Dos miradas americanas
En la secuencia de las salas de la Fundación Mapfre en el paseo de Recoletos se llega a una pequeña habitación lateral que no tiene puerta y en la pared del fondo se ve un cuadro de Mark Rothko. Es un cuadro de dimensiones reducidas, óleo sobre papel fijado a una tabla, con un marco de madera simple, el único que hay en la habitación. La luz está atenuada, para no dañar el papel, y también, imagino, porque a Rothko le disgustaba la iluminación excesiva, que a su juicio borraba los matices sutiles de la pintura y entorpecía la contemplación. En los estudios sucesivos que tuvo en Nueva York no dejaba que entrara mucha luz por las ventanas. En sus viajes a Italia Rothko había apreciado la penumbra de esas capillas en las que a veces resulta difícil advertir los detalles de un cuadro o un fresco. En Santa Maria del Popolo, admirando La crucifixión de San Pedro y La conversión de San Pablo, había visto cómo las figuras de Caravaggio emergían poco a poco de la sombra, a medida que la pupila se iba acostumbrando a la poca luz de las capillas, como si la luz misma viniera de ellas. Rothko tenía una actitud muy protectora hacia su propio trabajo, más defensiva y más desconfiada según pasaban los años, según veía que su forma de pintar se había quedado anticuada para los críticos y para muchos coleccionistas que no mucho tiempo atrás lo adulaban.
Seguro que habría aprobado el aislamiento de esta obra suya en una sala de exposiciones de Madrid que está llena de gente, el contraste entre su pequeño formato y todo el espacio que ocupa, como una tabla o una talla muy austera en una capilla lateral de una iglesia. La pintó muy cerca del final de su vida, en 1968, en una época en la que exploraba con mucha insistencia el formato menor, el acrílico en vez del óleo, el papel y no el lienzo. Un vago rectángulo anaranjado, de bordes muy imprecisos que se diluyen en el fondo, y debajo otro rectángulo mucho menor, amarillo, los dos suspendidos, no solo verticalmente, el rectángulo más grande flotando sobre el más pequeño, sino también por encima del material que los sustenta, el papel muy liso de color marrón claro, como papel de envoltorio. Algunas obras de arte, sean cuadros, músicas, libros, imponen sus propias condiciones, aunque a veces se nos presenten con un aire casi dócil de fragilidad. Aquí está este pequeño rothko, de época tardía, de colores insinuados, disolviéndose en los bordes de la forma como se diluye la acuarela o la tinta en la textura del papel o el límite del mar y del cielo en un horizonte de bruma: y sin embargo nos reclama desde su distancia, desde el interior de la pequeña habitación en la que lo han colgado solo, cuando ya hemos visto una gran parte de la exposición de arte americano y estábamos empezando a notar el cansancio de la acumulación de las pinturas y del tiempo que llevamos de pie. Nos exige detenernos, ingresar en el espacio físico y espiritual que establece su presencia, quedarnos el tiempo que haga falta. Nos acordamos de esas fotos en las que Rothko está parado delante de un cuadro sin terminar, con la mirada fija y a la vez perdida, viendo lo que hay y lo que todavía no hay, con los brazos cruzados, con un cigarrillo en una mano, olvidado del tiempo.
Edward Hopper era veinte años mayor que Rothko, y en apariencia su reverso: de sólido origen anglosajón, mientras que Rothko era un judío ruso, emigrado a Estados Unidos a los diez años, con recuerdos indelebles de los pogromos zaristas; obstinadamente figurativo en los mismos años en los que Rothko iba más lejos que nadie en el radicalismo de la abstracción; anacrónico en su fidelidad a lo real y a la fisonomía de la vida americana, cuando Rothko se internaba en un solitario misticismo que durante un cierto tiempo pudo ser identificado con la moda. Más joven, con un estudio en sus últimos años en la parte más cara del lado este de Manhattan, probablemente Mark Rothko ganaría mucho más dinero que Hopper. Durante un tiempo, él representó la modernidad y el presente; con la llegada de Andy Warhol y la moda pop los dos pertenecieron de repente al pasado.
Ninguno de los dos podía ignorar al otro. No puedo estar seguro sin repasar sus biografías, pero creo difícil que pudieran apreciarse, o comprenderse. A uno siempre le gusta marcar bien la distancia hacia sus contemporáneos, quizás porque tiene miedo de parecerse a ellos, porque nadie acepta con tranquilidad aquella verdad que formuló Proust, que todo lo que es del mismo tiempo se parece. Cuando Edward Hopper murió, en 1967, era un formidable anciano de ochenta y cinco años. Mark Rothko se abrió las venas a la altura de los codos tres años después, a los sesenta y seis, derruido por el cáncer, la depresión y el alcohol, después de quitarse los pantalones y dejarlos doblados en el respaldo de una silla y de tenderse en el suelo con los brazos abiertos, perdiendo la conciencia mientras crecía sobre las baldosas el charco de sangre.
Y sin embargo, esta tarde, en la Fundación Mapfre, en la exposición de arte americano de la Phillips Collection de Washington, yo voy de la obra del uno a la del otro con un estado de ánimo semejante, y compruebo una vez más que los dos me seducen invitándome a una contemplación que cancela el tiempo de la misma manera, que me empuja a un retiro transitorio del mundo, abriendo un paréntesis en torno a cada pintura en el que no cabe nada más. También Sunday, de Edward Hopper, impone sus propias condiciones. Un hombre sentado en una acera, una mañana de domingo, con las cortinas de las tiendas echadas, los brazos cruzados y los codos apoyados en los muslos, la cabeza inclinada, en una actitud de reposo abstraído, un cigarro en la boca. Las figuras ensimismadas de Hopper suelen provocar divagaciones literarias sobre la soledad y la alienación de las grandes ciudades, de los espacios desolados de América. A mí me dan casi siempre la impresión de estar viviendo una secreta epifanía, uno de esos momentos en los que alguien, tal vez sin tener plena conciencia, reposa en equilibrio en el centro de su propia vida, haciendo algo cotidiano en lo que se contiene alguna forma de plenitud, vuelto hacia sí mismo o en una percepción afilada de las cosas, en una alerta de algo que no sabe qué será.
A Edward Hopper le gustaba que hubiera algo tosco o inacabado en sus figuras, en sus manchas de color. Había vivido en París en los primeros años del cubismo y admirado a Cézanne y sabía que el virtuosismo académico no servía para transmitir la dura impresión de lo real. Las extensiones de negrura, el filo entre lo luminoso y lo oscuro en los rectángulos de los ventanales de este cuadro no están muy lejos de esas ventanas de Rothko que dan a lo invisible y a lo desconocido. Los dos nos exigen con igual magnetismo la decisión de mirar.
Made in USA. Arte americano de la Phillips Collection. Fundación Mapfre. Madrid. Hasta el 16 de enero de 2011. www.mapfre.com/fundacion. antoniomuñozmolina.es
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