La furia y la gracia
Cioran puede quedar fácilmente reducido a una caricatura. La del pesimista militante que se empeña en afirmar que no hay salida alguna, que todo es un desastre irremediable. Su obra, de hecho, se ocupa de demostrarlo. Cada nuevo paso que da es una vuelta más en el afán de confirmar que nada merece la pena. Así procede, inagotable en su proyecto de escarbar y escarbar para encontrar siempre lo peor.
Lo curioso es que Cioran se empeñara a lo largo de su vida entera en expresar, una y otra vez, que no hay otra cosa que la nada y que no queda otra que ir haciéndose a la idea del ridículo de estar vivo. Quizá sea la duración de su empeño y la determinación y el rigor con que lo llevó a cabo lo que al final lo salva de quedar atrapado en el tópico. De acuerdo, Cioran es pesimista y no deja de manifestar a cada rato los desperfectos de nuestra condición. Lo asombroso, sin embargo, es que no se repita. Se ocupó de decir siempre lo mismo, pero supo hacerlo cada vez de manera diferente.
Es ahí donde está la gracia, en su estilo. En los recovecos que da para ir a parar de nuevo al vertedero, en las fulgurantes llamas con las que concibe una idea para fulminar cualquier ilusión, en el goteo de lágrimas que consigue convertir en dinamita para volar las últimas certezas. Cioran es un artesano puntilloso que trabaja incesantemente con las palabras para no dejar ninguna sombra de duda respecto al vacío esencial que nos corroe. Lo importante es seguirlo, acompañarlo, ya sea cuando palpita (y grita) en sus aforismos o cuando da vueltas y vueltas en sus piezas más largas. Es entonces cuando se descubre que en el meticuloso explorador del horror de vivir habita un fino humorista, que el escritor que persigue concebir un pensamiento que acabe con el mundo puede ser también un hombre que disfruta de las cosas.
Quizá no tenga mucho sentido hablar de Cioran como filósofo, pues no trabajó nunca para elaborar conceptos que permitieran volver a poner en escena los viejos interrogantes de siempre. Lo que hizo, más bien, fue ocuparse de derrumbar lo que tuviera pretensión de servir como creencia, como fórmula, como dogma. Por eso a Cioran no se lo lee tanto por las ideas que contienen sus exabruptos sino por los exabruptos mismos: por la furia con que se aplican a desmantelar las falsas promesas con que nos protegemos del miedo a morir y por la gracia con que se manifiestan.
Llama la atención que muchos de los que han leído al pensador rumano lo tengan presente como si formara parte de su propia vida. Y recuerden con todo detalle el momento y las circunstancias en que lo conocieron. Un pesimista militante no sirve como buena compañía. La caricatura no tiene ningún sentido: Cioran es otra cosa.
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