La imagen que narra
En un conocido texto a propósito del valor de la narrativa en la representación de la realidad, el historiador norteamericano Hayden White reflexionaba sobre los anales en la Edad Media y la forma en la cual la organización de los eventos, sin jerarquías y sin comentarios ni relaciones aparentes -desde la muerte de Pipino a un mal invierno sin cosechas o la primera llegada de los Sarracenos-, llama la atención del experto contemporáneo por la naivité del analista, incapaz de dar coherencia a esos hechos que están ahí, "esperando ser narrados", comenta White. Pero quizás, sigue reflexionando, un auténtico interés histórico debería preguntarse no por qué o cómo el analista ha sido incapaz de escribir una narrativa, sino cuál es la noción de la realidad que le lleva a representarla de esta manera específica. Si somos capaces de contestar la pregunta, dice White, podremos comprender aquello que explica un asunto esencial en nuestro tiempo y condición cultural: el problema de la narratividad misma.
El material visual completa el relato, y a menudo es capaz de expresar aquello para lo que las palabras se quedan cortas
De hecho, en las últimas décadas la cuestión se ha planteado de forma insistente desde la propia historia: ¿cómo narrar los hechos, cómo trasmitir la realidad? ¿Cómo hacer historia, en pocas palabras, si frente a esos eventos deshilachados de los anales la disciplina a partir de la Modernidad ha organizado un relato de los acontecimientos donde tan importante como los hechos que se cuentan es la forma en la cual deciden contarse?
Tal vez por eso la Historia tiene cierta esencia fílmica, cierta naturaleza de montaje en la cual a veces lo esencial -una fecha por ejemplo- no es sino una falsa pista, apariencia de lo esencial. La Historia, como las películas mejor contadas, mantiene un lugar último para la adivinación o hasta para el secreto, entendido éste como lo que no se termina de contar hasta las extremas consecuencias; incluso lo que cambia de forma drástica dependiendo desde dónde se cuenta. Se trata -o hasta cierto punto- de aquello que se denominarían las "versiones", las interpretaciones de los hechos que acaban por aparecer como una de las más fascinantes cualidades de la Historia: lo que cada vez se escapa a la narración en todo relato histórico.
Es posible que una parte esencial en este proceso -básico además para el problema al cual antes se aludía, las fórmulas de la representación de la realidad en las diferentes épocas- sea el material visual producido en cada momento, entendiendo por material visual también la producción de las artes visuales. Es más: en unos años en que el valor del testigo de primera se ha puesto en tela de juicio -porque después del Holocausto se sabe que hay tanto que no se puede verbalizar-, el papel del documento visual, por extensión la propia obra de arte, ha ido tomando más y más relevancia en las diferentes aproximaciones a la Historia -o las historias, como se diría hoy en día- para recoger la citada pluralidad en los relatos.
Nada más cierto. Cada imagen, portadora de una historia paralela, de un relato al margen aunque precisamente por eso fundamental, tiene un valor indiscutible en todo intento de hacer historia. Si, por un lado, el material visual "completa" el relato, por el otro, a menudo es capaz de expresar aquello para lo que las palabras se quedan cortas. Se diría casi que en su esencia de información visual las imágenes custodian cada secreto de la narración que allí, frente al documento gráfico, empieza a desvelar lo que ningún discurso consigue explicar de manera tan elocuente.
¿Hay algo más locuaz en cuanto a las relaciones de poder en la Corte de Carlos IV como el famoso cuadro de Goya de la familia real, pintado en 1800? ¿Consigue la historia escrita ser tan convincente a la hora de delinear las diferencias entre la mencionada corte borbónica -y sus protocolos- y la dinastía de los Austria como lo hacen Las Meninas de Velázquez, a pesar de las numerosas relaciones formales que desde el análisis de la Historia del Arte se pueden establecer entre un cuadro y otro?
De este modo, historias escritas e historias visuales se presentan como complementarias e imprescindibles. Si es preciso conocer el acontecimiento para interpretar una imagen, el material visual sirve en muchos casos como apoyo para construir la narración porque aporta pistas excelentes para el asunto esencial del cual se hablaba: la noción de la realidad y las formas de representarla.
El libro El espejo del tiempo, que acaba de publicar la editorial Taurus, es un excelente ejemplo de algunas de estas cuestiones que en los últimos tiempos han ocupado a historiadores e historiadores del arte. Fruto de la colaboración de dos reputadísimos catedráticos -de historia e historia del arte respectivamente- de la Universidad Complutense de Madrid, Juan Pablo Fusi y Francisco Calvo Serraller, resume la urgencia de trabajo en común de un modo utilísimo, creando un aparato de reflexión que funciona a muy diferentes niveles -de ahí la principal virtud del libro-.
Se trata, de hecho, de un libro escrito "a cuatro manos", si bien organizado en los dos discursos paralelos de los cuales se ha ido hablando. No se trata, así, de una obra escrita por dos autores que trabajan en común en el texto mismo, ni de una obra con dos partes bien diferenciadas. En este volumen se ha conseguido la difícil unidad de dos historias -una escrita de la mano del historiador y otra visual, a cargo del historiador del arte- que conviven con un tercer relato que va surgiendo entre líneas, como el mejor secreto del texto, ante los ojos ávidos de lector: una historia de lo visual que va dando cuenta de los cambios que van apareciendo en el arte de nuestro país.
Pues, sin duda, la cualidad más notoria del libro es algo que se podría llamar su carácter modular, por echar mano de una denominación de las mejores propuestas arquitectónicas de las vanguardias. A pesar de tratarse de un recorrido lineal por la historia de España desde finales del XV hasta el momento actual, cada una de las partes funciona a la vez de forma independiente, se puede leer de forma autónoma, igual que cada cuadro analizado -uno por capítulo- tiene esa misma doble lectura: funciona de forma separada y va creando al tiempo la apuntada historia del arte español a través de algunas de las pinturas más representativas.
El juego de cruces de lecturas, lo complementario entre texto e imagen, texto y texto o imagen e imagen, es lo que hace al libro atractivo, dejando a un lado el enorme esfuerzo de síntesis que tanto Fusi como Calvo Serraller han sabido llevar a cabo en cada una de sus áreas de conocimiento. Será una obra imprescindible, seguro, para aproximarse de forma sintética a estos más de cinco siglos de nuestra historia -visual también-. Se trata, claro, de una historia no siempre positiva, como deja traslucir el último capítulo, 'La vida histórica', en el cual Fusi cita a Ortega, para quien en España faltó el XVIII, "gran siglo educador", ausencia a la que seguiría la Guerra Civil y la posterior y larguísima dictadura que confirmaron a España "como país trágico, violento, romántico", el que retoma Gutiérrez Solana, con el cual Calvo Serraller cierra emblemáticamente el libro. En todo caso y pese a esa historia nuestra compleja y con frecuencia desdichada, al terminar de leer el volumen se vienen a la memoria las palabras de Proust en El novelista como emperador: "Por un momento nuestra desventura o nuestra ventura deja de tiranizarnos; jugamos con ella y con la que acompaña a los demás. Por eso al terminar una hermosa novela, aunque sea triste, nos sentimos tan dichosos".
El espejo del tiempo. La historia y el arte de España. Juan Pablo Fusi y Francisco Calvo Serraller. Taurus. Madrid, 2009. 300 páginas. 29,85 euros.
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