrado hoy, la "magia" que desconcertaba y hasta irritaba a Diderot, quien en plena batalla por las jerarquías de los géneros pictóricos se sentía incómodo frente a su atracción irresistible hacia una pintura de bodegones. No en vano, en una de sus obras más audaces, los Salones, defendía con entusiasmo las naturalezas muertas de Chardin gracias a la vivacidad de sus pinturas, igual que le había "salvado" en sus Ensayos sobre la pintura: con frecuencia Chardin incorporaba el bodegón a una escena en la cual se mantenía la presencia humana, máxima jerarquización en pintura.
Y sin embargo, al observar la gran cantidad de cuadros donde la figura humana ha sido excluida en la producción de Chardin, la argumentación del gran crítico del XVIII parece más bien una mera excusa. Quizás lo que atrajo a Diderot, lo que él vio y las convenciones de la época no quisieron dejarle ver, fue esa modernidad sin precedentes de obras como La tabaquera, una joya que resplandece en el recorrido cronológico del Prado tan adecuado para Chardin, un hombre de orden, que al final de su vida y por problemas en los ojos tuvo que pintar al pastel. El conjunto de objetos de fumador -tal vez propiedad del pintor mismo- habla de un propietario ausente, cuya presencia a través de sus pertenencias en sin embargo irremediable: a menudo al hablar de nosotros nos camuflamos tras un vacío. Luego, al dejar las salas del Prado nada volverá a ser como antes. Lo supo ver Proust, uno de los más fervientes admiradores del maestro Chardin: "Cuando uno ha visto a Chardin, no sólo ve únicamente la belleza de una comida burguesa, sino que cree que no hay poesía sino en las comidas sencillas, y retira la vista cuando ve unas joyas".
Chardin. 1699-1779. Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Madrid. Del 1 de marzo al 29 de mayo
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