Un poeta en un terremoto
Javier Rodríguez Marcos (Nuñomoral, Cáceres, 1970) es la quintaesencia de lo que se conoce como periodista cultural. Su trayectoria profesional está ligada a los suplementos y secciones culturales. Pertenece a esa tribu cuyos compañeros de las llamadas secciones duras de los diarios consideran que se pasan la vida viendo exposiciones y películas o leyendo libros a placer. Poeta y amante del arte, Rodríguez Marcos tenía todo preparado para asistir al V Congreso de la Lengua Española que a finales de febrero del año pasado se iba a celebrar en Valparaíso (Chile) con la participación de académicos y escritores de todo el mundo. Un terremoto de dos minutos y medio, de 8,8 grados destrozó el sur del país y acabó con la cumbre de sabios de la lengua española. Rodríguez Marcos no había cubierto nunca un suceso periodístico. Pero era el único que tenía billete de avión hacia el aeropuerto de Santiago de Chile. Esa "ventaja", utilizada hábilmente por los responsables de la sección de Internacional del diario ("no importa que el aeropuerto esté cerrado", "puedes llegar desde Argentina", le dijeron), hizo que el periodista iniciara una aventura cuyo objetivo era cambiar sus siempre interesantes escritos culturales por las brillantes crónicas de la catástrofe que, con todos los elementos en contra, consiguió hacer llegar al periódico. A la vuelta, decidió escribir en forma de libro el reportaje detallado de muchas de las cosas que sintió y vivió desde su salida de Madrid hasta que consiguió llegar a la zona cero de la tragedia, la ciudad de Rosario, a 600 kilómetros de Santiago y, sobre todo, cómo pudo elaborar las informaciones a base de ver, hablar e interpretar.
Un torpe en un terremoto es el resultado de esa aventura. El periodista de EL PAÍS cuenta su periplo con honestidad y sentido del humor. A través de 14 capítulos habla de sus inseguridades ante el nuevo reto, detalla las dificultades (unas inevitables, otras surrealistas) que tuvo hasta llegar a Rosario; evoca cómo se desenvolvió al llegar a un destino cuyo suelo no paraba de temblar. Nada más llegar comprobó que el ordenador había muerto mientras que su máxima preocupación era desbrozar el drama que tenía delante y poder publicarlo. "El miedo no es que te pase algo malo", escribe, "sino ser incapaz de enviar la crónica de tu propio accidente". Con los hoteles cerrados por peligro de desplome, el ejército velando por el toque de queda y el miedo a quedarse sin gasolina, Rodríguez Marcos completa las crónicas publicadas aquellos días con una emotiva aproximación a los chilenos que le ayudaron, alojaron y alimentaron cuando ellos mismos no tenían mucho que llevarse a la boca. Era un intruso, dice que se comía la comida que no sobraba. Según avanza el relato, el autor reflexiona sobre el sentido último del periodismo y las reglas fundamentales del oficio. No quiere ser ese tipo de profesional al que Susan Sontag llamaba "turista especializado". Enemigo de confundir narración con ficción y partidario de los datos frente a la lluvia de adjetivos, Rodríguez Marcos advierte de ese nuevo periodismo con el que se quieren sustituir formas clásicas de narrar. A propósito de la mítica pero falsa crónica del terremoto de Charleston que José Martí escribió desde Nueva York, explica por qué la verdad no puede traicionarse nunca en el periodismo y recuerda que suele ser el barro de la información el que ensucia la moqueta de la literatura, pero que el felpudo por el que algunos toman el periodismo no es una alfombra mágica. Protagonista muy a su pesar, Rodríguez Marcos deja claro que con una libreta, unas buenas zapatillas y la verdad por delante se sale airoso de cualquier situación.
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