El ataque de la presidenta gigante
Si lo sé no vuelvo. Primero me paso tres días enfermo de jetlag, durmiéndome en cualquier sitio y cenando tortillas de melatonina para conjurar el mal cuerpo. Luego, cuando por fin consigo conciliar un decente sueño nocturno, experimento la primera pesadilla de la temporada, que procedo a relatarles. Soñé que Esperanza Aguirre me miraba desde el exterior de mi dormitorio (vivo en un sexto), con su enorme rostro ocupando todo el espacio de la ventana, abierta de par en par por el calor. En el sueño yo mismo me decía que tal cosa no podía ser, que la visión se desvanecería tan pronto me despertara. Pero la Presidenta seguía allí, escrutándome mientras su potente respiración agitaba las sábanas de mi lecho y las páginas de la novela que había estado leyendo antes de caer dormido (para los más curiosos: El horizonte, de Modiano, Anagrama). Loco de terror, me levanté de la cama, bajé en un pispás (no recuerdo los detalles, pero sí que volaba) los 124 escalones que separan mi piso de la calle y escapé corriendo en la noche. Y allí estaba ella, esperándome: cabreada, posfeminista y, sobre todo, gigantesca, como la Nancy Archer (Daryl Hannah) del último (y más bien flojo) remake de El ataque de la mujer de 50 pies (Christopher Guest, 1993). Mientras yo huía como una centella por el dédalo de calles de Chamberí -el barrio donde una vez tuvo su imprenta el poeta Manuel Altolaguirre- la monstruosa Presidenta me perseguía con enormes zancadas que retumbaban en los edificios, difundiendo su eco ominoso en la imperfecta oscuridad urbana. Cuando me alcanzó, y mientras me alzaba hacia su rostro (¿con qué intención?), agarrado por una mano tan grande como la de King Kong, las sirenas de un camión de bomberos (que en mi sueño supuse avisados por algún vecino) me despertaron, empapado en sudor gélido y temblando de terror, como uno de esos personajes de Lovecraft enfrentados a una criatura indecible y gelatinosa de las cloacas de Cthulhu. He tardado un par de días y una sesión no prevista de psicoanálisis en recuperarme de la pesadilla. Mi loquero, consciente de los pliegues parafílicos de mis fantasías inconscientes, insiste en mentarme a la madre, aunque se empeña en citarme (es un tipo culto, aunque sesgado) un par de versos de un célebre soneto ('La giganta') de Les fleurs du mal, que les transcribo en (prosaica) traducción propia: Habría querido vivir cerca de una joven giganta / como un gato voluptuoso a los pies de una reina. Bobadas, le digo, nunca escogería a giganta tan reaccionaria; ni siquiera sabiendo que está condenada a ganar otra vez, gracias al quilombo político que mantienen quienes se le oponen. Y, ahora, liberado de mi pesadilla, y ya puesto en faena de rentrée, continúo hablándoles de libros y de quienes los hacen.
Miscelánea
La misma semana en que me quejaba desde este sillón de orejas (todavía con funda de verano) de los editores que dejan incompletos los libros cuya publicación inician, tropiezo con un correo del Fondo de Cultura Económica -uno de los sellos mencionados- en el que me anuncian la aparición de El manto del profeta, 1871-1881, quinto y último volumen de la monumental biografía Dostoievski, de Joseph Frank. Quizás mi apresuramiento en el reproche se debiera a que el original se publicó hace más de ocho años: demasiado tiempo para traducirlo, aun para un libro de mil páginas. Pero, en fin, nunca es tarde si la dicha es buena. Y quizás la demora la justifique alguien con aquel dicho cervantino que asegura que "las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfección que requieren". Lástima -todo hay que decirlo- que en el entretanto su editorial original (Princeton University Press) haya publicado un "resumen" (en 984 páginas) mucho más manejable de toda la obra, lo que contribuirá a una mayor difusión de la que, sin ninguna duda, es una de las mejores biografías literarias de las últimas décadas (versión electrónica en Kindle). La cita de Cervantes me lleva a recordar que el Magazine Littéraire acaba de dedicar el primer volumen de su nueva serie 'Los grandes héroes de la literatura' a Don Quichotte, el chevalier fantastique (estos gabachos son increíbles), a quien consagran un completo dossier de esos que merecen leerse y tener archivados. De nuestros libros y autores también se ocupa Jo Labanyi (conocida en Gran Bretaña por su dedicación a los "estudios culturales" sobre temas españoles) en Spanish Literature, uno de los últimos tomitos (140 páginas) de la serie 'A Very Short Introduction', la (en general) estupenda colección divulgativa de Oxford University Press. Labanyi, que se propone relacionar las obras que estudia "con los debates contemporáneos sobre género y sexualidad, diversidad cultural y herencia", dice cosas sugerentes y otras más apresuradas y discutibles, quizás por su empeño en dirigirse a lectores a los que no ha supuesto "previos conocimientos en literatura o historia de España", algo particularmente complicado en un libro que se propone "ir más allá de los estereotipos acerca de la literatura española". Pero ya ven, el mundo (y la literatura española) es de los audaces.
Preservativos
Doble homenaje a sendos mitos que pasaron a mejor muerte (como diría el Quevedo más metafísico): como particular oración fúnebre en honor de Rodolfo Fogwill y Frank Kermode (cuyo libro El sentido de un final leí fascinado a mediados de los ochenta) sólo se me ocurre escuchar Chamber Music Society, el último cedé de la jazzwoman Esperanza Spalding, tan poco funeral, por otra parte. Al (no tan) viejo Fogwill le hubiera hecho gracia enterarse de que a una editorial como Plaza y Janés no se le haya ocurrido otra cosa para promocionar el (para mí) aburrido Diario de Martín Lobo, que enviar condones a críticos y comentaristas. Me halaga (por su fe en mi actividad sexual) que me hayan enviado siete (marca Androtex; fecha de caducidad, 06-2014), pero no pienso utilizarlos: no me fío de los condones que me regalan desde que me enteré de que al difunto Michi Panero una novia le perforó los suyos con una finísima aguja con intención de vengarse de sus (presuntas) infidelidades. Precisamente en estos días termino la lectura del (demasiado) divulgativo Petite histoire du préservatif (Stock, 2009), de Béatrice Fontanel y Daniel Wolfromm, que cuenta el devenir del imprescindible profiláctico desde sus orígenes romanos (fabricado con el coecum, el ciego intestinal del carnero) hasta que, tras ser considerado por Gobiernos y organizaciones humanitarias el remedio más eficaz contra la difusión del sida, Benedicto XVI echó sobre el adminículo sexual su influyente jarro de agua fría, afirmando (¡en su primer viaje a África, donde los afectados se cuentan por millones!) que su utilización podía agravar el problema. Quizás Plaza y Janés podía globalizar la promoción y fletar un avión que bombardeara con condones -intactos, por favor- el África subsahariana. Así darían salida (neocolonialista) a los sobrantes.
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