El artificio de la naturalidad
Teju Cole es un fotógrafo y estudioso de la Historia del Arte que tiene poco más de treinta años y que ha escrito una novela que me habría gustado escribir a mí. Había leído una reseña atenta y elogiosa en el suplemento de libros de The New York Times, pero aunque no hubiera sabido nada de ella la novela habría llamado mi atención en los escaparates o en los expositores de alguna de esas librerías de Manhattan en las que se respira la atmósfera de recogimiento, de búsqueda y hallazgo sin la cual no es posible la literatura. Open City, dicen unas letras algo desvaídas en rojo sobre un fondo amarillo, como si la lluvia hubiera hecho correrse un poco la tinta. El libro tiene un tamaño justo, que parece reclamar el gesto de las manos que lo sostendrán abierto. En la solapa viene una foto del autor, que hasta ahora no había publicado casi nada: un negro joven, de perfil, con una gorra de visera, parte de la cara iluminada por el sol y el resto en una sombra que no se sabe si es también la de la barba. La biografía es sucinta: Teju Cole se crió en Nigeria y llegó a Estados Unidos en 1992.
Teju Cole es un fotógrafo y estudioso de la Historia del Arte que ha escrito una novela que me habría gustado escribir a mí
En eso se parece al protagonista de su novela, Julius, un psiquiatra que está terminando su residencia en el New York Presbiterian, el hospital de la Universidad de Columbia, hacia el norte de Harlem. Es el otoño de 2006 y cada tarde, al terminar su jornada en el hospital, Julius ha adquirido la costumbre de caminar durante horas por la ciudad, sin destino preciso, fijándose en todo lo que ve, dejándose llevar por recuerdos y divagaciones, por asociaciones de ideas. Le gustan la literatura, el arte, la música. Observa el cambio del color en las hojas de los árboles y distingue los cantos de los pájaros pero también permanece muy atento a las personas que se cruzan con él, los que esperan en el andén del metro cuando está agotado y decide volver a casa, los que se sientan frente a él y se dejan bambolear por el estrépito de los trenes durmiéndose poco a poco.
Quizás Julius observa más porque desde niño se ha sabido parcialmente fuera de la normalidad de los demás. Su padre era nigeriano, su madre alemana. En la escuela tenía la sensación incómoda de no ser lo bastante negro. En Estados Unidos ha conocido con frecuencia las fronteras burdas o sutiles que vienen determinadas por la tez de la cara. Julius cuenta sus paseos sin fin, sus meditaciones solitarias, sus encuentros casuales, y desde la primera línea sucede lo más difícil, y es que estamos escuchando una voz; una voz tranquila, que no recapitula pensamientos muy originales ni deseos sombríos o rencores macerados; una voz que nos suena común y al final del primer párrafo ya se nos ha vuelto familiar, pero que tiene a la vez la singularidad exclusiva de cada ser humano.
Quizás porque esa música del estilo es tan poderosa, porque se nota que Teju Cole la empezó a escuchar como si viniese de fuera de él y también de lo más hondo de sí mismo, en la novela no hay la menor tentativa de organizar una trama. Lo que sucede en ella puede contarse en media página: un hombre joven camina y camina y rememora conversaciones con sus pacientes o situaciones de su infancia; habla con algunos desconocidos a los que encuentra fortuitamente en sus paseos; visita a un profesor suyo jubilado que vive en un apartamento de Central Park West lleno de libros, periódicos viejos, máscaras polinesias; viaja a Bruselas en las vacaciones de Navidad queriendo buscar el rastro de su abuela alemana, a la que no ha visto desde que era niño; en Bruselas se refugia en museos y cafés de la lluvia incesante; en un café conoce a una mujer checa de ojos claros y de unos cincuenta años y pasa con ella unas horas en la habitación de su hotel; vuelve a Nueva York y reanuda su trabajo en el hospital y sus caminatas, y cuando visita a su profesor, que tiene casi noventa años, nota que está muy débil y que morirá pronto; cuando llega la primavera acude a un picnic en Central Park, y luego a una fiesta en un apartamento con una terraza que da al puente George Washington y al río Hudson; en la fiesta una mujer joven a la que no veía desde sus años de adolescente en Nigeria le revela algo siniestro que al parecer él hizo entonces y ha olvidado por completo; a principios del siguiente otoño escucha en Carnegie Hall a la Filarmónica de Berlín, dirigida por Simon Rattle, que toca la Novena sinfonía de Mahler; después del concierto va paseando hasta la orilla del río y es invitado por casualidad o por error a un recorrido en barco por las orillas de la isla; al ver en la bruma nocturna la antorcha luminosa de la Estatua de la Libertad piensa en los centenares de pájaros que mueren al chocar contra ella, atrapados por la luz.
Pero esa peripecia simple se bifurca en voces paralelas, en vínculos que llevan a puntos lejanos en el espacio y en el tiempo, como una malla que se fuera urdiendo a sí misma sin propósito, por el puro fluir de la vida, de la ciudad, de la conciencia. "A man in himself is a city", dice William Carlos Williams al principio de aquel poema larguísimo al que dedicó gran parte de su vida, Paterson. En sí mismo un hombre solo es toda una ciudad, un mundo entero, este mundo de gente desplazada o fugitiva que ha de hacer su casa en cualquier parte y acaba no siendo de ninguna, o de todas, un emigrante marroquí que lee a Edward Said mientras trabaja en un locutorio de Bruselas, un anciano judío que recuerda haber llegado a Nueva York desde Berlín en 1937, ese profesor que a pesar de haber nacido en California fue internado en un campo durante toda la II Guerra Mundial por el simple hecho de ser hijo de padres japoneses; o el propio Julius, al que no le cuesta nada remontarse en el tiempo hasta la zona de tragedia en la que está una parte de su origen: su madre nació en Berlín, a finales de 1945. Su madre fue engendrada por uno de aquellos soldados soviéticos que según avanzaban sobre las ruinas de Alemania iban violando a las mujeres.
En los tranvías y los cafés de Bruselas Julius advierte las miradas de recelo y rechazo de quien lo imagina un emigrante ilegal africano. En los parques anegados por la lluvia estatuas ingentes honran la memoria de los colonizadores genocidas del Congo. Muy cerca de los solares en permanente construcción en los que no queda rastro de los tres mil muertos del once de septiembre está el yacimiento de huesos sin lápidas de una fosa común en la que se enterraba a los esclavos africanos. Escribir es caminar, imaginar, recordar, escuchar, mirar. La naturalidad es tan perfecta que hace falta mucha atención para apreciar el artificio que la hace posible.
Open City. A novel. Teju Cole. Random House, 2011. 272 páginas. www.tejucole.com. antoniomuñozmolina.es
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