El ególatra sincero
Lo único tan exagerado como la vida de Claude Lanzmann es el relato que el propio Lanzmann hace de ella. Escribo vida en singular y me doy cuenta de que esa palabra se queda corta por comparación con todas las peripecias que caben en ella y con el torrente verbal que se despeña sobre uno desde el momento en que abre el libro hasta que lo deja, extenuado, ahíto, entusiasmado, irritado, muchas horas pero no muchos días después. Escribo torrente y también me quedo corto: la autobiografía de Claude Lanzmann es una catarata de palabras y nombres, un alud, una deflagración de acontecimientos, descripciones, chismes, digresiones descabelladas, y mientras uno lee en ella varias páginas dedicadas al funcionamiento y la historia de la guillotina o a las proezas de alpinismo o de vuelo sin motor o a las intrigas eróticas entre Jean-Paul Sartre y sus diversas amantes simultáneas o a las luchas internas por el poder en el seno de la resistencia argelina contra Francia, uno no sabe qué es más asombroso, si la energía física y verbal del que cuenta la historia o el esfuerzo del traductor, Adolfo García Ortega, por trasladar al español esa sobreabundancia mareante.
La liebre de la Patagonia
Claude Lanzmann.
Traducción de Adolfo García Ortega.
Seix Barral. Barcelona, 2011. 524 páginas. 24 euros.
Claude Lanzmann dictó estas memorias en lugar de escribirlas: leyéndolas nos parece escuchar una de esas voces que no callan nunca, a las que nunca les falta un suministro de saliva ni de nuevas historias, casi todas las cuales, en el caso de estos grandes habladores, giran en torno a ellos mismos. Hay muchos ególatras desatados que hablan porque no escuchan. La diferencia es que Claude Lanzmann es un ególatra que tiene muchísimas cosas que contar. También es una de esas personas que exhiben con toda desenvoltura sus propios méritos y carecen de prejuicios a la hora de citar literalmente los elogios que han recibido. Luchando en la resistencia contra los alemanes logra una proeza y los dirigentes clandestinos del Partido Comunista lo felicitan declarando que nadie ha hecho nada parecido. Redacta un trabajo en el Instituto o termina en la universidad su tesis sobre Leibniz y las autoridades correspondientes se deshacen en parabienes y le dan las calificaciones máximas. Escribe un reportaje sobre un asesinato cometido por un cura rural en los años cincuenta y es celebrado como la mejor investigación que se ha hecho nunca sobre el tema, y cuando el propio Lanzmann lo revisa medio siglo después le satisface comprobar que no ha perdido su actualidad ni su agudeza. Con sesenta y siete años se monta por primera vez en un avión de caza israelí que alcanza una velocidad de 2.500 kilómetros por hora y el piloto lo felicita por su temple inaudito e incluso le permite manejar los mandos. Durante unas maniobras en el desierto del Sinaí Claude Lanzmann, que está rodando un documental, conduce un carro de combate y dispara con plena puntería y en plena marcha a un blanco móvil.
Claude Lanzmann es eso que en inglés se llama un namedropper, alguien que no puede hablar tres palabras sin dejar caer los nombres de las celebridades a las que ha conocido o que lo han alabado. Pero no es un namedropper cualquiera, en un arte en el que hay tanta competencia: Claude Lanzmann es el namedropper por antonomasia, el campeón exagerado del conocimiento próximo y muchas veces íntimo de algunos de los nombres propios más llamativos del siglo XX. Que fuera el amante de Simone de Beauvoir mientras Sartre se acostaba con su hermana Évelyne a espaldas de sus otras amantes oficiales es a estas alturas casi una nadería. Claude Lanzmann acudió con urgencia a consolar a Simone Signoret cuando ésta se enteró de que Ives Montand estaba engañándola en Los Ángeles con Marilyn Monroe. En Corea del Norte fue huésped de Kim Il Sung y discutió con él sobre disidentes encarcelados durante una cena. En la guerra de Argelia caminó durante muchas horas junto a los rebeldes por el desierto mientras caían las bombas de la aviación francesa y debatió en plena confianza con Ben Bella, Buteflika y Bumedian sobre el futuro del país después de la independencia. Mientras entrevistaba a Sofia Loren a las seis de la madrugada Carlo Ponti acechaba celoso en la habitación contigua. Volvía en barco de Israel en 1952 cuando estalló la tempestad más grande registrada en el Mediterráneo en los últimos siglos; con los pasajeros y la tripulación aterrados y vomitando por todas partes, sólo el capitán del buque y Claude Lanzmann se mantuvieron serenos y lograron entre los dos salvarlo del naufragio. En El Cairo, en 1967, unos días antes del comienzo de la guerra de los Seis Días, compartió horas y horas de franca conversación con el presidente Nasser, y con Sartre y Beauvoir, también invitados al encuentro. En Pekín no llegó a encontrarse con Mao ni con Zhou Enlai, pero sí, satisfactoriamente, con Chen Yi, ministro de Asuntos Exteriores, con el que estuvo hablando durante cinco horas, rodeado de intérpretes y de silenciosos funcionarios que tomaban notas. Fue a él, Claude Lanzmann, a quien se le ocurrieron los títulos de varios libros de Simone de Beauvoir, y quien llevó a Sartre a conocer a Franz Fanon y lo convenció para que escribiera el prólogo legendario, y bastante vergonzoso, a Los condenados de la tierra. El primer novio de su hermana fue Gilles Deleuze. Cuando ella se suicidó en 1966 el velatorio duró diez días. Acudieron a él las mayores figuras intelectuales y políticas de Francia y el olor acabó siendo tan perceptible que ni las flores de las coronas lo disimulaban.
En medio de esta marabunta, dos cosas imborrables resaltan: con 18 años, Claude Lanzmann fue un héroe de la Resistencia; y hacia 1973 concibió un proyecto en el que iba a trabajar durante doce años, y en el que quizás por primera vez ejercitó al máximo y con plena lucidez, obstinación y provecho su vocación por la desmesura. No sé si existe otra película tan larga como Shoah, que dura algo más de nueve horas. De lo que estoy seguro es de que nada en el cine ni en la literatura testimonial se parece a ella. Shoah es el documental más abrumador que se ha hecho nunca sobre el exterminio de los judíos de Europa, y también el último, porque ya quedan cada vez menos supervivientes y testigos. Sólo alguien tan desaforado como Claude Lanzmann podía atreverse y empeñarse durante tanto tiempo en una película que además de un documental austero y solemne es un monumento al dolor humano, un atisbo de las oscuridades más innombrables de la crueldad y la vergüenza. Y cuando Lanzmann cuenta, en la última parte de sus memorias, los años que dedicó a la investigación y al rodaje, su egolatría casi cómica se eclipsa, porque las personas a las que busca y con las que consigue hablar le importan más que él mismo: un verdugo nazi apaciblemente jubilado, un barbero judío que vio las cámaras de gas y al que Lanzmann le sigue el rastro por un vecindario devastado del Bronx... Sólo por llegar a esas páginas ha valido la pena atravesar las marejadas de palabras y nombres, este monólogo de un egocentrismo tan sincero que roza la inocencia.
antoniomuñozmolina.es
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